capitulo uno
Cuando Lázaro
salió del sepulcro, donde tres días y tres noches yaciera bajo el misterioso
poder de la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no advirtieron sus
deudos, al principio, las malignas rarezas que, con el tiempo, hicieron
terrible hasta su nombre. Alborozados con ese claro júbilo de verlo restituido
a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin cesar y
ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas nuevas.
Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores radiantes de la ilusión y la
risa, y cuando él, semejante a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse
entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron todos de emoción
y llamaron a los vecinos para que viesen al milagrosamente resucitado. Y los
vecinos acudieron y también se regocijaron; y vinieron también gentes
desconocidas de remotas ciudades y aldeas, y con vehementes exclamaciones
expresaban su reverencia ante el milagro... Como enjambres de abejas
revoloteaban sobre la casa de María y Marta. Y lo que de nuevo se advertía en
el rostro de Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de
la grave enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor
destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso
poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el
rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un
artista, bajo un fino cristal. En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos
y en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa
misma cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus
uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con
tonos rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo,
habíasele resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios
mostraba tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana
mica. Y se había puesto obeso. El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba
aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las
cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico
hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al
parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de
algún tiempo amortiguóse también la cianosis de sus manos y su rostro y se
igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del
todo. Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello
parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro. Lo mismo que la cara
pareció haber cambiado también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró
a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su
muerte, había sido Lázaro un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y
burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda
malignidad y sombra de mal humor, cobrárale tanto cariño el Maestro. Ahora, en
cambio, habíase vuelto serio y taciturno; jamás gastaba bromas a nadie ni
coreaba con su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salían Leónidas de
sus labios, eran las más sencillas, corrientes e indispensables y tan faltas de
sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y su
bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre puede pronunciar toda su
vida, sin que nadie llegue a saber de qué se duele o se alegra su profunda
alma. Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por espacio de tres días,
señoreara la muerte en las tinieblas vestido con sus nupciales ropas,
brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso, vuelto
otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos sentábase a la mesa
del festín, entre sus amigos y deudos. En anchas ondas, ora dulces, ora
sonoramente aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas,
encendidas de amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad
de la tumba; y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y
azuleante. Tocaba la música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas
alegres; y vibraban címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de
abejas, bordoneaban... como cigarras estridentes... como pájaros, cantaban
sobre la venturosa mansión de María y Marta.
traducido por Rafael Cansinos Assens
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