"Había una
colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella
ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos
soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos
los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir
la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada
estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos
próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la
felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de
los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que
tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El
amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy
pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos,
desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se
acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron
ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no
gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en
definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de
quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal
honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces
beneficios". Un gran panal, atiborrado de abejas que vivían con lujo y
comodidad, más que gozaba fama por sus leyes y numerosos enjambres precoces,
estaba considerado el gran vivero de las ciencias y la industria. No hubo
abejas mejor gobernadas, ni más veleidad ni menos contento: no eran esclavas de
la tiranía ni las regía loca democracia, sino reyes, que no se equivocaban,
pues su poder estaba circunscrito por leyes. Estos insectos vivían como
hombres, y todos nuestros actos realizaban en pequeño; hacían todo lo que se
hace en la ciudad y cuanto corresponde a la espada y a la toga, aunque sus
artificios, por ágil ligereza de sus miembros diminutos, escapan a la vista
humana. Empero, no tenemos nosotros máquinas, trabajadores, buques, castillos,
armas, artesanos, arte, ciencia, taller o instrumento que no tuviesen ellas el
equivalente; a los cuales, pues su lenguaje es desconocido, llamaremos igual
que a los nuestros. Como franquicia, entre otras cosas, carecían de dados, pero
tenían reyes, y éstos tenían guardias; podemos, pues, pensar con verdad que
tuviera algún juego, a menos que se pueda exhibir un regimiento de soldados que
no practique ninguno. Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal; y
esa gran cantidad les permitía medras, empeñados por millones en satisfacerse
mutuamente la lujuria y vanidad, y otros millones ocupábanse en destruir sus
manufacturas; abastecían a medio mundo, pero tenían más trabajo que
trabajadores. Algunos, con mucho almacenado y pocas penas, lanzábanse a
negocios de pingües ganancias, y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón,
y a todos esos oficios laboriosos en los que miserables voluntariosos sudan
cada día agotando su energía y sus brazos para comer.
[A] Mientras otros se abocaban a misterios a
los que poca gente envía aprendices, que no requieren más capital que el bronce
y pueden levantarse sin un céntimo, como fulleros, parásitos, rufianes,
jugadores, rateros, falsificadores, curanderos, agoreros y todos aquellos que,
enemigos del trabajo sincero, astutamente se apropian del trabajo del vecino
incauto y bonachón.
[B] Bribones
llamaban a éstos, mas salvo el mote, los serios e industriosos eran lo mismo:
todo oficio y dignidad tiene su tramposo, no existe profesión sin engaño. Los
abogados, cuyo arte se basa en crear litigios y discordar los casos, oponíanse
a todo lo establecido para que los embaidores tuvieran más trabajo con
haciendas hipotecadas, como si fuera ilegal que lo propio sin mediar pleito
pudiera disfrutarse. Deliberadamente demoraban las audiencias, para echar mano
a los honorarios; y por defender causas malvadas hurgaban y registraban en las
leyes como los ladrones las tiendas y las casas, buscando por dónde entrar
mejor. Los médicos valoraban la riqueza y la fama más que la salud del paciente
marchito o su propia pericia; la mayoría, en lugar de las reglas de su arte,
estudiaban graves actitudes pensativas y parsimoniosas, para ganarse el favor
del boticario y la lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos cuantos asisten
al nacimiento o el funeral, siendo indulgentes con la tribu charlatana y las
prescripciones de las comadres, con sonrisa afectada y un amable «¿Qué tal?»
para adular a toda la familia, y la peor de todas las maldiciones, aguantar la
impertinencia de las enfermeras. De los muchos sacerdotes de Júpiter
contratados para conseguir bendiciones de Arriba, algunos eran leídos y
elocuentes, pero los había violentos e ignorantes por millares, aunque pasaban
el examen todos cuantos podían enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y
orgullo, por los que eran tan afamados, como los sastres por sisar retazos, o
ron los marineros; algunos, entecos y andrajosos, místicamente mendigaban pan,
significando una copiosa despensa, aunque literalmente no recibían más; y
mientras estos santos ganapanes perecían de hambre, los holgazanes a quienes
servían gozaban su comodidad, con todas las gracias de la salud y la abundancia
en sus rostros.
[C] Los soldados, que a batirse eran forzados,
sobreviviendo disfrutaban honores, aunque otros, que evitaban la sangrienta
pelea, enseñaban los muñones de sus miembros amputados; generales había,
valerosos, que enfrentaban el enemigo, y otros recibían sobornos para dejarle
huir; los que siempre al fragor se aventuraban perdían, ora una pierna, ora un
brazo, hasta que, incapaces de seguir, les dejaban de lado a vivir sólo a media
ración, mientras otros que nunca habían entrado en liza se estaban en sus casas
gozando doble mesada. Servían a sus reyes, pero con villanía, engañados por su
propio ministerio; muchos, esclavos de su propio bienestar, salvábanse robando
a la misma corona: tenían pequeñas pensiones y las pasaban en grande, aunque
jactándose de su honradez. Retorciendo el Derecho, llamaban estipendios a sus
pringosos gajes; y cuando las gentes entendieron su jerga, cambiaron aquel
nombre por el de emolumentos, reticentes de llamar a las cosas por su nombre en
todo cuanto tuviera que ver con sus ganancias;
[D] porque no había abeja que no quisiera
tener siempre más, no ya de lo que debía, sino de lo que osaba dejar entender
[E] que pagaba por
ello; como vuestros jugadores, que aun jugando rectamente, nunca ostentan lo
que han ganado ante los perdedores. ¿Quién podrá recordar todas sus
supercherías? El propio material que por la calle vendían como basura para
abonar la tierra, frecuentemente la veían los compradores abultada con un
cuartillo de mortero y piedras inservibles; aunque poco podía quejarse el
tramposo que, a su vez, vendía gato por liebre. Y la misma Justicia, célebre
por su equidad, aunque ciega, no carecía de tacto; su mano izquierda, que debía
sostener la balanza, a menudo la dejaba caer, sobornada con oro; y aunque
parecía imparcial tratándose de castigos corporales, fingía seguir su curso
regular en los asesinatos y crímenes de sangre; pero a algunos, primero
expuestos a mofa por embaucadores, los ahorcaban luego con cáñamo de su propia
fábrica; creíase, empero, que su espada sólo ponía coto a desesperados y pobres
que, delincuentes por necesidad, eran luego colgados en el árbol de los
infelices por crímenes que no merecían tal destino, salvo por la seguridad de los
grandes y los ricos. Así pues, cada parte estaba llena de vicios, pero todo el
conjunto era un Paraíso; adulados en la paz, temidos en la guerra, eran
estimados por los extranjeros y disipaban en su vida y riqueza el equilibrio de
los demás panales. Tales eran las bendiciones de aquel Estado: sus pecados
colaboraban para hacerle grande;
[F] y la virtud,
que en la política había aprendido mil astucias, por la feliz influencia de
ésta hizo migas con el vicio; y desde entonces
[G] aun el peor de
la multitud, algo hacía por el bien común. Así era el arte del Estado, que
mantenía el todo, del cual cada parte se quejaba; esto, como en música la
armonía, en general hacía concordar las disonancias;
[H] partes
directamente opuestas se ayudaban, como si fuera por despecho, y la templanza y
la sobriedad servían a la beodez y la gula.
[I] La raíz de los
males, la avaricia, vicio maldito, perverso y pernicioso, era esclava de la
prodigalidad,
[K] ese noble pecado;
[L] mientras que
el lujo daba trabajo a un millón de pobres
[M] y el odioso
orgullo a un millón más;
[N] la misma
envidia, y la vanidad, eran ministros de la industria; sus amadas, tontería y
vanidad, en el comer, el vestir y el mobiliario, hicieron de ese vicio extraño
y ridículo la rueda misma que movía al comercio. sus ropas y sus leyes eran por
igual objeto de mutabilidad; porque lo que alguna vez estaba bien, en medio año
se convertía en delito; sin embargo, al paso que mudaban sus leyes siempre
buscando y corrigiendo imperfecciones, con la inconstancia remediaban faltas
que no previó prudencia alguna. Así el vicio nutría al ingenio, el cual, unido
al tiempo y la industria, traía consigo las conveniencias de la vida,
[O] los verdaderos placeres, comodidad,
holgura,
[P] en tal medida, que los mismos pobres vivían mejor que antes los ricos, y nada más podría añadirse.
¡Cuán vana es la felicidad de los mortales! si hubiesen sabido los
límites de la bienaventuranza y que aquí abajo, la perfección es más de lo que
los dioses pueden otorgar, los murmurantes bichos se habrían contentado con sus
ministros y su gobierno; pero, no: a cada malandanza, cual criaturas perdidas
sin remedio, maldecían sus políticos, ejércitos y flotas, al grito de «¡Mueran
los bribones!», y aunque sabedores de sus propios timos, despiadadamente no les
toleraban en los demás. Uno, que obtuvo acopios principescos burlando al amo,
al rey y al pobre, osaba gritar: «¡Húndase la tierra por sus muchos pecados!»;
y, ¿quién creeréis que fuera el bribón sermoneador? Un guantero que daba
borrego por cabritilla. Nada se hacía fuera de lugar ni que interfiriera los
negocios públicos; pero todos los tunantes exclamaban descarados: «¡Dios mío,
si tuviésemos un poco de honradez!» Mercurio sonreía ante tal impudicia, a la
que otros llamarían falta de sensatez, de vilipendiar siempre lo que les
gustaba; pero Júpiter, movido de indignación, al fin airado prometió liberar
por completo del fraude al aullante panal; y así lo hizo. Y en ese mismo
momento el fraude se aleja, y todos los corazones se colman de honradez; allí
ven muy patentes, como en el Árbol de la Ciencia, todos los delitos que se
avergüenzan de mirar, y que ahora se confiesan en silencio, ruborizándose de su
fealdad, cual niños que quisieran esconder sus yerros y su color traicionara
sus pensamientos, imaginando, cuando se les mira, que los demás ven lo que
ellos hicieron. Pero. ¡Oh, dioses, qué consternación! ¡Cuán grande y súbito ha
sido el cambio! En media hora, en toda la Nación, la carne ha bajado un penique
la libra. Yace abatida la máscara de la hipocresía, la del estadista y la del
payaso; y algunos, que eran conocidos por atuendos prestados, se veían muy
extraños con los propios. Los tribunales quedaron ya aquel día en silencio,
porque ya muy a gusto pagaban los deudores, aun lo que sus acreedores habían
olvidado, y éstos absolvían a quienes no tenían. Quienes no tenían razón,
enmudecieron, cesando enojosos pleitos remendados; con lo cual, nada pudo
medrar menos que los abogados en un panal honrado; todos, menos quienes habían
ganado lo bastante, con sus cuernos de tinta colgados se largaron. La Justicia
ahorcó a algunos y liberó a otros; y, tras enviarlos a la cárcel, no siendo ya
más requerida su presencia, con su séquito y pompa se marchó. Abrían el séquito
los herreros con cerrojos y rejas, grillos y puertas con planchas de hierro;
luego los carceleros, torneros y guardianes; delante de la diosa, a cierta
distancia, su fiel ministro principal, don Verdugo, el gran consumador de la
Ley, no portaba ya su imaginaria espada, sino sus propias herramientas, el
hacha y la cuerda; después, en una nube, el hada encapuchada, La Justicia
misma, volando por los aires; en torno de su carro y detrás de él, iban
sargentos, corchetes de todas clases, alguaciles de vara, y los oficiales todos
que exprimen lágrimas para ganarse la vida. Aunque la medicina vive mientras
haya enfermos, nadie recetaba más que las abejas con aptitudes, tan abundantes
en todo el panal, que ninguna de ellas necesitaba viajar; dejando de lado vanas
controversias, se esforzaban por librar de sufrimientos a sus pacientes,
descartando las drogas de países granujas para usar sólo sus propios productos,
pues sabían que los dioses no mandan enfermedades a naciones que carecen de
remedios. Despertando de su pereza, el clero no pasaba ya su carga a abejas
jornaleras, sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios, para hacer
sacrificios y ruegos a los dioses. Todos los ineptos, o quienes sabían que sus
servicios no eran indispensables, se marcharon; no había ya ocupación para
tantos (si los honrados alguna vez los habían necesitado) y sólo algunos
quedaron junto al Sumo Sacerdote a quien los demás rendían obediencia; y él
mismo, ocupado en tareas piadosas, abandonó sus demás negocios en el Estado. No
echaba a los hambrientos de su puerta ni pellizcaba del jornal de los pobres,
sino que al famélico alimentaba en su casa, en la que el jornalero encontraba
pan abundante y cama y sustento el peregrino.
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