Dijo el rabino Jacob:
«Aquel que camina mientras estudia pero se detiene de repente a comentar “¡Qué
precioso es aquel árbol!”, o “¡Qué bello es ese campo en barbecho!”, comete una
falta contra sí mismo, según las Escrituras».
Del Tratado
de los padres
Cuando supe que Isaac Kornfeld, un
hombre devoto y lúcido, se había ahorcado en el parque municipal, metí una
ficha en el torniquete del metro y fui a ver el árbol.
Habíamos sido compañeros de clase en el
seminario rabínico. Tanto su padre como el mío eran rabinos, y también amigos,
aunque en un sentido muy vago de la palabra: en realidad los unía la rivalidad.
Competían en sus demostraciones de benevolencia, en el brillo capcioso de sus
disertaciones, en el número de adeptos de cada uno. De los dos, el padre de
Isaac era el más afable. A mí me daba miedo mi padre; padecía una afección de
laringe, e incluso cuando le pedía a mi madre algo tan trivial como «Trae el
té», su voz sonaba astillada, clamorosa y vengativa.
Ninguno de los dos hombres tenía el menor
talante filosófico. Era lo único en que coincidían.
—La filosofía es una abominación —solía
decir el padre de Isaac—. Los griegos eran filósofos, pero no dejaban de ser
niños jugando a las muñecas. Incluso Sócrates, que era monoteísta, mandaba
dinero al templo para pagar el incienso de su muñeca.
—La idolatría es la abominación —replicaba
Isaac—, no la filosofía.
—Una cosa lleva a la otra —decía su padre.
Según mi padre, la filosofía era la causa
del ateísmo que me había hecho abandonar el seminario en el segundo año de
estudios. La filosofía no era el problema, sino que yo, a diferencia de Isaac,
no tenía ningún talento: más adelante sus profesores dijeron que con una
imaginación tan prodigiosa como la suya se podía forjar la santidad a partir
del fino trazo de una serifa. El día del funeral criticaron al rector de su
universidad por comentar que, aunque un suicida no podía recibir sepultura en
suelo consagrado, la tierra que cercara a Isaac Kornfeld quedaría
consagrada ipso facto. Cabría mencionar que Isaac se colgó pocas
semanas antes de cumplir los treinta y seis años, en la cúspide de su renombre;
y el rector, claro está, no conocía toda la historia. Juzgaba por la reputación
de Isaac, que en ningún otro momento alcanzó mayor relevancia que justo antes
de su muerte.
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