viernes, 3 de febrero de 2023

"La desaparición de Honoré Subrac" de Guillaume Apollinaire

 




A pesar de haber realizado las investigaciones más minuciosas, la policía no ha logrado dilucidar el misterio de la desaparición de Honoré Subrac.

Él era mi amigo y, como yo conocía la verdad sobre su caso, asumí la tarea de poner al corriente a la justicia acerca de lo que había pasado. El juez que tomó mi declaración adoptó conmigo, después de haber escuchado mi relato, un tono de amabilidad tan tremenda, que no tuve ningún problema en comprender que me tomaba por un loco. Se lo dije. Él se comportó más amable aún, después, levantándose, me guió hacia la puerta, y vi a su secretario de pie, con los puños cerrados, listo para saltar sobre mí si lo hacía enfurecer.

No insistí. El caso de Honoré Subrac es, en efecto, tan extraño, que la verdad parece increíble. Por los artículos del periódico, se supo que Subrac era conocido como un excéntrico. 

Tanto en invierno como en verano no vestía más que una túnica y no usaba en los pies más que pantuflas. Era muy rico y, como su vestimenta me llamaba la atención, una vez le pregunté la razón de que la usara:


―Es para desvestirme más rápidamente en caso de necesidad, me respondió. Por cierto, uno se acostumbra rápido a salir poco vestido. Uno puede muy bien prescindir de ropa interior, calcetas y sombrero. Vivo así desde los veinticinco años y nunca he estado enfermo.

Estas palabras, en lugar de ilustrarme, aguzaron mi curiosidad.

“¿Por qué, pensé, Honoré Subrac necesita desvestirse tan rápido?”

E hice un gran número de suposiciones…

Una noche, cuando regresaba a casa ―podría ser la una, la una y cuarto―, escuché mi nombre en voz baja. Me pareció que la voz provenía del muro que iba rozando con los dedos. Me detuve desagradablemente sorprendido.

―¿No hay nadie más que usted en la calle?, prosiguió la voz. Soy yo, Honoré Subrac.

―¿Dónde está usted?, grité, viendo para todos lados, sin conseguir hacerme una idea de dónde podía esconderse mi amigo.

Descubrí solamente su famosa túnica yacente sobre la acera, junto a sus no menos famosas pantuflas.

―He aquí un caso, pensé, en el que la necesidad forzó a Honoré Subrac a desvestirse en un parpadeo. Por fin voy a descubrir un gran misterio.

Y dije en voz alta:

―La calle está desierta, querido amigo, puede aparecerse.

Bruscamente, Honoré Subrac se desprendió de alguna manera del muro donde yo no lo había advertido. Estaba completamente desnudo y, antes que nada, se apoderó de su túnica, la cual se puso y se abotonó lo más rápido que pudo. Después se calzó y habló con resolución mientras me acompañaba hasta mi puerta.

                                                      ***

―¡Se sorprendió!, dijo, pero ahora comprende la razón por la que me visto con tanta excentricidad. Y, sin embargo, usted no comprende cómo pude escapar tan absolutamente a su mirada. Es muy sencillo. No hay que ver en ello más que un fenómeno de mimetismo… La naturaleza es una buena madre. Concedió a algunos de sus hijos amenazados por ciertos peligros, y que son demasiado débiles para defenderse, el don de confundirse con su entorno… Pero usted sabe todo eso. Usted sabe que las mariposas se parecen a las flores, que algunos insectos son similares a las hojas, que el camaleón puede tomar el color que mejor lo disimule, que la liebre polar se ha vuelto blanca como los glaciares por los que huye casi invisible, por ser tan cobarde como la liebre del desierto.

Es así como esos débiles animales escapan de sus enemigos gracias a un ingenio instintivo que modifica su aspecto.

Y yo, a quien un enemigo persigue sin tregua, yo, que soy miedoso y que me siento incapaz de defenderme en una pelea, yo me parezco a esas bestias: me confundo a voluntad y por terror con el medio ambiente.

Puse en práctica por primera vez esta facultad instintiva hace ya varios años. Tenía veinticinco años y, generalmente, las mujeres me encontraban agradable y bien parecido. Una de ellas, que estaba casada, manifestó por mí tanta amistad que no pude resistirme. ¡Fatal relación!... Una noche, estaba en casa de mi amante. Se suponía que su marido había salido por varios días. Estábamos desnudos como divinidades, cuando la puerta se abrió de repente y el esposo apareció con un revólver en la mano. Mi terror fue inefable, y no tuve más que un deseo, cobarde como era y como soy aún: desaparecer. Pegándome a la pared, deseé confundirme con ella. Y el acontecimiento imprevisto se realizó enseguida. Me volví del color del papel tapiz, aplastándose mis miembros en un estiramiento voluntario e inconcebible, me pareció que me hacía uno con la pared y que a partir de ese momento nadie me veía. Y era cierto. El marido me buscaba para darme muerte. Me había visto y era imposible que hubiese huido. Enloqueció y, volcando su ira contra su mujer, la mató salvajemente disparándole seis veces en la cabeza. Después se fue, llorando con desesperación. Tras su partida, mi cuerpo recobró instintivamente su forma normal y su color natural. Me vestí, y conseguí salir de ahí antes de que alguien llegara… Desde entonces conservo esta bienaventurada facultad parecida al mimetismo. El marido, por no haberme matado, consagró su existencia al cumplimiento de dicha labor. Me sigue a través del mundo desde hace mucho tiempo, y yo pensaba que viniendo a París había escapado de él. Pero distinguí a ese hombre tan sólo unos instantes antes de que usted pasara. El terror me hacía castañetear los dientes. No tuve más tiempo que el necesario para desvestirme y confundirme con el muro. Él pasó cerca de mí, mirando con curiosidad la túnica y las pantuflas abandonadas sobre la acera. ¡Ve usted cuánta razón tengo al vestirme tan someramente!  Mi facultad mimética no podría llevarse a cabo si fuera vestido como todo el mundo. No podría desvestirme lo suficientemente rápido como para escapar de mi verdugo y es indispensable, antes que nada, que me desnude con el fin de que mi ropa, pegada contra el muro, no inutilice mi desaparición defensiva.

Felicité a Subrac por poseer una facultad de la que tenía pruebas y que envidiaba.

                                                      ***

Los días siguientes, no pensé más que en esa historia y me sorprendía en todo momento encaminando mi voluntad hacia el propósito de modificar mi forma y color. Intenté transformarme en autobús, en Torre Eiffel, en académico, en ganador del premio mayor. Mis esfuerzos fueron vanos. No lo conseguía. Mi voluntad no tenía la fuerza suficiente y además me faltaba el bendito terror, ese formidable peligro que había despertado los instintos de Honoré Subrac.

No lo había visto desde hacía algún tiempo, cuando un día llegó enloquecido:

―Ese hombre, mi enemigo, me dijo Subrac, me acecha por todas partes. Pude escapármele tres veces gracias a mi facultad, pero tengo miedo, tengo miedo, querido amigo.

Observé que había adelgazado, pero me guardé de decírselo.

―No le queda más que una cosa por hacer, declaré yo. Para escapar de un enemigo así de despiadado: ¡váyase! Ocúltese en un pueblo. Déjeme al cuidado de sus asuntos y diríjase a la estación de trenes más cercana.

Me apretó la mano diciendo:

―Acompáñeme, se lo suplico, ¡tengo miedo!

                                                      ***

En la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volvía la cabeza constantemente, con aire inquieto. De repente, soltó un grito y se puso a huir desprendiéndose de la túnica y las pantuflas. Y vi que un hombre llegaba corriendo detrás de nosotros. Intenté detenerlo. Pero se me escapó. Sostenía un revólver que apuntaba en dirección a Honoré Subrac. Aquél acababa de alcanzar el largo muro del cuartel y desapareció como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, hizo una exclamación de rabia, y, como para vengarse del muro que parecía arrebatarle a su víctima, descargó el revólver sobre el punto donde Honoré Subrac había desaparecido. Después se fue, corriendo…

La gente se juntó, unos agentes de policía vinieron a dispersarla. Entonces, llamé a mi amigo. Pero él no me respondió.

Tanteé el muro, todavía estaba tibio, y noté que de las seis balas, tres habían golpeado a la altura del corazón de un hombre, mientras que las otras arañaron el yeso más alto, ahí donde me pareció distinguir, vagamente, los contornos de un rostro.

 

Traducción de Mariana Hernández Cruz


Extraído de La France fantastique 1900, Phébus, 1978, pp. 43-48

 


domingo, 29 de enero de 2023

Richard Aldington ( Portsmouth 1892 - Sury-en-Vaux , Cher, Francia 1962)

 


I n f a n c i a   ( fragmento)                 

I

La amargura, la tristeza, la miseria de la infancia

extinguieron mi amor por dios.

No puedo creer en su bondad,

pero sí creo en muchos dioses vengadores.

Sobre todo, creo

en dioses de implacable monotonía,

crueles dioses locales

que marcaron mi infancia.

 

II

He visto a personas poner

una crisálida en una caja de fósforos,

“para ver”, me decían, “en qué tipo de mariposa nocturna se convertiría”.

Pero cuando rompía su cáscara

resbalaba, tropezaba y caía en su prisión,

intentaba trepar hacia la luz

en busca de espacio para secar sus alas.

Así era yo.

Alguien encontró mi crisálida

y la encerró en una cajita de fósforos.

Se golpearon mis alas marchitas,

sus colores se convirtieron en escamas grisáceas

antes de que abrieran la caja

y la mariposa pudiera volar.

Y para entonces ya era muy tarde,

porque la preciosidad que tiene un niño,

y las cosas buenas que aprende antes de nacer

cambiaron, así como cambiaron las escamas de la mariposa.

 

traducido por Ninette S. Aravena



 C H I L D H O O D

I

The bitterness, the misery, the wretchedness of childhood
put me out of love with God.
I can’t believe in God’s goodness;
I can believe
In many avenging gods.
Most of all I believe
In gods of bitter dullness,
Cruel local gods
Who seared my childhood.

II

I’ve seen people put
A chrysalis in a match-box,
“To see,” they told me, “what sort of moth would come.”
But when it broke its shell
It slipped and stumbled and fell about its prison
And tried to climb to the light
For space to dry its wings.

That’s how I was.
Somebody found my chrysalis
And shut it in a match-box.
My shrivelled wings were beaten,
Shed their colours in dusty scales
Before the box was opened
For the moth to fly.

And then it was too late,
Because the beauty a child has,
And the beautiful things it learns before its birth,
Were shed, like moth-scales, from me.

 

sábado, 14 de enero de 2023

Mariana Finochietto (General Belgrano, provincia de Buenos Aires, 1971)

 



Algunos hombres

llevan

tan honda en los huesos la tristeza

que no se sabe

si alguna vez

les ha correspondido la felicidad

o están hechos

para la pena.

Conocí

a un hombre que llevaba

entre las manos

aguas tristes.

Ríos mansos

caían de sus dedos,

inundaban

la tierra.

Sobre el agua

su paso

se extendía

como el de un pequeño rey

de una patria salvaje

que ha perdido

su reino

para siempre.




 

Observo


mi cuerpo,


la sombra de mi cuerpo extendida en la tierra,


esa porción de mundo


que no es mía y me apropio


tapando el sol.

 


Mi oscuridad es otra;


lo que espera en la calma del viento,


inasible


como el polvo suspendido en el aire.

 


Lo que hace hermosa la carne,


me digo,


es la fragilidad.


Mi cuerpo,


que aún huele a fruto devorado en la tarde,


aprende a ser leve y fugaz.

 

 

domingo, 8 de enero de 2023

"La Pasión" de Pedro Mairal

 





Un médico al que no le gusta el fútbol está almorzando con dos matrimonios amigos, por Núñez, en una larga sobremesa de domingo. Uno de los amigos mira por debajo de la mesa su BlackBerry y dice: “¡Vamos! San Lorenzo metió un gol en el último minuto. Terminó el partido. Están jugando acá en River”. Los amigos del médico discuten sobre San Lorenzo. Uno es de San Lorenzo; el otro, de Boca. El los escucha cansado, mirándose con las esposas respectivas, hartos todos del tema, y se pone a argumentar contra el fútbol.

Afuera hay unas corridas a la salida del estadio. Aconsejan en el restaurante esperar un poco, y cierran la puerta.

Después salen. Hay un tumulto en la esquina. Se acercan. La gente pide un médico. Contra un poste de luz, ven a un hincha de San Lorenzo sentado sobre su propio charco de sangre. El médico duda, se acerca, lo revisa. El tipo le pregunta si se va a morir. El médico no le contesta. Le mira la herida, trata de frenar la hemorragia. Llama a una ambulancia y se arrodilla al lado de él. El hincha, otra vez, le pregunta si se va a morir. El médico le dice que puede ser. El hincha está en estado de gracia. Se ríe a carcajadas pero a la vez grita de dolor. El médico lo acompaña en su agonía.

El hincha le pregunta: “¿De qué cuadro sos”. “No me gusta el fútbol”, dice el médico. “Entonces ahora sos de San Lorenzo”, le dice, se saca la bandera que lleva en los hombros y se la pone al médico. “Mi pasión ahora es tuya”, le dice. El médico se mira la bandera como bufanda colgada del cuello, la agarra y en ese momento el hincha le agarra las manos, se las aprieta y lo trae contra sí como si lo fuera a zamarrear o a decirle un secreto; no lo suelta. Es un tipo grandote y fuerte. Se aferra a la vida muriéndose, yéndose. Es un momento íntimo. Se escucha la respiración agónica. Finalmente, el hincha le dice al oído: “Aguantame los trapos”. Y se muere.

Llegan otros barras corriendo. Lo empiezan a levantar. El médico les dice que ya no hay nada que hacer. Es mi hermano, dice uno. El médico le dice: “Me dio esto”, le quiere devolver la bandera. El hermano le mira la camisa blanca ensangrentada, las manos. Le dice: si te la dio, es tuya.
Se lo llevan en andas. Llega la ambulancia. El médico queda ahí parado en medio de la gente que mira.
Una semana después está dando una conferencia en Europa, en un congreso de medicina. Habla en inglés, lo aplauden. Se va a sentar para escuchar a otros, pero no puede dejar de mirar en su iPhone cómo va el marcador del partido de San Lorenzo. 

sábado, 7 de enero de 2023

Raul Tamargo (Buenos Aires ,1958 )

 




Las cosas

nos sentamos a mirar los cuerpos de los pájaros

sus trajines

sus volares

con un libro de aves en la mano

aún no podemos estar

sin conocer los nombres de las cosas


Algarrobos

dicen que tiene unos doscientos años

tal vez más

tal vez menos

(nadie ve decrepitud en la vejez de un árbol)

quisiéramos envejecer igual que él

ser sombra en el verano

sobre la casa de los amigos

cobijo de sus juegos

mojón de los perdidos

con los brazos en alto

indiferentes a los cálculos humanos



entre los desperdicios de la obra

un algarrobo guacho

una ofrenda

una señal contra corriente

la vida de los montes da batalla

enseña al que tiene deseos de aprender

da luz sobre el secreto

(pensamos)

de resistir en fiesta


algarrobito guacho

maestro mudo de la paciencia

vemos ahora tu intención

de levantar los brazos sobre el muro del sur

y saludar al algarrobo viejo

como nosotros lo hacemos

con nuestros amigos

cuando toman su sombra

mientras te riego

no pienso que ayudo a tu vitalidad o a tu salud

pienso que apuro el paso de tu compañía



domingo, 4 de diciembre de 2022

Álvaro de Campos ( Heteronimo de Fernando Pessoa) (Lisboa, 1888-1935 )









 Estoy cansado

Estoy cansado, claro,
porque a estas alturas uno tiene que estar cansado.
De qué estoy cansado, no lo sé;
y de nada serviría saberlo,
pues el cansancio seguiría igual.
La herida duele porque duele,
no en función de la causa que la produjo.
Sí, estoy cansado
y un poco sonriente
de que el cansancio sea sólo esto:
ganas de dormir en el cuerpo,
deseo de no pensar en el alma
y por encima de todo una transparencia lúcida
del entendimiento retrospectivo…
¿Y la lujuria sin par de no tener ya esperanza?
Soy inteligente: esto es todo.
He visto mucho y he entendido mucho de lo que he visto,
y hay un cierto placer en el cansancio que eso da:
que al final la cabeza siempre sirve para algo.

Traduccion de José Antonio Llardent.

Estou cansado, é claro,

Estou cansado, é claro,

Porque, a certa altura, a gente tem que estar cansado.

De que estou cansado, não sei:

De nada me serviria sabê-lo,

Pois o cansaço fica na mesma.

A ferida dói como dói

E não em função da causa que a produziu.

Sim, estou cansado,

E um pouco sorridente

De o cansaço ser só isto —

Uma vontade de sono no corpo,

Um desejo de não pensar na alma,

E por cima de tudo uma transparência lúcida

Do entendimento retrospectivo...

E a luxúria única de não ter já esperanças?

Sou inteligente: eis tudo.

Tenho visto muito e entendido muito o que tenho visto,

E há um certo prazer até no cansaço que isto me dá,

Que afinal a cabeça sempre serve para qualquer coisa.

domingo, 27 de noviembre de 2022

"Cómo me deshice de quinientos libros " de Augusto Monterroso

 



"Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo " por Eduardo Torres

Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos.

Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.

Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida, o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera.

Por ese tiempo, di en la torpeza de visitar las librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Caton se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a sentir la atracción de esos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a los simples conocidos.

¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día uno está tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros tienes!". Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué inteligente eres!", y el mal está hecho. Lo demás, ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.

En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesan, hubiera leído o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar.

Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo.

Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la universidad una cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.

No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 3; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, ½ (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etcétera.

Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro sitio.

Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones francesas.

Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser los depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas.

Mi optimismo me llevó a suponer que, al terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estará más apegado a la realidad.