"Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo " por Eduardo Torres
Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor
inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para
deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su
biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que
entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan
por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones
señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus
antiguos departamentos.
Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este
último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que
tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es
probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en
determinado momento de su vida, o uno conoce demasiada gente (escritores), o a
uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha
tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento
en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que
generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos
los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida.
Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por
la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en
muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera.
Por ese tiempo, di en la torpeza de visitar las librerías de
viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando
Caton se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a
él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante
años tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a sentir la
atracción de esos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el
placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de
comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para
asombrar a los amigos o a los simples conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día uno está tranquilo
leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros
tienes!". Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué
inteligente eres!", y el mal está hecho. Lo demás, ya se sabe. Se pone uno
a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más
inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero
infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha
recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno
posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres
un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí
quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesan, hubiera
leído o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas
verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las
más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres
un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por
inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por
lo que representaran espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor
prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar.
Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían
los clásicos) las vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como
decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de
novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone
que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido
concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las
soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo.
Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la
primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más rico, las
segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y
no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por
insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin
yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité
a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía
treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus
propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la universidad una
cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto
en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto
a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en
el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología
y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 3; geografía
e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana,
86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1;
teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para
descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros
indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, ½ (conservé
las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para
dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para
hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1;
métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etcétera.
Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí
que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros
que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y
dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que
el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las
molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos
libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el
de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el
camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos
libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa tuviera). Y se acepta que
la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros.
Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos
volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le
restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de
que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles
como en mi casa o en cualquier otro sitio.
Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los
libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos
políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus
especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas
no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran
personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun
despojado de sus ilustraciones francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia
de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera
he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus
casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los
niños, pero que darán a los padres la sensación de ser los depositarios de un
saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la
ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que, al terminar estas
líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su
título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de
veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo),
ese título estará más apegado a la realidad.