de Don Segundo Sombra...
Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro
callejón, me detuve en «La Blanqueada».
Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al
boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre, y de pie,
frente a él, el tape Burgos concluía una caña.
—Güenas tardes, señores.
—Güenas —respondió apenas Burgos
—¿Qué traís? —inquirió el patrón.
—Ahí tiene, Don Pedro
—dije mostrando mi sarta de bagrecitos.
—Muy bien. ¿Querés un pedazo de mazacote?
—No, Don Pedro.
—¿Unos paquetes de La Popular?
—No, Don Pedro… ¿Se acuerda de la última platita que me dio?
—Sí.
—Era redonda.
—Y la has hecho correr.
—Ahá.
—Güeno… ahí tenés
—concluyó el hombre, haciendo sonar sobre el
mostrador unas monedas de níquel.
—¿Vah‟a pagar la copa?
—sonrió el tape Burgos.
—En la pulpería‟e Las Ganas
—respondí contando mi capital.
—¿Hay algo nuevo en el pueblo?
—preguntó Don Pedro, a quien solía yo
servir de noticiero.
—Sí, señor… Un pajuerano.
—¿Ande lo has visto?
—Lo topé en una encrucijada, volviendo‟el río.
—¿Y no sabés quién es?
—Sé que no es de aquí… No hay ningún hombre tan grande en el pueblo.
Don Pedro frunció las cejas como si se concentrara en un recuerdo.
—Decime… ¿es muy moreno?
—Me pareció… sí, señor… y muy juerte.
Como hablando de algo extraordinario el pulpero murmuró para sí:
—Quién sabe si no es Don Segundo Sombra.
—Él es —dije, sin saber por qué, sintiendo la misma emoción que, al
anochecer, me había mantenido inmóvil ante la estampa significativa de aquel
gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte.
—¿Lo conocés vos?
—preguntó Don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de
mi exclamación.
—De mentas no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan.
¿Quiere darme otra caña?
—¡Hum!
—prosiguió Don Pedro
—, yo lo he visto más de una vez. Sabía
venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. Él es de
San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía.
—Carnearía un ajeno.
—Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano.
El tape Burgos quedó impávido mirando su copa. Un gesto de disgusto se
arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre
valiente menoscabara la suya de cuchillero.
Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido
persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta
de Don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.
—Güenas tardes —dijo la voz aguda, fácil de reconocer.
—¿Cómo le va, Don Pedro?
—Bien, ¿y usté, Don Segundo?
—Viviendo sin demasiadas penas, graciah‟a Dios.
Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién
llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le
viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo.
El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies
cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón
de peludo. Su tez era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes
y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala
escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.
Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su
cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual
pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y
un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas
divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para
contener el pie carnudo.
Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don
Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo
trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias.
—… en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí
Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera
recomendar, porque él tenía muchos animales que atender. Yo le hablé del
Mosco Pereira, pero si a usted le conviene…
—Me está pareciendo que sí.
—Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a
hacer encargos. Él sabe pasar por acá.
—Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia.
—Arreglao. ¿No quiere servirse de algo?
—Güeno —dijo Don Segundo, sentándose en una mesa cercana
—, eche una
sangría y gracias por el convite.
Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar.
El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz
impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo:
—Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien
grandote.
Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a Don
Segundo.
—Parecen malos —agregó—, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué
malos han de ser si no son más que negros!
Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape
Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se
apoderaba de él.
De los cuatro presentes sólo Don Segundo no entendía la alusión,
conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a
reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer
una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro
canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que
decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro
silencio.
—Un barroso grandote —repitió el borracho—, un barroso grandote…
¡ahá!, aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos… En San
Pedro cuentan que hay muchos d‟esos ochos; por eso dice el refrán:
San Pedrino
el que no es mulato es chino.
Dos veces oímos repetir el versito por una voz cada vez más pastosa y
burlona.
Don Segundo levantó el rostro y como si recién se apercibiera de que a él
se dirigían los decires del tape Burgos comentó tranquilo:
—Vea, amigo… vi‟a tener que creer que me está provocando.
Tan insólita exclamación, acompañada de una mueca de sorpresa, nos hizo
sonreír a pesar del mal cariz que tomaba el diálogo. El borracho mismo se sintió
un tanto desconcertado, pero volvió a su aplomo, diciendo:
—¿Ahá? Yo craiba que estaba hablando con sordos.
—¡Qué han de ser sordos los bares con tanta oreja! Yo, eso sí, soy un
hombre muy ocupao y por eso no lo puedo atender ahora. Cuando me quiera
peliar, avíseme siquiera con unos tres días de anticipación.
No pudimos contener la risa, malgrado el asombro que nos causaba esa
tranquilidad que llegaba a la inconsciencia. De golpe el forastero volvió a crecer
en mi imaginación. Era el «tapao», el misterio, el hombre de pocas palabras que
inspira en la pampa una admiración interrogante.
El tape Burgos pagó sus cañas, murmurando amenazas.
Tras él corrí hasta la puerta, notando que quedaba agazapado entre las
sombras. Don Segundo se preparó para salir a su vez y se despidió de Don
Pedro, cuya palidez delataba sus aprehensiones. Temiendo que el matón
asesinara al hombre que tenía ya toda mi simpatía, hice como si hablara al
patrón para advertir a Don Segundo:
—Cuídese.
Luego me senté en el umbral, esperando, con el corazón que se me salía
por la boca, el fin de la inevitable pelea.
Don Segundo se detuvo un momento en la puerta, mirando a diferentes
partes. Comprendí que estaba habituando sus ojos a lo más oscuro, para no ser
sorprendido. Después se dirigió hacia su caballo caminando junto a la pared.
El tape Burgos salió de entre la sombra y creyendo asegurar a su hombre,
tirole una puñalada firme, a partirle el corazón. Yo vi la hoja cortar la noche
como un fogonazo.
Don Segundo, con una rapidez inaudita, quitó el cuerpo y el facón se
quebró entre los ladrillos del muro con nota de cencerro.
El tape Burgos dio para atrás dos pasos y esperó de frente el encontronazo
decisivo.
En el puño de Don Segundo relucía la hoja triangular de una pequeña
cuchilla. Pero el ataque esperado no se produjo. Don Segundo, cuya serenidad
no se sabía alterado, se agachó, recogió los pedazos de acero roto y con su voz
irónica dijo:
—Tome, amigo, y hágala componer, que así tal vez no le sirva ni pa carniar
borregos.
Como el agresor conservara la distancia, Don Segundo guardó su cuchillita
y, estirando la mano, volvió a ofrecer los retazos del facón:
—¡Agarre, amigo!
Dominado el matón se acercó, baja la cabeza, en el puño bruñido y torpe la
empuñadura del arma, inofensiva como una cruz rota.
Don Segundo se encogió de hombros y fue hacia su redomón. El tape
Burgos lo seguía.
Ya a caballo, el forastero iba a irse hacia la noche; el borracho se aproximó,
pareciendo por fin haber recuperado el Don de hablar
:
—Oiga, paisano —dijo levantando el rostro hosco, en que sólo vivían los
ojos—. Yo vi‟a hacer componer este facón pa cuando usted me necesite.
En su pensamiento de matón no creía poder más, como gesto de gratitud,
que el ofrecer así su vida o la de otro.
—Aura deme la mano.
—¡Cómo no! —concedió Don Segundo, con la misma impasibilidad con que
hoy aceptaba el reto—. Ahí tiene, amigo.
Y sin más ceremonia se fue por el callejón, dejando allí al hombre que
parecía como luchar con una idea demasiado grande y clara para él.
Al lado de Don Segundo, que mantenía su redomón al tranco, iba yo
caminando a grandes pasos.
—¿Lo conocés a este mozo? —me preguntó terciando el poncho con amplio
ademán de holgura.
—Sí, señor. Lo conozco mucho.
—Parece medio pavote, ¿no?