Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de
palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple. Toda una
historia trágica.
Hacía mucho
tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre
cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de la piedra para
descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del
tranquilo redondel. Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueno; su
espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió golpeando blandamente en las
paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo
para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente
después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra
pegajosa. Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro
líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia
agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo
emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el
ritmo perdido de su respiración.
Con su mano
libre tante el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el
mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche
hacía nacer una estrella tímidamente.
Los ojos se
hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo,
caer su punto de luz. Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un
frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó
en la boca. Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como
mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y
angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho
tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin
siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una
vez, la tierra insegura cedió su peso, crepitando abajo en lluvia fina;
entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba
inmóvil la vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo
un mundo insospechado de energías nacía en cada paso; y como por impulso
adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y
desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus
martirios. Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el
cansancio, viendo delante suyo la forma de un aguaribay como cosa irreal…
Alguien
pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó
a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El
gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en
cruz, tendió hacia el maldito. El infeliz comprendió: hizo el último y
sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la
frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.
Ahora todo
el pago conoce el pozo maldito, y sobre su brocal, desdentado por los años de
abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las
apariciones del malo.
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