Teoría del aullido
La luna se ha hecho la difunta para los hombres, pero está
viva y radiante para los perros. Desde su alzada distancia
los conmueve, los hechiza, les promete que en cada uno de
sus cráteres, escarbando apenas, una yacimiento de huesos
tibios y robustos los aguarda. El día que la invadan, es
decir, que sea poseída por los perros, estos ya no serán
más los mejores amigos del hombre. Defenderán el paraíso
alcanzado contra toda intrusión terrestre, formando huestes
de jaurías, veloces y libres como el polvo en el viento e
invencibles como este. Perderán el don humano, indecoroso
y servil de la melancolía, y no habrá perdón, sino condena
para los reminiscentes que persistan en aullar a una luz
en la noche. Y en especial recordarán las pedradas en la
pelambre, los terrores de la escarcha en los baldíos, el
estruendo del mar en las playas desoladas, el amor medroso
que idearon a cambio de un hueso sin alma roído bajo las
mesas sobre las cuales el festín humeante no tenía término;
recordarán el instinto castrado, los puntapiés, los gritos,
la cadena. Y después de recordarlo todo, se reunirán, porque
los perros -como los dioses imaginados- no olvidan la
desdicha; a ciertas horas irreprimibles de cada día, se
reunirán, apretujados como en una conjura, e irán descargando
la lluvia de sus orines dorados sobre la tierra, que desde
entonces tendrá para ellos la apariencia de un árbol. Por
eso la luna se ha hecho la difunta para los hombres, y se
deja aullar por los perros, mientras fríamente los espera.
Mi amigo y yo,
que algo sabemos de bosques y distancias, nunca nos ponemos de acuerdo sobre
ese pájaro. Ese, ese mismo que ahora salta de la rama de un árbol y en vez de
volar permanece inmóvil en el aire, como si fuera la escultura de un pájaro,
que es. Él, mi amigo, dice que ese pájaro es un artista, y que solo los pájaros
artistas se posan en el aire. Yo no. Yo le digo que es un simulador, y que cualquiera,
aun los cuervos que solo saben ver la carroña, se darán cuenta que ese pájaro no
está parado en el aire, sino sobre el hombro de un fantasma.
Pero nunca
nos ponemos de acuerdo. Así es que después de una breve discusión, mi amigo se
va volando hacia el norte, y yo volando hacia el sur.
Libertad
Escribimos sobre ella
Para no ser demolidos por el día (monótono
elefante)
ni por la noche (jauría en la memoria).
Para que en esta ciudad tan fría
Su nombre abrigue más que una barricada
de lana.
Para que los amantes incendiarios no cesen
de brillar como meteoros cuando se apaga
la noche.
Para que la oscuridad no presida
la mesa, el sueño, lo imposible, el mundo.
Escribimos sobre ella, en fin,
Para no volvernos radiactivos.
Otros poetas, que la ignoran, son felices
o triunfan.
Los misterios de
la poesía
El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus
visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una
sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la
ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de
algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o
de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones
que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del
poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color
gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la
ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.
Antes de que la sobrenatural imagen
desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se
sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un
admirable poema sobre una insignificante hormiga.
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