Una anécdota puede explicarlo todo si no se resta lo
que escapa. De criatura, no había comida que me gustara. Le hacía ascos a lo
dulce y a lo salado, a lo sólido y a lo líquido, a lo abundante y a lo escaso.
Alimentarme era un problema. Algo comía, por supuesto, de no hacerlo habría
muerto, pero a la vez, mi insatisfacción engordaba los riesgos de esa muerte.
¿Qué pretendía a cambio de lo que me ofrecían? No lo sé. Quizá no se trataba de
un capricho sino de la rabia por haber dejado de ser hijo único: el nacimiento
de mi hermana me resultaba indigerible. Lo cierto es que con el agravamiento de
la situación mis padres me llevaron a un pediatra que decidió cortar por lo
insano: si ya comía poco, lo que había que hacer era suprimir el alimento hasta
que en mi desesperación yo pidiera por favor el pedazo de pan que antes
despreciara. La dieta se cumplía así: durante el primer día, ayuno completo. Al
segundo, una cucharadita de té embadurnada de miel. Al tercero, dos
cucharaditas. No sé cuánto tiempo debía durar la progresión, pero a la semana
apareció mi abuela paterna y preparó una sopa de gallina con arroz y la sirvió
en un plato hondo térmico, de aquellos que se montaban sobre una estructura
metálica, y me fue dando las cucharadas soperas en la boca, diciéndome que
tenía que comer hasta vaciar el plato porque en el fondo había algo muy lindo.
Apenas iniciado el proceso, la cuchara se hundía en el mejunje (además de los
granos de arroz y la espesura grasa que soltaba la piel de gallina y formaba
una capa en la superficie, había trocitos de zanahoria, papa y cebolla), y al
reaparecer cargada hasta el tope y derramando su contenido, en el borde mismo de
la superficie hacía un efecto de succión, “ahuecaba” el contenido del plato,
que se abría hacia los bordes en olitas espesas, dejando ver por un segundo,
como un espejeo bajo la densidad de la mezcla, algo, como una línea, una
sorpresa, la promesa de lo prometido. No debe de haber sentido mayor
expectativa el capitán Nemo cuando hundió por primera vez la proa del Nautilus
en el océano. La inminencia del conocimiento, el acceso a lo inexplorado se
presentaba ante mis ojos. Se trataba de un pequeño caballero chino estampado
sobre la porcelana. El chinito se inclinaba ante el paso de una dama china, que
llevaba un parasol de seda apoyado coquetamente sobre un hombro. Creo que eso
era todo, tal vez ni siquiera había dama y simplemente el chino permanecía de pie,
quieto. Pero a partir de entonces empecé a tomar la sopa, todos los días, todo
el plato, para verlo aparecer enguirnaldado de granos de arroz que le hacían de
marco o de filigrana comestible. El chino fue mi primer cuento oriental. A
partir de entonces mi pasión infantil por el exotismo me proporcionó los
nutrientes que necesitaba para sobrevivir en un mundo que no alimenta la
imaginación. Hay que decirlo, por si no se entendió hasta este momento. Por
aquella época la angustia ya había hecho estragos en mí, y el rictus doloroso
que era su expresión alteraba a mis padres. Nadie sabe qué hacer con un niño,
su existencia es un enigma: destroza la calma de los mayores, arruina su vida
sentimental y los carga de una ansiedad que solo se alivia en los días cercanos
a sus propias muertes, cuando, siendo los propios hijos ya adultos y hasta
viejos, aquellos que fueron padres jóvenes contemplan el panorama del pasado y
advierten que los sueños y las ilusiones que albergaron respecto de su
descendencia se convirtieron en decepciones y frustraciones. En general,
aceptarlo cuesta un par de décadas, es un efecto de decantación que se
precipita al fin de la adolescencia. Yo, en cambio, en la mirada de mis padres
advertí muy pronto no solo el desencanto y la irritación prematuros, sino que
también creí descubrir el deseo de verme desaparecer por la vía de algún
milagro catastrófico. Una insolación en la playa acompañada por el derrumbe del
acantilado donde estábamos de picnic y las piedras que caen justo sobre mi
cabeza; un accidente automovilístico limitado a mi propia persona; un secuestro
oportuno seguido de mi asesinato y la venta de mis órganos, o la sencilla
desaparición denunciada en el destacamento policial: “El nene se esfumó”. Pero
eso no ocurrió nunca y yo no podía evitar ser quien era (lo que era) y entonces
fantaseaba alguna clase de reparación, también milagrosa, que les permitiera
aceptarme o que me modificara hasta volverme parecido al que —a lo que—
esperaban que fuese. Claro que no sabía qué era eso ni quién era ese, aunque
escuchaba comentarios que me aludían (“llorón”, “insoportable”,
“hinchapelotas”, “pegajoso”, etcétera) y me llevaban a pensar que tal vez
hubiese sido mejor que mi abuela me dejara morir de hambre. En todo caso, y así
como cada ente persevera en su ser y cada ser persevera en su ente, lo mismo
ocurre con los seres humanos, por lo que me hacía constantes promesas íntimas
de reforma, trataba de volverme agradable a ojos de mis padres, hacía todo lo
posible para sobrevivir y ser aceptado, solo que no sabía bien cómo hacerlo ni
por qué. Es ingenuo pensar que el amor se gana en la fricción y el desgaste de
los días: lo que no se da, íntegro y desde el comienzo, no se concede nunca. Yo
veía que mis esfuerzos chocaban contra el muro del desconcierto de mis padres,
que los tomaban como arbitrariedades y extravagancias, y a consecuencia de
esto, en vez de retraerme en la soledad de mi cuarto, me lanzaba de nuevo a la
lucha por el amor y multiplicaba los intentos, creyendo que alguna vez
horadaría el muro de incomprensión. Pero no lo lograba. Era todo ofrenda en
procura de ese amor que más se me negaba cuanto más insistía en mi esfuerzo por
agradar. Vez tras vez, ante la mirada de hielo de mi padre o la apatía de mi
madre, yo, que había ido hacia ellos sonriendo y con los brazos abiertos, debía
retroceder preguntándome cuál sería el gesto o la palabra indicados, y
diciéndome a cambio que, como no lograba el milagro de ese amor, tenía que
aceptar mi responsabilidad en el rechazo, mi error inicial, irrevocable, y
también su consecuencia lógica: “Soy un idiota, me tengo que morir”, me decía.
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