Sucedió sólo una vez, aunque ya he dicho que hay
multitud de lugares como ése en Venecia. Pero una vez es suficiente,
especialmente en invierno, cuando la niebla local, la famosa nebbia, da a este
lugar una extemporalidad mayor que la del sacro interior de cualquier palacio,
al borrar toda huella, no sólo de reflejos, sino de todo aquello que posea una
forma: edificios, personas, columnatas, puentes, estatuas. Los servicios
fluviales se suspenden, no aterrizan ni despegan aviones durante semanas, las
tiendas están cerradas y el correo deja de amontonarse en los umbrales. El
efecto es similar al que produciría una mano brutal que volviese de dentro a
fuera todas esas series de habitaciones iguales y envolviese la ciudad entera
en un lienzo. La derecha, la izquierda, el arriba y el abajo cambian de lugar,
y no se encuentra un camino si no se es nativo o se cuenta con un cicerone. La
niebla es densa y cegadora, y está inmóvil. Este último aspecto, sin embargo,
es ventajoso si se sale para hacer un recorrido breve, para comprar
cigarrillos, por ejemplo, porque se puede encontrar el camino de regreso
gracias al túnel que el cuerpo practica en la niebla; es probable que
permanezca abierto durante media hora. Es buena época para leer, para pasar
todo el día consumiendo energía eléctrica, para dejarse caer en el café o para
despreciarse, para escuchar el servicio mundial de la BBC, para irse a dormir
temprano. En pocas palabras, una época para olvidarse de uno mismo, inducido
por una ciudad que ha dejado de ser visible. Inconscientemente, uno sigue su
ejemplo, en especial si, como ella, carece de compañía.
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