Era la persona más
importante de la casa. Manejaba la cocina y las llaves de las alacenas. Era necesario complacerla.
Para que fuera feliz, había que darle malas noticias:
esas noticias eran tónicos para su cuerpo, deleites para su espíritu.
–Celestina, hoy, mientras daba a luz, murió de un
ataque al corazón la señora Celina Romero, aquella mujer simpática y bondadosa,
a quien convidó usted con carbonada y niños envueltos. Nadie se ocupará del
hijo, que tiene dos cabezas y una sola oreja.
–¿Y en todo lo demás el niño es normal?
–No. Tiene el talón del pie colocado adelante, los
dedos en el talón, además de las pestañas dentro de los párpados. Hablan de
hacerle una operación.
-¡Qué pavada operar a un recién nacido!
Celestina se incorporaba en la silla, como en el agua
una flor marchita, y revivía.
–Celestina, hay terremotos en Chile; maremotos
también. Ciudades enteras han desaparecido. Los ríos se transforman en
montañas, las montañas en ríos. Se desbordan, se vienen abajo. Predicen el fin
del mundo.
Celestina sonreía misteriosamente. Ella que era tan
pálida, se sonrojaba un poco.
–¿Cuántos muertos? –preguntaba.
–Todavía no se sabe. Muchos han desaparecido.
–¿Podría mostrarme el diario?
Le mostrábamos el diario, con las fotografías de los
desastres. Las guardaba sobre su corazón.
–¡Qué broma! –respondía.
–Celestina, la criminalidad infantil aumenta. Ayer,
mientras el señor Ismael Rébora, que usted conoce, dormía, con la dosis
habitual de somnífero, su nieto, Amílcar, de ocho años de edad, con el cuchillo
que utilizaba para sacar punta a los lápices y a las cañas de bambú, le infirió
varias heridas mortales. El señor Ismael Rébora tuvo tiempo de encender la luz
para ver como le asestaban la cuarta puñalada y comprobar que el autor del
hecho, no sólo era un niño, sino su nieto, amargura que para él duró la
fracción de un segundo, pero no para su familia, que ocultó el asesinato con
éxito, y que tiene que convivir ahora con un pequeño criminal que asesinará con
el tiempo al resto de la familia.
–A lo mejor –respondía Celestina.
Durante horas fue amable, bondadosa, alegre, casi
bonita; tarareaba una canción española, que expresaba claramente su regocijo.
Celestina podía vivir en carne propia las malas
noticias.
–Esta casa está incendiándose –le dijeron un día–. Los
bomberos ya están al pie del edificio, tratando de apagar el incendio. No, no
es una broma. De los grifos, en vez de agua, salen llamas. No podemos
salvarnos, porque la escalera que da al pasillo de la puerta de calle está
ardiendo y la de servicio está obstruida por los tirantes de madera que
cayeron. De cada ventana se asoma el fuego, con sus ojos de anguila eléctrica.
Celestina, reconfortada con la mala noticia, se salvó
del incendio sin una quemadura. Los otros inquilinos de la casa murieron o se
salvaron con quemaduras de tercer grado.
A veces, por increíble que parezca, no hay malas
noticias en los diarios. Es difícil, pero sucede. Entonces, hay que inventar
crímenes, asaltos, muertes sobrenaturales, pestes, movimientos sísmicos,
naufragios, accidentes de aviación o de tren, pero estas invenciones no
satisfacen a Celestina. Mira con cara incrédula a su interlocutor.
Y llegó un día en que tuvimos sólo buenas noticias, y
la imposibilidad de inventar malas noticias.
–¿Qué hacemos? –preguntaron Adela, Gertrudis y Ana.
–¿Buenas noticias? No hay que dárselas –dije, pues me
había encariñado con Celestina.
–Algunas poquitas no le harán daño –dijeron.
–Por pocas que sean, le harán daño –protesté–. Es
capaz de cualquier cosa.
Nos secreteábamos en las puertas. ¡Aquel último
accidente, horrible, que yo le había anunciado, la dejó tan contenta! Fui
personalmente a ver el tren descarrilado, a revisar los vagones en busca de un
mechón de pelo, de un brazo mutilado para describírselo.
Como si hubiera presentido que estábamos preparándole
una emboscada, nos llamó.
–¿Qué hacen? ¿Qué están complotando, niñas?
–Tenemos una buena noticia –dijo Adela, cruelmente.
Celestina palideció, pero creyó que se trataba de una
broma. El sillón de mimbre donde estaba sentada, crujió debajo de su falda
oscura.
–No te creo –dijo–. Sólo hay malas noticias en este
mundo.
–Pues, no, Celestina. Los diarios están llenos de buenas
noticias –dijo Ana, con los ojos brillantes–. De acuerdo con las estadísticas,
se han podido combatir eficazmente las peores enfermedades.
–Son cuentos –musitó Celestina–. ¿Y tú, con esa carita
triste, qué noticia me traes? –me dijo débilmente, con una última esperanza.
–Los crímenes han disminuido notablemente –exclamó
Adela.
–En cuanto a la leucemia, es una historia antigua
–musitó Gertrudis.
–Y yo gané a la lotería –dijo Ana diabólicamente,
sacando un billete del bolsillo.
Esas voces agrias, anunciando noticias alegres, no
auguraban nada bueno. Celestina cayó muerta.