Hoy queme tu carta
A
Edith Negrín
La noche es densa . Sólo hay silencio en la feria ambulante. En un extremo de la barraca el hombre cubierto de sudor fuma, se mira al espejo, ve el humo al fondo del cristal. Se apaga la
luz. El aire parece detenido. El hombre va hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira la tortuga que yace bajo el agua. Piensa en el tiempo que los separa y en los días que se llevó un viento distante.
Adriana y yo vagábamos por la aldea. En una plaza encontramos la feria. Subimos a la rueda de la fortuna, el látigo y las sillas voladoras. Abatí figuras de plomo, enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que predecía
mi porvenir.
Hallamos en esa tarde de domingo un espacio que permitía la dicha; es decir, el momentáneo olvido del pasado y el futuro. Me negué a internarme en la casa de los espejos. Adriana vio a orillas de la feria un barraca aislada y miserable. Cuando nos acercamos el hombre que
estaba a las puertas recitó:
—Pasen, señores. Conozcan a Madreselva, la
infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a
sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva. Escuchen en su
boca la narración de su tragedia.
Entramos. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cara de niña y su cuerpo de tortuga. Adriana y yo sentimos vergüenza de estar allí y disfrutar la humillación del hombre y de una niña que con toda probabilidad era su hija. Terminado el relato, Madreselva nos miró a
través del acuario con la expresión del animal que se desangra bajo los pies
del cazador.
—Es horrible, es infame —dijo Adriana en cuanto salimos de la barraca.
—Cada uno se gana la vida como puede. Hay cosas mucho más infames. Mira, el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario. La ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Es simple como todos los trucos. Si no
me crees, te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me suplicó que la apartara. Al poco tiempo nos separamos. Después nos hemos visto algunas veces pero jamás hablamos del domingo en la feria.
Hay lágrimas en los ojos de la tortuga. El hombre la saca del acuario y la deja en el piso. La tortuga se quita la cabeza de niña. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la toma en sus brazos, la atrae a su pecho, la
besa y llora sobre el caparazón húmedo y duro. Nadie entendería que la quiere
ni la infinita soledad que comparten. Durante unos minutos permanecen unidos en
silencio. Después le pone la cabeza de plástico, la deposita otra vez sobre el limo, ahoga los sollozos, regresa a la puerta y vende otras entradas. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. la tortuga comienza su relato.
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