El dios de mi país
En mi país reina otro dios,
en mi país la culpa de existir nos cuesta el doble,
en mi país vivir no tiene gracia,
no hay perdón ni salida para nadie.
En mi país no hay verdaderos poderosos
ni afortunados ni amados del destino,
nadie cumple su forma entre nosotros,
nadie dibuja con el fino albedrío
entre necesidad y libertad
la bella constelación de sus días.
En mi país castramos al destino
y es el azar el nuncio de nuestro dios
y todo es igualmente llano y triste y vano
y la llanura un cuadrado perfecto
que resuelve el círculo vertiginoso del día
limitado de lisa condenación por los cuatro costados.
En mi país reina otro dios;
nos pasamos los días
escrutando sus caprichosas leyes
para burlarlas,
pero su legislación es flexible y ágil
como nuestra maniobra,
y tal vez determinada
por cada malicioso movimiento de nuestro cálculo.
En mi país de limos y sedimentaciones
se deshace el sentido, se dispersa y derrumba,
porque el dios que en mi tierra reina
ama lo que no permanece,
lo que abdica su ritmo y su designio,
su ciclo y su memoria
y el mínimo deber de ser idéntico.
En mi país reina otro dios que no entendemos,
bajo su mano tramamos una historia incomprensible
y nos complace ocultar nuestro vacío con nuestras faltas,
confundiendo a los países y a los cielos.
En nuestro país reina un dios que nos fustiga,
que tal vez es nuestra culpa,
no nuestro juez sino nuestra verdadera culpa,
la acumulación monumental de aplazamientos desesperanzados,
sombrío dios de nosotros nacido
como una humedad triste de todos nuestros cuerpos,
y como una niebla venal que nos excusa y nos prescinde.
En mi país no somos hijos, ni hermanos, ni padres,
porque el primer parentesco está viciado.
Porque dios no es padre entre nosotros,
no somos huérfanos, sino solos.
Mi patria sin embargo
fue una vez la madre
y por esos días hubo parentescos
y el espacio de las relaciones giraba vivamente
como el sol en los tres patios
de una noble casa agraria.
Y el vacío entre los unos y los otros
era real y nutricio, real y tenso, y tañía.
Y las grandes provincias del odio y del amor
hacían un cuerpo.
Tuvo el valor su vara por entonces
y la vara era sana.
Porque dios
era el trozo original de las materias,
luz del sueño,
fondo del acto,
compás de la danza,
tiempo del paso,
aire del gesto,
medida del jarro,
virtud del alimento,
sonido de la moneda.
Porque dios por entonces era el padre.
Pero ahora el dios que en mi país reina
se funda y se edifica sobre nuestra caída,
enferma la carne del ganado,
destempla el metal de las máquinas,
equivoca las medidas de la labor,
trastrueca las fechas del plazo,
penetra entre el trabajo y la moneda
como una ínfima, temible falta,
y con error finísimo
multiplica las fatigas, las distancias y los plazos;
envenena el corto sueño,
el amor y el engendro.
Y entre palabra y palabra
y entre los mecanismos de la sintaxis
y entre palabra, y cosa y acto,
destila nuestro dios omnipresente caos primero;
y por él la comunicación y el comercio
se confunden y enloquecen
y la circulación de la sangre,
y el tránsito de los vehículos,
y así en la carne como en la calle
el cáncer inexacto y tumultuoso crece.
En mi país hay un dios que no nos ama,
nos malquiere como la sombra al cuerpo,
como engendrado por nosotros a nuestra semejanza,
nos gobierna tal como lo hicimos,
a imagen de nuestra próspera miseria,
de la que se dijo crezca, se multiplique y perpetúe,
hasta que sea purgada la soberbia
de querer comenzar por el discurso
y no cabalmente por las manos,
y no por la amorosa encarnación
del doloroso tiempo,
así como en otras tierras
en que el Logos se hizo carne.
Pero en mi tierra la carne se hizo Logos.
Y es así de injusto, triste y perverso el dios que nos olvida.
1962
Shopping Center
Gastar es delicia miserable, dolorosa y malignamente irreal
como un flotante orgasmo en el ajeno sueño.
En estas submarinas galerías del mito del fasto,
en estas exposiciones de modelos mentales,
alusivos brillos y señales preciosas,
yo podría comprar cualquier cosa hasta cualquier hora
mientras la luz permaneciera inmóvilmente fría
y el aire sin dolor ni memoria
ni olor a muerte ni a vida
y la música durara, funcionara,
suscitándome cielos viscerales, fosforescencia nerviosa,
pululación parásita en el vacío del espíritu.
Vagabundear, flotar, comprando,
responder dócilmente a los llamados,
entregarse culpable, oblicuamente
al poder suasorio de los objetos,
descansa de vivir, absuelve de vivir, desvive un rato.
En esta hora detenida en la plenitud cruel de la mercancía
yo no vivo, yo compro una pausa y un limbo a salvo de la vida,
yo entro gustoso a la mágica operación de la oferta,
a su liturgia abstraída, a su fijeza inexorable,
y a la proclividad de la demanda caigo
como a un vicio anodino, no de la carne sino del alma,
pecado de voluntad y de templanza.
Aquí estoy, gastando sin caridad ni amor
ni necesidad ni alegría
mi temperatura de mamífero viril, mi agresividad festiva,
consumiendo tiempo y sonido, amortiguada melopea,
música refrigerada, el sedante consuelo que segrega el aire
vibrando en los cromados como espacio suntuario,
iluminando de prestigio exacto y falso
lujosos fetiches incapaces de milagro,
la módica teofanía de los tiempos finales
exhibida y detallada en nichos deslumbrados.
Me place esta nueva droga, comprar, gastar, fácil sangría,
tobogán helado, deshielo lunar,
perder por los bolsillos mansos, por las manos laxas,
los muchos, los pesados días,
las canceladas fechas que integran la soldada.
Tras de haber repechado treinta
verdaderos ríspidos días
en contra de sí, de la sangre y de lo justo,
dejarse ir, caer desde la cumbre inútil
con sencillez suicida y aceptación justiciera,
entregándose al gasto, limpiándose del beneficio infame,
deslizándose a la compra por falta de horizonte,
por asfixia de futuro y desesperanza de la libertad.
Gastar, situarse expuesto
en el sitio de tránsito del trueque,
en la articulación del vaivén
entre objetos intocables y personas fantasmales;
repetir, renovar, reiterar un equívoco de la esperanza,
una apetencia ilusoria, un espejismo de las manos,
soñando, sin creerlo, en apresar el aura irreal,
la seducción satánica de la mercancía,
queriendo ansiosos ser
como la encantatoria apelación nos supone,
tal como nylon, metal, cristal, polyester,
nos presumen;
soñando la posesión imposible,
el misterio cálido y vivo de las viejas materias,
la hueca orfandad de madre de las nuevas,
nacidas de la cabeza del hombre
como cálculos precipitados al tiempo;
y el enigma real de la cosa cabal y desnuda
inocente de historia, anterior a marca y etiqueta.
Recorremos el laberinto amable
empobreciéndonos en el momento
en que nos anunciamos y nos confirmamos, comprando,
empequeñeciéndonos en el instante en que asumimos
gesto de crecimiento, de poder y dominio.
Con impudor cómplice y un sabor a impostura, sin embargo,
entramos al clan de los sonrientes dispendiosos,
desesperados abundosos, lujuriosos desdichados,
condenados al irónico sino de la indigencia de sí,
a la desposesión de sí, anónima y melancólica.
Aquí estamos los sonámbulos consumidores,
caminando sobre alfombras de goma,
recorriendo el juego abstracto del poder sin poderosos,
del dinero sin dueño, y del reino sin rey,
donde los amos obedecen y los servidores sobornan,
pero reina el Becerro, la maquinaria insomne,
y toda la mecánica acontece caída del Ser, a los bordes del Ser,
en la enajenada zona del valor violado.
1963
Contratapa de "La lluvia y otros poemas"
En una de sus cartas, Emily Dickinson dejó escrito que publicar no es parte esencial del destino de un poeta. Nunca sabremos si César Mermet conoció ese hoy escandaloso dictamen, pero su vida lo confirma. Prefería soñar, escribir y corregir eternos borradores. He conversado algunas veces con él; no me dijo que era poeta. Sé que era un curioso lector; su memoria estaba poblada de versos. Quizá pensara que publicar es resignarse a un texto definitivo; Félix della Paolera, para compilar este libro, tuvo que descifrar intensos manuscritos que se ramificaban en variaciones.
No diré que fue un gran poeta porque, en este caso, el epíteto disminuye al sustantivo. Diré algo más; diré que fue plenamente un poeta. Su obra, que yo no sospechaba, me ha conmovido; he sentido en ella la presencia de las tierras de Santa Fe y de Mendoza. No se trata, por cierto, de descripciones; se trata de experiencias de la emoción.
Jorge Luis Borges
(Contratapa de La lluvia y otros poemas de César Mermet, Buenos Aires, 1980)