1.
Su aullido persistente alertó al buscador de astronautas. La encontró en un callejón perdido, en cuyo extremo la luna llena se ofrecía más a los viajeros que a los enamorados. Hasta que no estuvo oscuro, Laika no se dejó atrapar. Luego, se entregó a las promesas del hombre. Por primera vez estuvo en brazos de un ser humano; por primera vez, recibió una caricia.
En
el laboratorio del Programa Espacial Soviético le dijeron que viajaría a la
luna. De haber sabido que los hombres eran capaces de mentir, habría igualmente
aceptado, tal era su pasión por aquel medallón de luz blanca. Y aunque se
trataba de hombres de ciencia, que medían, comparaban y evaluaban, libres de
todo sentimiento, fue la pasión de Laika la que los decidió. Otros dos perros
entrenaron tan duramente como ella, pero fueron devueltos a la calle y al
olvido.
2.
El Sputnik 2 fue
lanzado al espacio el 3 de noviembre de 1957. Laika no regresó. Varias
versiones circularon sobre su final. El gobierno soviético aceptó su muerte 6
días después del lanzamiento. El oxígeno disponible en la cabina estaba a punto
de agotarse; practicaron eutanasia a control remoto. Desde luego, nadie, en
Occidente, creyó la versión oficial. En plena guerra fría, los rusos eran los
seres más despiadados del planeta. Hacia el 2002, habían mejorado su imagen.
Tal vez por eso dejaron saber que la perra astronauta murió pocas horas después
del lanzamiento, como producto de un recalentamiento general del cubículo donde
viajaba.
Yo
prefiero imaginar que todavía está orbitando la tierra. Puede que se trate de
una visión ingenua, pero en absoluto edulcorada. Laika fue víctima de engaño.
El destino de la nave no era la luna. Laika fue enviada a una Siberia espacial.
Se sabía que el Sputnik orbitaría en un punto opuesto al de la luna, de modo
que jamás, Kudryavka volvería a ver ese misterioso círculo de plata.
Íntima Laika
Conocí una Laika
con mejor destino. Dos cosas la hicieron memorable. La primera es de orden
íntimo: fue la única mascota familiar de mi infancia. Esta Laika era negra, de
pelo largo, tamaño mediano y una ternura infinita, tal vez producto de la
gratitud; mis tíos la rescataron de una muerte segura en el bajo Belgrano. La
recordaré siempre porque me enseñó lo que un perro puede significar para un
niño. En el barrio, tal vez todavía haya quien la recuerde, pero por otras
razones.
Excursionistas jugaba un partido decisivo para mantener la categoría. El
estadio estaría lleno y nosotros no podíamos faltar. Entró toda la familia
junta, pero enseguida los adultos se acomodaron en los tablones y se olvidaron
de los chicos. El partido comenzó y en la misma medida que el público levantaba
temperatura, nosotros perdíamos atención. Bajamos a la explanada que corría al
lado del alambrado y soltamos a Laika. Le tirábamos una rama que ella nos
devolvía disciplinadamente. En algún momento, el pedazo de madera pasó el
alambrado y entró en el campo de juego. El animal encontró pronto la manera de
entrar y recuperar la pieza perdida, pero no supo desandar el camino y comenzó
a correr en medio de los jugadores. El partido estuvo detenido varios minutos.
Todos corrían detrás de Laika, como si fuera la pelota. Terminado el episodio,
esperábamos una reprimenda, pero recibimos un premio inmerecido. Nuestro equipo
pasaba un mal momento y la interrupción del partido le dio el respiro necesario
para reorganizar sus líneas y finalmente ganar. Todos creyeron que lo habíamos
hecho adrede. Nos ganamos la simpatía de la hinchada. A partir de entonces, se
pudo ver en las tribunas una extraña bandera verde y blanca con la figura de
una perra negra en su centro.