Capitulo 3 Conversaciones con el asesino
Dialogo donde Camilo Canegato le explica al Inspector Baigorri su teoria sobre los sueños
"―Ah, sí. Una mínima intervención
de la voluntad lo convertiría en asesino. La voluntad,
ausente. Usted sabe lo que hace.
El gesto, inconsciente. Como cuando usted, dormido, se espanta una mosca de la
cara o suspira y se da vuelta. Comprendido. Pero a usted le resultaría difícil
probar todo eso.
―¿A mí? ¿Por qué, a mí?
—Porque usted es un hombre de
acción. El que durante la vigilia se dedica a la acción, de noche no sueña. Si
un día usted hace algún trabajo físico intenso, a la noche duerme como un
tronco. De ahí, saque la ley general. Se sueña de noche cuando de día no se
realizan los actos que deberían realizarse. El sueño es la contrapartida de la
acción. El sueño nocturno es como la polución nocturna. El sueño es actividad
transformada, convertida en humo, liberada, desahogada. No, usted soñará poco.
Pero yo sí, yo sí sueño. Mi cerebro es una hornalla de sueños. Y todo, ¿sabe
por qué? Porque de día vivo inhibido, vivo trabado. Porque no tengo carácter,
como dice la señora Milagros.
Desde niño he soñado siempre, he
soñado mucho. De niño soñaba unos sueños absurdos, unas pesadillas que me
hacían despertar de terror, y despierto y todo seguía gimiendo y sollozando en
la cama, hasta que venía mi padre, encendía la luz, y con una sola mirada de
sus ojos me levantaba al día frío y lúcido donde reinaba su cólera. Ya de
grande, los sueños continuaron poblando mis noches. Dormir y soñar es para mí
una misma cosa. Ni una hebra, ni una hilacha de sombra que no esté cargada de
rostros, que no vocifere, que no se transforme en calles, en multitudes, en
grandes edificios, en salones inmensos, en jardines o en selvas. Apenas me
duermo, apenas mi pobre cerebro queda libre, brotan incesantemente los sueños,
uno tras otro, sin una pausa, como si mi cabeza fuese una carroña sepultada en
la tierra y que hiciera nacer gusanos y yerbajos. Y despertar, despertar es
para mí como subir desde el fondo del mar, como elevarme lentamente desde un
abismo oceánico hasta la superficie, como ascender cubierto de líquenes,
chorreando verdores, esponjado de viscosidad. Y no, no, no me despierto del
todo y de golpe. Mi cerebro parece un algodón embebecido, desflecado, que tarda
en hacerse otra vez compacto. Por un rato largo, todavía, los sueños siguen
macerándolo. Digo que estoy despierto, pero sueño. Los sueños continúan
pareciéndome realidad. Los rostros que soñé, las cosas que soñé, están aún
allí, vivos, vivos, y me rodean. No duermo ya, he recobrado la conciencia, mis
nervios tendrían que haberse apoderado ya de mi cerebro, y sin embargo, ¿por
qué, por qué mi cerebro sigue destilando sus sueños, por qué los sueños no se
me borran, por qué se infiltran en mi conciencia y toman el sitio de la
realidad?
»Porque usted podrá soñar la
pesadilla más horripilante, que lo hará sufrir y llorar en el sueño, pero le
basta despertar para que, no sólo el sueño, sino también el horror que le
provocaba el sueño desaparezcan. Despertar es para usted pasar casi
instantáneamente a un mundo claro, fuerte, luminoso, feliz, donde los sueños
son desconocidos, o sólo son como el recuerdo de algo que ya le es ajeno. Pero
para mí no, para mí no. El dolor, o la voluptuosidad, o la tortura de mi sueño
siguen vivos, en mí, siguen presentes, aun después del sueño, y en medio de la
realidad diurna, en medio de la realidad de la vigilia me hallo de pronto con
aquella tortura, con aquella voluptuosidad, con aquel dolor, tan reales como en
el sueño, me los encuentro allí, intactos, como un alga, o una planta negra,
como una medusa que permanece viva, que triunfa de la sequedad y de la luz, que
atraviesa la tierra y el día. Y entonces los dos mundos se entremezclan, en mí,
como dos realidades distintas, distintas, pero igualmente poderosas.
Soñar, vivir, ¿dónde está la diferencia? Yo no
percibo la diferencia. Para mí es todo lo mismo. Soñar una muerte es vivir esa
muerte. Soñar un goce es vivir ese goce. Los sueños deben de imprimir en mi
cerebro tantas impresiones, tantas y tan profundas, que lo cubrirán todo, lo
dejarán todo maculado con sus improntas, y por eso la realidad, después, ya no
encontrará sitio, ya no podrá sino añadir una sobreimpresión que al cerebro le
parecerá un nuevo sueño. Sí, sí. Digo bien, un nuevo sueño. Otro sueño."
Dialogo donde Camilo explica sus razones al mentado inspector Baigorri y las relaciona con la tragedia de Paolo y Francesca inmortalizada por el Dante
—¿Alguna vez ha observado usted a
las gallinas?
—¿A las gallinas? Le confieso que
no. Vivo en un décimo piso, y allí no tengo gallinas.
—Hay a lo mejor en el gallinero
un trozo de comida, pudriéndose en el barro. Ninguna lo recoge. Pero basta que
una empiece a picotearlo, para que todas se lo disputen y corran por el
gallinero quitándose unas a otras el pedazo de bazofia, y hasta son capaces de
pelearse por él y de ensangrentarse las crestas. Sí, señor. Sí, señor. Usted lo
ha adivinado. La fábula de Rosaura tuvo un fin. Quise que una primera mujer
picoteara en mi bazofia, porque yo sabía que en seguida se despertaría el
interés de las demás, y como esa primera mujer no podía ser de carne y hueso,
como una mujer de carne y hueso no aparecía, la inventé. La inventé para
quebrar la ley de la indiferencia.
Ah, sí, señor. Algunos se quejan
del odio. Pero ésos ignoran que la indiferencia es más terrible que el odio.
Porque el odio es como un fuego que quiere destruir, pero quiere destruir a
quien considera alguien. El mismo hecho de que quiera destruirlo le hace al
menos la justicia de reconocerle un valor. Pero la indiferencia no. La
indiferencia es un hielo, un hielo que, mientras lo momifica, le perdona la
vida, se la perdona nada más que para eso, para que usted se sienta momia, se
sepa momia, en el frío y en la oscuridad de un sarcófago. La indiferencia lo
convierte a usted en un cero, en esa nada de la serie aritmética, que no suma,
ni resta, ni multiplica, ni divide, que no agrega ni quita y está fuera de
todas las operaciones. Porque uno preferiría a veces ser un número negativo, que
restase siempre, no importa, pero que, temido u odiado, entrara en los
cálculos.
Ah, sí, señor, sí señor. Yo era
para ellas esa nada, ese cero. No, yo no era para ellas el tío solterón. No,
peor todavía. Yo era el ayo sin sexo y sin instintos, delante del cual podían
hablar de sí mismas y de los hombres como si estuviesen solas. Sí, a mí podían
mostrarme un rostro sin afeites, un rostro de entrecasa, y en mi presencia
podían cruzar despreocupadamente las piernas, porque yo no iba a espiarles el
muslo. Y si hubieran sorprendido en mí una mirada de hombre, se hubiesen
enfurecido terriblemente, como de una inmoralidad, o tal vez se habrían reído a
carcajadas, como de la cosa más comiquísima, como de un bar automático que, al
introducir la moneda, soltase piropos en lugar de sandwiches de jamón y queso.
¿Y por qué? ¿Por qué en mí parecía vil o ridículo lo que en otro era su orgullo
o su fuerza?
Un día las oí hablar de mí,
cuando ya andaban con la curiosidad picada por las cartas de Rosaura. “Camilo
no piensa en esas cosas”, decían. “Camilo no esté hecho para esas cosas”. Pero
yo no pienso en mis uñas, y mis uñas igual crecen. ¿Qué es lo que de mí no
estaba hecho para esas cosas? La arquitectura de mi materia física. Pero de
arquitectura conoce sólo el arquitecto, no el edificio. El edificio no siente
su arquitectura. Siente su piedra, su mármol o su adobe. Y yo me sentía mi
carne y mi sangre. Yo vivía mi carne y mi sangre. Pero unos a otros nos
aprehendemos por la forma y pensamos estúpidamente que la forma es siempre el
signo fiel de la sustancia. ¿Y cuando no lo es? ¿Cuando la forma expresa lo
contrario de lo que es la sustancia? ¿Cuando la forma traiciona a la sustancia?
¿Quién mitiga ese error? El jorobado y el enano que la gente ve pasar a su lado
tal vez sean más infelices que lo que la gente cree, porque la gente cree que
el ser del enano y del jorobado también es enano y jorobado. Y quizá no, quizá
no. Quizá el ser del contrahecho sea el mismo ser del hermoso, pero pretendemos
que el contrahecho viva según su forma. Ahí está la tragedia, porque la forma
no se vive, la forma se percibe, y se percibe desde fuera. Lo que cada uno vive
es su sustancia.
Pero ¿quién convence a Francesca?
Je, je, ¿quién convence a Francesca de que el amor de Giovanni tal vez sea
superior al amor de Paolo? No, no. Para Francesca son los ojos luminosos de
Paolo, es la voz dulce de Paolo, es la belleza de Paolo lo que hace luminoso y
dulce y bello el amor de Paolo. Y es la joroba de Giovanni la que envilece el
amor de Giovanni. Y todos aprobamos el juicio de Francesca. Y toda nuestra
simpatía y nuestro perdón son para Paolo. Cuando Dante lo encuentra con
Francesca en el Infierno, desfallece de piedad por ambos, y quisiera tenderles
una mano y arrebatarlos del fuego que los devora, y todos querríamos lo mismo.
Pero si hallásemos a Giovanni, lo maldeciríamos, llamándolo Caín, o nos
apartaríamos de él con horror y, si pudiéramos, añadiríamos nuevos castigos a
su castigo. Azufre y condenación para el asesino. El último círculo del Infierno
para su figura oprobiosa. Y compasión, compasión para los adúlteros. No, que
Giovanni no espere piedad de nadie. Y de Francesca menos todavía, todavía menos
de Francesca. Su amor, para Francesca, es un ultraje, y su dolor, un escarnio.
Y sin embargo, ¡quién sabe, quién sabe! Tal vez Giovanni amó a Francesca como
no supo amarla Paolo. Tal vez su amor fue más terrible y más sublime, porque
era más desesperado y porque se alzaba por encima de todo, incluso por encima
de su propia vergüenza, y no estaba defendido, como el del hermano, por la
belleza y la correspondencia. Tal vez, en lo alto de su torre, el pobre
Giovanni haya sollozado mucho por Francesca, y cada lágrima suya contuviese más
amor a Francesca que todo el amor de Paolo. Pero,¿quién quiere saber lo que
ocurre en la torre? ¿A quién interesa el corazón de Giovanni? Es su joroba, y
no su corazón la que sale a escena. El que tiene esa joroba, ¿ha de tener
también corazón? No, no, la joroba nos absuelve de considerar el corazón. La
joroba de Giovanni lo obliga a ser sólo la sombra siniestra que espía a los
amantes, mientras ellos, ennoblecidos de belleza, adornados de juventud, juntas
las frentes, entrelazadas las manos, leen el libro de Lanzarote. Su fealdad,
la fealdad de Giovanni, es un telón de fondo, todo negro, todo negro, sin
rostro, sin nombre, sin fisonomía, hecho únicamente para que destaque más puro,
más pálido, más bello el perfil de Paolo y de Francesca.
Y nosotros sólo vemos a Paolo y a
Francesca. Sólo ellos dos tienen corazón, y sólo por ellos dos late nuestro
propio corazón. Los dos son jóvenes y hermosos y, por tanto, poseen todas las
excelsitudes. Que nadie sospeche que Paolo pueda ser un lindo pisaverde, hábil
para el falaz galanteo, pero necio y presumido, ni que Francesca sea una
holgazana sensual. No, no, que nadie cometa ese sacrilegio. Paolo y Francesca
son jóvenes y hermosos. Entonces, basta. Todas las disculpas para ellos, todas
las complicidades, todos los perdones. Una luna a la ventana, vino dulce en una
jarra, perfumes de Bizancio en un pebetero. La alcoba de Francesca a media luz.
Y Paolo en la alcoba de Francesca. ¿Por qué Giovanni no se quedó en su torre?
¿Por qué no se encerró allá arriba, entre sus infolios y sus probetas? ¿Por
qué, él, que era jorobado, quiso también ser hombre, marido, caballero, y
sentir amor, y tener dignidad y honor? Y desciende, desciende de su torre, por
la escalera de piedra, desciende siempre, sin ruido, lentamente, hacia la
alcoba de los amantes. Su boca tiembla, pero es una boca tan horrible la suya,
es un belfo tan repugnante, que su temblor es el temblor del pérfido y del monstruo.
Abajo, en la alcoba de Francesca, también la boca de Paolo tiembla, pero los
labios de Paolo son como dos pétalos de rosa y embriagan a Francesca. La mirada
de Giovanni, mientras desciende, brilla, pero sus ojos son pequeños y miopes, y
enturbian su brillo, y hacen que ese brillo sea un fulgor malvado. En la alcoba
de Francesca, los ojos de Paolo brillan, también, pero los ojos de Paolo son
dos diamantes puros, dos joyas cálidas, y Francesca queda deslumbrada. Giovanni
habla solo, pero sus palabras son torpes, su voz es áspera, y un hilo de baba
le cae de entre los labios. Abajo, Paolo habla a Francesca, y sus palabras
suenan como una música triste, y Francesca cierra los ojos, en un éxtasis.
Hasta que Giovanni llega a la cámara de Francesca y
levanta el puñal. Y mientras Paolo posee a Francesca, Giovanni mata a
Francesca. Cada cual a su juego. Y nosotros al nuestro. Piedad para los
adúlteros y condenación para el asesino.