Hubo una vez un
caballero. Era un científico. Después de su nombre, venían letras. Hablaba cien
idiomas, del iroqués al esperanto. Era autor de varios folletos sobre
matemática astral. Tenía treinta y cinco años, era autoritario y hablaba en voz
baja. Su hobby era jugar al ajedrez en un tablero tridimensional. Su trabajo
era el más dramático entre los eruditos, y el más frenético. Las fuerzas
armadas lo contrataban para descifrar claves, y durante la guerra había hecho
un trabajo brillante, pasando días enteros sin dormir. Los generales se habían
asombrado ante él porque varias veces —decían— había salvado, literalmente, la
guerra, al descifrar las claves maestras del enemigo. Y, en verdad, eso
significaba que había salvado al mundo. Pero en toda su vida no pudo acordarse de
poner los cigarrillos en los ceniceros, así que todo el mobiliario estaba
marcado con pequeñas quemaduras pardas. Su mujer era rubia y menuda y delgada,
y era un ama de casa muy prolija. Él la arrastraba a la desesperación. Él
estaba siempre haciendo desastres en toda la casa, comiendo en el living,
dejando sus medias tiradas por el piso, sus zapatos en el alféizar de la
ventana; y, de vez en cuando, un pucho tirado sin apagar en el cesto de papeles
provocaba llamaradas; pero, afortunadamente, la casa estaba todavía en pie. Lo
que hizo de su mujer una rezongona. Ella le gritaba diez veces al día, hasta
que él ya no lo pudo soportar; no podía ni quería discutir con ella semejantes
tonterías; su mente estaba llena de fórmulas y cifras y extrañas palabras de
idiomas antiguos, y, además, era un caballero. Un día, él la dejó. Hizo sus
valijas y se fue a una casa de campo, ahí cerca, en West Virginia, con un gato
siamés. El gato lo hipnotizaba. Era un
hermoso siamés de cola azul que hablaba mucho; es decir, maullaba, maullaba,
maullaba, maullaba todo el tiempo. El sabio se sentaba en su cama y se quedaba
mirándolo durante horas, mientras el gato jugaba con pelotas de celofán y
saltaba de la cama a la cómoda, después al lavatorio, al piso y luego de vuelta, una y
otra vez, a la cama. De vez en cuando le daba un arañazo al aire. De pronto se
detenía y se dormía. El sabio se sentaba y miraba esa pelota de piel gris
pálido que respiraba tranquilamente, y sus pensamientos divagaban por las
insatisfacciones de su vida. Voltaire había dicho una vez que despreciaba todas
las profesiones que debían su existencia sólo al resentimiento de los hombres.
Y la suya era por cierto una de ellas. Él había perdido todo interés en sus amigos,
y en las mujeres. Encontraba vacía y vulgar a la mayoría de la gente. Algunas
noches hacía la ronda de los bares, como buscando a alguien, sin tan siquiera
el éxito ocasional de emborracharse alguna vez. Los libros lo hacían dormir. Y
finalmente el gato se convirtió en el centro de su vida, su única compañía. Una
noche, mientras estaba sentado mirándolo, creció en él un peculiar deseo. Quiso
comunicarse con él. Decidió hacer algunos experimentos. De modo que tapizó las
paredes de su garaje con mil jaulitas y en cada una de ellas puso un gato. La
mayoría de los gatos los compró, a otros los recogió directamente de la calle,
y algunos hasta los robó a amigos casuales, tan imbuido estaba este hombre de
ciencia de su proyecto. En un magnetófono empezó a recopilar todos los sonidos
gatunos. Grabó sus aullidos de hambre, distinguiendo entre los que querían atún
y los que querían salmón. Algunos querían pulmón, hígado o pájaros. Y todos
estos sonidos los archivó sistemáticamente en su creciente cintoteca. Cuidadosamente,
comparó el grito cuando era amputada una pata delantera derecha, con el grito
lanzado cuando se cortaba una pata delantera izquierda. Registró todos los
sonidos que los gatos hacían al aparearse, pelear, morir y parir. Entonces
abandonó su trabajo gubernamental y comenzó a estudiar ansiosamente los miles
de gritos y ronroneos que había grabado y, después de un tiempo, los sonidos
empezaron a adquirir significado. Después empezó a practicar, imitando sus
registros hasta que dominó el vocabulario básico del idioma. Hacia el final,
ensayó ronronear. Nunca había experimentado con su propio gato. Quería
sorprenderlo. Una noche entró en su departamento, colgó su saco en el placard,
como siempre, se volvió hacia su gato y le dijo: “¡MIAU!”. Así era como los gatos decían, al encontrarse,
“Buenas noches”. Pero el gato no se mostró sorprendido. Contestó:
“Mrrrrouarroau”, que quiere decir: “Ya era hora”. El gato le hizo entender que
lo ayudaría en las más complejas sutilezas del idioma, que estaba bien al tanto
de lodos sus experimentos, y que si el hombre no prestaba atención a sus
lecciones, sería mraur... ¡perdón! Al deslizarse las semanas, el hombre
descubrió, para su continuo asombro, la fantástica inteligencia de su gato
siamés. Poco a poco, aprendió la historia de los gatos. Miles de años atrás,
los gatos tenían una tremenda civilización; tenían un gobierno mundial que
funcionaba perfectamente; tenían naves espaciales y habían investigado el
universo; tenían grandes plantas energéticas que utilizaban una energía que no
era atómica; no necesitaban ni radios ni
televisión, porque usaban una especie de telepatía y algunos otros portentos.
Pero una cosa que los gatos descubrieron fue que la importancia de cualquier
experiencia dependía de la intensidad con la cual era vivida. Se dieron cuenta
de que su civilización se había vuelto demasiado compleja, de modo que
decidieron simplificar sus vidas. Por supuesto, no pretendieron tan sólo
“volver a la naturaleza” —eso habría sido demasiado—, así que crearon una raza
de robots para que los cuidaran. Estos robots eran un progreso, mecánicamente
estaban por encima de cualquier cosa producida por la naturaleza. Un par de sus
más grandes inventos fueron el “pulgar oponible” y la “postura erguida”. No
quisieron molestarse en arreglar los robots cuando se rompían, de modo que les
dieron una inteligencia elemental y la facultad de reproducirse. Por supuesto,
nosotros somos los robots a los que el gato se refería. Y ahora el científico
entendió por qué los gatos habían parecido siempre tan desdeñosos de sus amos.
El gato le explicó que ellos no temían a la muerte; en verdad, vivían vidas
constantemente apasionadas y heroicas, y cuando estaban bien preparados, cuando
les llegaba la hora, daban la bienvenida a la muerte. Pero no querían una
muerte atómica. Y los robots habían desarrollado una mezquina e irracional
actitud hacia los ratones. “Se nos ocurrió que bastaría barrer con la raza,
pero entonces tendríamos que volver a tomarnos el trabajo de crear una nueva”,
dijo el gato (a su manera, por supuesto), “de modo que decidimos intentar algo
que, francamente, muchos gatos pensaron que sería imposible: ¡enseñarle a un
robot cómo hablar el idioma de los gatos, para que pudiera transmitir nuestras
órdenes al mundo!” “Te elegimos a ti”, dijo el gato condescendientemente, acaso
como le hablarían nuestros científicos a un mono al que hubieran enseñado a
hablar, “porque de todos los robots nos pareciste el más promisorio y
receptivo, y la mayor autoridad en tu pequeño terreno”. El gato le dio al
hombre una lista de reglas, que él copió en un pedazo de papel.
Las reglas eran:
NO PATEES A LOS
GATOS.
NADA DE GUERRAS ATÓMICAS.
NADA DE TRAMPAS PARA
RATONES.
MATA A LOS PERROS.
“Si el mundo no
obedece estas reglas, simplemente eliminaremos la raza”, dijo el gato, y
después cerró sus ojos y bostezó y se estiró e inmediatamente se quedó dormido.
“¡Espera un momento! ¡Despiértate! ¡Por favor!”, rogó el hombre, tocando
tímidamente al gato en la frente. “¡Déjame dormir!”, gruñó el gato. “Tienes un
trabajo que hacer. ¡Hazlo!” “Pero yo no puedo llevarle estas reglas a la gente
y decirle que un gato me las dio. ¡Nadie me creería! El gato frunció el ceño y
dijo: “¿Y si te diéramos una pequeña demostración de nuestro poder? Entonces la
gente comprendería que esto no es una broma. En una semana a partir de hoy,
haré que algunos gatos atraviesen Moscú y Washington desparramando un gas que enloquecerá a todos
durante veinticuatro horas. El gas desatará todos sus impulsos destructivos. No
se harán daño entre sí, pero destruirán todo aquello a lo que puedan echar
mano, todos los edificios, puentes, obras públicas, todos los documentos y
hasta todas sus ropas”. Entonces el gato bostezó de nuevo y se volvió a dormir.
El hombre, con la lista de reglas en la mano, salió a la calle para hacer lo
que le habían indicado, pero primero, y apenas si sabía lo que estaba haciendo,
una extraña malicia iluminó sus ojos al pensar en sus vecinos. Abrió las mil
jaulas. Una brisa de octubre lo golpeó en la cara, hojas del color de la llama
crujieron bajo sus pies, el sol poniente enrojeció todo con sus últimos,
espléndidos rayos, los ruidos callejeros invadieron sus oídos como en un sueño,
y una campana tañía patéticamente ante la proximidad de la negra noche de
invierno, o así le pareció a él mientras caminaba, marcado por la tremenda
responsabilidad que le habían conferido, con su mente girando en grandes
círculos, encontrando desesperadamente poesía y hermosura en las grietas de la
acera, en las rayas de las insignias de los barberos, en los fragmentos de
conversaciones de muchachitas que oía al pasar junto a ellas, en los ofensivos
olores de las latas de basura, con la totalidad de la escena ciudadana que
realmente él nunca había advertido antes y por la cual había transitado a
ciegas, con los ojos vueltos hacia adentro, en su trabajo, pero que ahora
tragaba a grandes sorbos con regocijada ansiedad: ¡pero si tan sólo pudiera
escapar! Para escapar de su fantástico deber para con el mundo, se perdía en
todas sus bellezas, pero este nuevo mundo que él veía era visto por otros,
estoy seguro, que se hallaban en situaciones muy distintas, y como es este
extraño mundo que él veía el que estoy tratando de describir, haré un digresión
momentánea: imagínense a un chico en Inglaterra, un par de siglos atrás, que
hubiera robado un pedazo de pan o un pañuelo o una media corona, y a quien
algún juez severo y estúpido hubiera mandado a prisión, para hacerse hombre en
la cárcel, sin conocer nunca la suavidad de una mujer, sin conocer nunca una
comida dada con amor, sin probar nunca una golosina, sin ver nunca un
espectáculo, o cualquiera de nuestros placeres más comunes; al ser liberado,
podemos fácilmente imaginar su asombro, deleite y terror, su gran ansia de
tocar a cuanta chica encuentra, su necesidad de un amor paciente y de
interminables explicaciones (pues él no entendería casi nada de nuestro mundo
libre), y que, al no encontrar una persona con tal paciencia, pronto estaría de
vuelta en la prisión; pero todo eso está fuera de la cuestión, la cuestión es
que el mundo de este científico que escapa de su responsabilidad y el mundo del
muchacho que acaba de ser rudamente vomitado de una cárcel, se verían igual; y
así, para comprender cómo aparecía esta noche de octubre a través de su mareo y
su confusión, imagínense cómo se le aparecería el mundo a una persona después
de terminar una condena tan ridículamente larga y sin sentido.
Las luces empezaron a
titilar a medida que la oscuridad descendía. Un convertible color crema, dentro
del cual cuatro estudiantes secundarios borrachos estaban cantando alegremente
y gritándole profusamente a los transeúntes, de pronto se salió de la calzada,
arrancó la tapa de una toma de agua, arrojó a dos de los muchachos a través de
la vidriera de una joyería, lanzó a otro a veinte pies por el aire, haciéndolo
aterrizar sobre su espalda y encima del pavimento, y dejó al otro, el único
sobreviviente, gimiendo miserablemente con costillas rotas contra el volante;
las llamas brotaron de abajo de esa ruina retorcida que abruptamente se detuvo
sobre el hidrante roto; el agua empapó la parte de atrás del automóvil pero no
tocó la parte delantera en llamas. Una multitud excitada empezó a congregarse
alrededor de la catástrofe y a devorar, hambrienta, el espectáculo. El
científico, que estaba del otro lado de la calle, testigo de todo el accidente,
lo vio como si fuera un accidente en el cine, y continuó su deambular entre
sueños y sin meta; y aferraba en su puño la lista de reglas, aunque ni se daba
cuenta de ello, tan perdido estaba en los hermosos movimientos, luces y ruidos
de la ciudad. Aunque todavía caminaba, su mente volvió a sumergirse en él
mismo, y se preguntó a quién diablos le llevaría esas reglas: no conocía al
Presidente, y cualquier funcionario al que le hablara se le reiría, sin duda.
Reflexionó largamente sobre este problema. Volvió a asomarse al mundo de afuera
y descubrió con sorpresa que estaba frente a su antigua casa. Las luces estaban
prendidas. Desde el día en que se fue, no se había comunicado con su mujer.
Enderezó por el angosto sendero y entró en la casa sin llamar, por hábito, como
lo había hecho siempre. Su mujer tenía el sombrero puesto. “¡Vete de aquí!”, le
gritó. “¡Tengo una cita! ¡No quiero volver a verte nunca!” El científico echó
una mirada a su antigua casa. Todo estaba igual. Hasta los muebles estaban
colocados de la misma manera prolija, nítida. ¡Los muebles! Estos muebles
habían sido los causantes de la separación. Ella amaba más a sus muebles que a
él. Él agarró un florero. Ella amaba este florero más que a él. Él lo tiró
contra la pared. ¡Smash! Su mujer gritó. Enseguida, esta silla antigua que a
ella le gustaba tanto. ¡Smash! Se rompió en tres pedazos. Él tiró la lámpara
por la ventana. ¡Crash! “¡Basta!”, gritó su mujer. “¿Estás loco?” Él fue a la
cocina y tomó un cuchillo, tirando algunos ceniceros en el suelo y derribando
la biblioteca que se le interpuso en el camino, y empezó a destripar las sillas
tapizadas. “¡Basta! ¡Basta!”, gritó su mujer, ahora histérica y sollozante.
Pero el científico apenas si la escuchaba. Estaba desgarrando, rompiendo,
arrancando, destrozando, demoliendo, en verdad, en un frenesí de rabia más
poderoso que las lágrimas de ella, todos los muebles de la casa. Después se
detuvo. Y ella dejó de llorar. Sus ojos se encontraron y cayeron el uno contra
el otro, más enamorados que nunca. La violenta escena de alguna manera los
había cambiado a ambos. Los ojos del hombre estaban claros ahora, y su ceño
había perdido la gravedad. La voz de ella era suave y cálida. Después el hombre
se acordó de los gatos y de lo que iban a hacer. “Vámonos de Washington por un
tiempo. Vámonos en una segunda luna de miel. Agarremos el auto y vámonos al
oeste, a las montañas, alejémonos de todo y de todos. Encontraremos algún lugar salvaje y viviremos
allí. No me hagas preguntas. Haz lo que te digo”. Ella hizo lo que él le decía,
y una hora después estaban saliendo de Washington rumbo al oeste. “¡Querido!”,
le dijo su mujer súbitamente. “¡Vamos a tener que volver!” “¿Por qué?” “¿No
tienes un gato siamés en tu casa de campo? Se morirá de hambre. No puedes
dejarlo encerrado ahí. Y si volvemos, podrás recoger alguna ropa. Parece tonto
comprar ropa nueva cuando todo lo que tenemos que hacer es volver a la casa de
campo”. “¡Mira!”, le dijo su marido, apretando el acelerador, aumentando
perceptiblemente la velocidad del coche. “¡Ese gato puede cuidarse a sí mismo!”
Viajando en etapas, les llevó tres días
y medio llegar al linde de las montañas, donde compraron un rifle, mochilas,
bolsas de dormir, utensilios de cocina y toda la parafernalia que necesitarían
para vivir fuera de la civilización por un tiempo. Empezaron su viaje a pie,
sudando y gruñendo bajo el peso de sus mochilas. Por un par de meses no vieron
a otro ser humano. Pero en una ocasión, mientras caminaban a corta distancia de
su campamento, se encontraron con un gato montés. El gato montés gruñó
amenazadoramente. El hombre había dejado su rifle en el campamento. El gato
montés estaba entre ellos y el campamento. Así que el hombre de ciencia empujó
a su esposa detrás de él y empezó a gruñir y miaurra-miauuuu. Durante varios
minutos hablaron, y luego el gato montés se dio vuelta y escapó. “Querido, ¿qué
estabas haciendo? Parecía como si realmente estuvieras hablando con ese gato
montés”. Y así el hombre le contó toda la historia de cómo había aprendido a
hablar el idioma de los gatos, y que ahora probablemente Washington y Moscú
estarían en ruinas, y pronto toda la raza humana sería destruida. Explicó que
había sido demasiado. La raza humana no valía la pena. Y así, él había resuelto
alejarse de todo y obtener la pequeña felicidad que pudiera de esos pocos días
restantes. “No tengo idea de cómo o cuándo los gatos nos destruirán, pero lo
harán, porque tienen poderes que nunca podríamos imaginar”, y su voz se apagó
con tristeza. Ella lo tomó de la mano y volvieron lentamente a su campamento.
Ahora ella entendía los ojos brillantes de él y esta nueva energía que tenía,
su nueva juventud —su locura se le estaba volviendo aparente ante ella—; y,
encontró raro que, aun así, lo amara más ahora que antes. Un par de semanas más tarde, estaban sentados
junto al fuego de su campamento. La nieve los rodeaba, y mientras el científico
miraba las estrellas en silencio, la mujer tuvo frío y empezó a temblar. Por
fin se puso de pie y empezó a caminar de arriba abajo. “¿Qué día es hoy?” “No
sé”, contestó el hombre, ausente. “Debemos de estar cerca de Navidad”, dijo
ella. El hombre la miró, penetrante, y después se puso pensativo. Pocos minutos
más tarde saltó sobre sus pies y gritó: “¿Qué fue eso? Oí ruidos”. Su mujer
escuchó por un instante y respondió: “Yo no oí nada”. “¡Oye! ¡Ahí está otra
vez! Son como cascos de caballos”. “Pero, querido, yo no oigo nada”. “Bueno,
¡saldré a ver qué es!”, dijo su marido con decisión. Y salió a la oscuridad. Su
mujer lo oyó hablar en voz alta, como con alguien, pero no escuchó otras voces.
Lo llamó: “¡Querido! ¿Quién está ahí? ¿Con quién estás hablando?” Él le
contestó a los gritos: “Nada, está bien. Es Papá Noel, nada más. Los que oímos
eran sus renos”. Su mujer se dijo a sí misma, tristemente: “Para qué le voy a
decir que no hay Papá Noel”. Él volvió
con una planta verde, un cactus que obviamente había arrancado de la nieve, y
con una gran reverencia de viejo estilo se la entregó, diciéndole: “Papá Noel
me dio esto para que yo te lo diera a ti como regalo de Navidad. Se molestó en
venir expresamente hasta acá, a fin de que no te quedaras sin tu regalo”. Ella
tomó la planta en sus manos y se acercó más al fuego. Estas ráfagas de locura
la aterraban, ¿o era que él bromeaba, simplemente? ¿O es que era galante? Lo
miró; él miraba fijamente más allá de las montañas, hacia aquellas estrellas
lejanas. Cuán noble y loco parecía. Pero entonces el terror la tocó nuevamente,
y ella dijo, con bastante timidez: “Sabes, querido, cuando estábamos en casa,
cuando te enfurecías tanto, fuiste muy bueno al no pegarme”. Él la miró un
instante, un poco incómodo, pero guardó silencio y volvió a mirar el horizonte.
“Pero, claro —agregó ella—, no tenía por qué preocuparme. Eres tan caballero”.
Poco después de esto, volvieron a la civilización. Moscú y Washington no
estaban en ruinas. Y, para gran asombro de su mujer, resultó que su marido no
estaba loco: el loco era aquel gato siamés. Descubrieron su cadáver en la casa
de campo: había muerto de hambre. Porque hay un idioma de los gatos, pero todos
los gatos siameses son locos: siempre están hablando de telepatía mental,
poderes cósmicos, tesoros fabulosos, naves espaciales y grandes civilizaciones
del pasado, pero no son más que maullidos; son impotentes: ¡sólo maullidos!
¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! Maullidos..
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