viernes, 29 de agosto de 2025

Parrafo de " La gesta del marrano" de Marcos Aguinis

 



—Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos —señala Francisco.
—Eran paganos —replica el jesuita—: no podían conocer la verdad.
—Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos, de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.
—La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.
—Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?

Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado. Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible.

Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance?

Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura, o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.

Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades —también en sermones— marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.

—Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales —le clava la mirada—, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje —enfatiza—, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come...

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Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo —piensa Francisco— sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno. El silencio, la quietud y la tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:

—Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgarlo. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia —hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción—. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»... ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?

Andrés Hernández junta las manos.
—¡Por favor! —ruega—. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor...

—Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.

A Hernández le saltan las lágrimas.
—¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?

—Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza. Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.

El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.

—¿No está relacionada mi condena a muerte —dice— con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?

—Es absurdo... Por favor, por piedad, por el cielo... —implora el jesuita—. No se cierre a la luz, a la vida.

Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.

Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
—No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano —exclama—. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.

Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen el crucifijo.
—No soy yo —la ironía es triste— quien condena.

—Su testarudez lo condena.

—El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.

Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
—Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?

Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo.

El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil. Con los párpados enrojecidos, el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.

martes, 5 de agosto de 2025

"La intrusa" de Pedro Orgambide

 


Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

sábado, 14 de junio de 2025

Alfonsina Storni ( Capriasca , Suiza 1892-Mar del Plata 1938)​​​​




Tú me quieres alba


Tú me quieres alba,

me quieres de espumas,

me quieres de nácar.

Que sea azucena

sobre todas, casta.

De perfume tenue.

corola cerrada.


Ni un rayo de luna

filtrado me haya.

Ni una margarita

se diga mi hermana.

Tú me quieres nívea,

tú me quieres blanca,

tú me quieres alba.


Tú que hubiste todas

las copas a mano,

de frutos y mieles

los labios morados.

Tú que en el banquete

cubierto de pámpanos

dejaste las carnes

festejando a Baco.

Tú que en los jardines

negros del Engaño

vestido de rojo

corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto

conservas intacto

no sé todavía

por cuáles milagros,

me pretendes blanca

(Dios te lo perdone),

me pretendes casta

(Dios te lo perdone),

¡Me pretendes alba!


Huye hacia los bosques,

vete a la montaña;

límpiate la boca;

vive en las cabañas;

toca con las manos

la tierra mojada;

alimenta el cuerpo

con raíz amarga;

bebe de las rocas;

duerme sobre escarcha;

renueva tejidos

con salitre y agua;

habla con los pájaros

y lévate al alba.

Y cuando las carnes

te sean tornadas,

y cuando hayas puesto

en ellas el alma

que por las alcobas

se quedó enredada,

entonces, buen hombre,

preténdeme blanca,

preténdeme nívea,

preténdeme casta.

 


  

domingo, 20 de abril de 2025

Miniaturas en el sendero poético de Andrés Bohoslavsky

 




Salmo 68.10

En la mitad del salmo 68.10

justo cuando Dios provee al pobre

me acercó su cajita para depositar donaciones.

Puse un billete de veinte mil

me agradeció con una mueca de sorpresa.

En ese instante pensé en el dinero

como un objeto religioso

y mi correcta decisión de continuar su falsificación.

Cuando alcé la vista para irme

el cordero de Dios que perdona

los pecados del mundo

parecía sonreírme.



El laberinto

Encerrado durante años en el laberinto

agotado, explorando una salida

decidí un día detenerme y dejar de buscar.

En el mismo instante, el concepto de encierro

se esfumó de mi mente.

Ahora, los límites del mundo

son los bordes de esta hoja

que me impiden salir


Los ciegos y los lobos disfrazados de corderos

La asociación de ciegos decidió festejar

su aniversario

la sala de festejos desbordaba de no videntes

el plato principal del banquete fue cordero asado

exquisito menú, sostenían los comensales.

Mi tarea de organizador llegaba a su fin

todo había salido como ellos lo soñaron

guardé las pieles en una bolsa, encendí un cigarrillo

y partí


La casa de empeños

Entré de madrugada a la casa de empeños

el boquete que había abierto desde una pared lateral

me dejó junto a las obras de arte más valiosas

tomé todas las que pude y al pasar alcancé a guardar

diamantes y otras joyas preciosas en mis bolsillos.

Al costado de esta sala estaban las almas empeñadas

la mía seguía colgada en la misma percha de siempre

todas parecidas, sin signos de envejecimiento


El malentendido

Frotó la lámpara de los deseos

y pidió los tres que primero vinieron a su mente

antes de que venciera el tiempo que le otorgaron

el tercer deseo, el de la vida tranquila

debe haber sido el problema

nadie sueña ser el guardián del cementerio


Buda en el infierno

Cuando bajamos con Buda al infierno

dejamos nuestras identificaciones, abonamos

la entrada

descendimos en el ascensor hasta el subsuelo

más profundo

recorrimos todos los pisos tomando nota

de las diferentes formas del sufrimiento humano.

Al volver a la superficie

yo aún seguía horrorizado por lo que había visto

para Buda, el más estremecedor era el piso

de los que no pueden sonreír


sábado, 19 de abril de 2025

Microrrelato de Juan Manuel Ramírez: Sísifo

 



A pesar de su fortaleza, nuestro personaje ya sentía cómo la debilidad conquistaba su cuerpo, igual que un río desbordado que inunda los campos colindantes, arrasando cosechas, destruyendo caminos y cubriendo de lodo cuanto encuentra a su paso.
Jamás en su vida había enfrentado una pendiente tan implacable como aquella, una cuesta traicionera que le impedía avanzar mientras intentaba sostener la pesada carga que debía transportar hasta su destino.
Si pudiera pensar con claridad, sin la bruma del agotamiento, o si su naturaleza le hubiese privado del don del raciocinio, acaso recordaría la titánica empresa —más bien un castigo divino— que condenó a Sísifo a empujar su roca una y otra vez por la ladera del inframundo, solo para verla rodar cuesta abajo, obligándolo a recomenzar eternamente.
Pero nuestro personaje no piensa. Y, en realidad, no hay comparación posible. Sísifo luchaba contra una montaña infinita, mientras que él solo debe superar un diminuto montículo: un leve desnivel de tierra y guijarros cubiertos de barro, de no más de quince centímetros de altura.
Porque nuestro héroe no es un hombre castigado por los dioses, sino un humilde escarabajo pelotero, empeñado en llevar hasta su refugio una esfera de excrementos que, para él, es el tesoro más preciado del mundo.


tomado de https://narrativabreve.com/2025/03/microrrelato-de-juan-manuel-ramirez-sisifo.html

domingo, 9 de marzo de 2025

Roque Dalton (San Salvador, 1935-San Salvador 1975)

 


Mi dolor


Conozco perfectamente mi dolor:
viene conmigo disfrazado en la sangre
y se ha construido una risa especial
para que no pregunten por su sombra.

Mi dolor, ah, queridos,
mi dolor, ah, querida,
mi dolor, es capaz de inventaros un pájaro,
un cubo de madera
de esos donde los niños
le adivinan un alma musical al alfabeto,
un rincón entrañable
y tibio como la geografía del vino
o como la piel que me dejó las manos
sin pronunciar el himno de tu ancha desnudez de mar.

Mi dolor tiene cara de rosa,
de primavera personal que ha venido cantando.
Tras ella esconde su violento cuchillo,
su desatado tigre que me rompió las venas desde antes de nacer
y que trazó los días
de lluvia y de ceniza que mantengo.

Amo profundamente mi dolor,
como a un hijo malo.

domingo, 16 de febrero de 2025

Francisco Brines Bañó (Oliva, Valencia,1932 - Gandía, Valencia, 2021)

 




Alocución pagana



¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.

Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o grandes monumentos funerarios,
las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.
O aceptad el vacío que vendrá,
en donde ni siquiera soplará un viento estéril.
Lo que habrá de venir será de todos,
pues no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.