Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó,
nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el
primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más
limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo,
o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir
muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció
sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina.
Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa.
Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios.
Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me
inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de
un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a
poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un
tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con
ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el
Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus
servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe
que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la
insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis
fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella
tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me
perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata,
como quien dice.
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