Huellas hebreas en Cien años de soledad , publicado en Nueva Sion 16/7/2025

 «La literatura es, sobre todo, un intento por leer lo ilegible”. — Sultana Wahnón Bensusan (paráfrasis libre) en El secreto de los Buendía

En el primer episodio comprendí que no había leído Cien años de soledad en mi adolescencia. Los recuerdos son frágiles y engañosos. García Márquez es uno de los autores a los que siempre vuelvo. Daba por sentado que este libro me era familiar. Esperé con ansia la serie de Netflix con la falsa idea de recrear la trama. Es cierto que mis primeras lecturas fueron atolondradas, tal como lo era mi vida en ese entonces. Apenas terminé de ver la primera temporada de la serie, me sumergí en la obra completa, con el agradable plus de que los personajes tenían un rostro definido. No me interesé en buscar diferencias con la versión fílmica. Me preparé para disfrutar de la ágil e inteligente prosa, y vaya que lo logré. A quien no haya leído el libro, le advierto que, a partir de ahora, hay necesarios spoilers. No obstante, ninguno de ellos arruinará el placer de una futura lectura.

No es casual que me llamara la atención algunas referencias al judaísmo. Soy judío desde antes de nacer. Agnóstico y alejado de toda vida comunitaria, pero no por eso menos judío. Me gusta definirme como un judío amateur. Y eso basta para estar atento a las señales de judeofobia. Me asusta todo tipo de fanatismos, más aún los teñidos de odios religiosos, del lado que sea.

Se podrá decir, con razón, que los judíos tendemos a sentirnos víctimas de discriminación. Pero que el único judío explícito de la novela sea el Judío Errante, un antiguo prejuicio antisemita, me hizo ruido. El mito, surgido en la Edad Media, retrata a un judío condenado a vagar hasta el fin de los tiempos por haber rechazado o maltratado a Cristo durante su martirio.

Gabo menciona al Judío Errante casi como una figura mitológica. Pero la escena es significativa: fue ante la muerte de Úrsula Iguarán, la matriarca de la familia Buendía y símbolo de la sensatez en Macondo, cuando aparece el Judío Errante y, según el cura, fue lo que provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras para morir en los dormitorios. Úrsula, la esposa de José Arcadio, era fundadora de Macondo, garantía de la armonía del pueblo y la única que seguía cuerda de los dos.  

Gabriel García Marquez

El padre Antonio Isabel, desde el púlpito, culpa a la presencia del Judío Errante de la muerte de Úrsula. La población persigue al judío y lo mata. Lo acusan de ser la causa del caos.

Necesité varias lecturas para darme cuenta del verdadero objetivo del autor: denunciar   el antisemitismo de la Iglesia como fuerza destructiva. Un mensaje de alerta.

Se sugiere que el pueblo de Macondo, al matar al judío, precipita su propia caída.

En el Talmud hay múltiples referencias que sostienen que las naciones o individuos que persiguen a Israel serán juzgados y castigados. La escena se vuelve alegórica: coincide con el principio del fin.

Más aún: con el tiempo, noté que Melquíades podría ser un judío secreto, un criptojudío.

En el primer capítuloMelquíades llega con una caravana de gitanos y trae inventos extraordinarios, como por ejemplo el imán y la alquimia de los metales, que deslumbran al bueno de José Arcadio Buendía, fundador de Macondo. Melquíades se revela como un ser que regresa de la muerte y deja escritos enigmáticos que anticipan el destino de la familia.

Su nombre evoca a Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, fue quien bendijo a Abraham. Figura enigmática que representa una sabiduría anterior a las religiones organizadas. Melquíades es sabio, viajero, científico, lector de manuscritos. Trae saberes y anuncia destinos, rey y sacerdote a la vez, sin pasado ni descendencia, símbolo del sacerdocio y la espiritualidad.

Además, Melquíades era científico, culto, aventurero y un astuto comerciante. Sin que García Márquez lo afirme explícitamente, es posible leer en Melquíades una figura cercana al sabio talmúdico de la diáspora: viajero, erudito, mercader, lector del destino. Religiosos que eran, al mismo tiempo, prósperos empresarios.

En una de sus visitas, trajo un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como “el último descubrimiento de los judíos de Ámsterdam”, una clara alusión a Spinoza, el filósofo judío excomulgado de Ámsterdam, conocido por su trabajo con lentes y su pensamiento herético. Si bien fue rechazado por sus contemporáneos, Spinoza sigue siendoeternamente judío.

Otra referencia al judaísmo: la relación entre Úrsula y José Arcadio recuerda a ciertas familias judías religiosas, donde las mujeres sostienen el hogar y los negocios mientras los hombres estudian o se entregan a la especulación filosófica. Úrsula, mientras su esposo se extravía en sus delirios alquímicos, funda un próspero negocio: fabrica animalitos de caramelo, que con esfuerzo y constancia se transforman en la principal fuente de ingresos de la familia. Ella garantiza la continuidad económica y moral del hogar, convirtiéndose en el verdadero pilar de Macondo.

Cien años de soledad funciona como parangón bíblico, desde la mítica fundación de Macondo por un patriarca juvenil como José Arcadio Buendía hasta el apocalíptico desenlace con diluvio incluido. La travesía que recuerda el paso por el desierto del bíblico pueblo de Israel, para llegar a una tierra que, paradójicamente nadie les había prometido. El paraíso que el saber trajo consigo se transformó en su condena. Es el final de Macondo, el apocalipsis, donde el viento borra todo vestigio del pueblo.

Estas revelaciones me llevaron a investigar más profundamente. Busqué otros estudiosos que descubrieran estas señales. Con agrado encontré el ensayo El secreto de los Buendía, de Sultana Wahnón Bensusan, catedrática de la Universidad de Granada, nacida en Melilla, ciudad donde cristianos, musulmanes y judíos conviven desde el siglo XIX. Su tesis es reveladora: los Buendía eran judíos secretos, ascendencia portuguesa, obligados a ocultar su fe, incluso en el Nuevo Mundo. Si se revelaba su identidad, eran condenados a muerte.

Eran aventureros y se asimilaron rápidamente a los indígenas. Es la razón por la que no quedan rastros visibles de ellos en la sociedad de hoy.

Los Iguarán, la familia de Úrsula, eran de ascendencia española, pertenecientes a la segunda ola de inmigrantes. Más apegados a las costumbres judías temían la endogamia.

Por eso la mamá de Úrsula no quería el matrimonio con José Arcadio. Tenían terror de que ella sufra una quemadura como su bisabuela y de que sus hijos nazcan con cola. Por tradición, las ramas de los Buendía y de los Iguarán, se habían entrelazado a lo largo de los siglos, justamente como sucedía con los judíos que se casaban entre ellos.

Una nota de color es que Iguarán es el apellido de la familia materna del autor.

Ese conflicto dio origen al éxodo de los jóvenes que, más tarde, fundaron Macondo. En definitiva, el disparador de la historia.

 La amistad instantánea entre Melquíades y José Arcadio Buendía también se puede entender bajo esta idea: ambos compartían un origen hebreo que debían ocultar. Los judíos tenemos experiencia en ocultar información para preservarnos. Sin duda justifica que Melquíades oculte su linaje. Esa fue la primera de mis dudas aclaradas.

La presencia del idioma sánscrito también puede leerse en esta clave. Una lengua elegida para confundir y esconder. Melquíades dice que es su lengua materna. Pero el sánscrito era ya una lengua muerta que nadie hablaba.

 El arameo, en cambio – lengua de los judíos babilónicos – aún se habla en ciertas comunidades. Por lo tanto, Melquíades podría comunicarse mejor en arameo o algunas de sus derivaciones y no en sánscrito.

Hay un párrafo que conviene prestarle atención. Se refiere al: «destino levítico del sánscrito, de la posibilidad científica de ver el futuro transparentado en el tiempo como se ve a contraluz lo escrito en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que no se derrotaran a sí mismas, y de las Centurias de Nostradamus»

  Levítico lleva inmediatamente a la biblia hebrea, no tiene nada que ver con el sánscrito. Y no hablemos de la mención a Nostradamus, de padres judíos asimilados al cristianismo.

Los pergaminos de Melquíades se pueden ver como el equivalente al Libro de la Vida: en ellos está escrito el destino de los Buendía hasta el más mínimo detalle. Solo Aureliano Babilonia, último descendiente legítimo de los Buendíalogra descifrarlos. Pero lo hace tarde: al comprender el final, también lo cumple. El lenguaje, que debía salvar, se vuelve fatal.

En Cien años de soledad, el “tren de la ciénaga” lleva cadáveres. De los trabajadores en huelga que fueron engañados por el ejército que les prometió un acuerdo y, cuando se reunieron, los fusilaron sin contemplaciones.

José Arcadio Segundo, único sobreviviente de la masacre, nacido en la tercera generación y líder de la huelga, vuelve a Macondo, nadie le cree. El gobierno niega los hechos. Los archivos han sido borrados. La historia oficial afirma que no hubo huelga, ni muertos. José Arcadio Segundo se convierte en un testigo silenciado. Luego, en la novela, nadie recuerda a los muertos.

Como ocurrió con los trenes de la Shoá, que recorrieron Europa mientras el mundo, cómplice o indiferente, miraba hacia otro lado. El mundo fingía demencia frente a esos trenes que conducían a una muerte segura.

Cien años de soledad está plagado de referencias bíblicas. Macondo es fundado como un nuevo Edén, tras una travesía que recuerda el Éxodo. Pero, a diferencia de los hebreos, los Buendía no llegan a la Tierra Prometida. Llegan a un lugar que “nadie les había prometido”. La condena de los Buendía no es la dispersión, sino el encierro en un ciclo de repeticiones sin memoria. Como para los judíos de la diáspora, Macondo es un hogar sin garantía de pertenencia.

Durante la peste del insomnio, una extraña epidemia que hacía olvidar el nombre de las cosas y la propia identidadfue la palabra escrita la que salvó a los habitantes.  Aureliano fue quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. Con un hisopo entintado: marcó cada cosa con su nombre.

Como en el Génesis, nombrar es crear. En la ficción la palabra tiene el mismo poder creador y significante que el Verbo bíblico. El Verbo salva, pero también condena.

El diluvio, que no purifica sino estanca, anuncia el fin. Y al final, el viento. Un apocalipsis que borra la historia. Como ocurrió con tantos pueblos.

Por cierto, Macondo nunca existió. O tal vez, como el pueblo judío, fue una comunidad que sobrevive en los textos. Que ha hecho de su tragedia una forma de sabiduría. Reflejada en los pergaminos de Melquíades, en palabras que lo reviven cada vez que alguien las vuelve a leer.

Cien años de soledad no es solo una saga latinoamericana: es también un texto cifrado, donde lo judío —tanto como la historia— aparece escondido, negado y, finalmente, revelado.

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