"Kast absuelto, Sheinbaum marcada: un mapa del odio contemporáneo" publicado por Nueva Sion

 


Kast: La Identidad Absuelta

José Antonio Kast demuestra que hay pasados que son activamente perdonados. Kast declara sin rodeos «soy hijo de un soldado nazi que apoya a Israel», y esa frase le basta para ser recibido como aliado por quienes le otorgan una absolución inmediata. Su elección política, el apoyo al Estado de Israel, actúa como una goma de borrar histórica. La amnistía política borra el linaje de su padre. Su herencia familiar —que en otro contexto sería una sombra— se diluye por completo en la narrativa del presente. Es el ejemplo perfecto del poder de la atribución: basta una declaración conveniente para desactivar la culpa y abrazar un nuevo relato.

Hay, además, un trasfondo histórico que vuelve la escena aún más irónica. Los alemanes de hoy son aliados firmes de Israel, defensores de su existencia y, en muchos casos, de sus políticas. Pero los nazis —los nazis reales, no su caricatura posterior— tuvieron como aliado a Haj Amin al-Husseini, Gran Muftí de Jerusalén, líder palestino de la época y colaborador entusiasta del proyecto antijudío de Hitler. Es un episodio que casi no se menciona, quizá porque incomoda a todos los bandos por igual: si los nazis hubieran vencido en la guerra, no existiría Israel y ningún judío habría quedado con vida en esa tierra. Las consecuencias de haber elegido el bando perdedor perduran en silencio, mientras los relatos de origen se reacomodan según las necesidades del presente.

Sheinbaum: La Identidad Impuesta

En contraste, en México, Claudia Sheinbaum evidencia que hay pasados que son impuestos y no pueden ser negados. Sheinbaum tiene un padre asquenazí y una madre sefardí, ambos ateos. Ella no se identifica como judía, no practica religión alguna y no defiende al Estado de Israel, pero su ateísmo es una continuidad familiar, no una ruptura.

Esa ausencia de fe, que debería ser un territorio neutral, se convierte en un callejón sin salida identitario. Ella no puede «convertirse» a otra religión, porque no cree en ninguna; no puede realizar la maniobra que sí pudo Jean-Marie Lustiger, el arzobispo de París, nacido Aaron Lustiger, quien dejó el judaísmo por el catolicismo y alcanzó las más altas jerarquías de esa Iglesia. Sheinbaum no tiene dónde «entrar» para poder «salir». Su ateísmo le cierra todas las puertas posibles: no profesa el judaísmo, pero tampoco puede perderlo. El judaísmo queda en ella como un resto biográfico imposible de desactivar, una marca que la identidad ya no quiere cargar, pero que la historia se obstina en conservar.

Para ciertos sectores, su apellido basta para convertirla en blanco de un odio que no distingue matices ni biografías. El odio a los judíos no sigue la historia: la interrumpe. Esa interrupción se hizo visible en noviembre de 2025, durante protestas antigubernamentales, cuando manifestantes pintaron muros y exhibieron pancartas con el insulto «puta judía» en edificios como el de la Suprema Corte.

La paradoja de la víctima no válida

En ese marco, resalta la paradoja mayor, la más decepcionante: ni siquiera las organizaciones feministas se dieron por aludidas. La primera presidenta mujer de México recibió un insulto misógino y antisemita sin que ningun colectivo considerara necesario defenderla. Si el insulto hubiera sido «puta indígena», «puta lesbiana» o “puta musulmana”, el repertorio de indignaciones automáticas habría activado comunicados y vigilias.

Pero la voz incómoda de «puta judía» ha quedado, misteriosamente, fuera del manual de defensa. Es la única presidenta capaz de romper el techo de cristal de la política latinoamericana  y, al mismo tiempo, no calificar como víctima válida. El odio llegó por contagio, importado de otros continentes y adaptado al clima local, porque la identidad atribuida anula la identidad elegida.

Conclusión

A Kast se lo absuelve de toda sombra heredada porque adopta la postura esperada; a Sheinbaum se la obliga a representar un judaísmo que no practica. La identidad deja de ser una historia y se convierte en una atribución. No importa lo que alguien es, sino lo que los demás necesitan que sea.

El odio no sigue la cronología: la perfora. Adopta palabras nuevas para repetir funciones antiguas; muta sin abandonar su estructura. Cuando alguien no encaja —cuando no cree, no practica, no defiende, no se identifica—, entonces peor: su mera existencia refuta demasiadas certezas.

Y eso, para el odio, siempre es insoportable.


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