sábado, 26 de septiembre de 2020

La fábula de las abejas, o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública. Bernard de Mandeville,

 


"Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios". Un gran panal, atiborrado de abejas que vivían con lujo y comodidad, más que gozaba fama por sus leyes y numerosos enjambres precoces, estaba considerado el gran vivero de las ciencias y la industria. No hubo abejas mejor gobernadas, ni más veleidad ni menos contento: no eran esclavas de la tiranía ni las regía loca democracia, sino reyes, que no se equivocaban, pues su poder estaba circunscrito por leyes. Estos insectos vivían como hombres, y todos nuestros actos realizaban en pequeño; hacían todo lo que se hace en la ciudad y cuanto corresponde a la espada y a la toga, aunque sus artificios, por ágil ligereza de sus miembros diminutos, escapan a la vista humana. Empero, no tenemos nosotros máquinas, trabajadores, buques, castillos, armas, artesanos, arte, ciencia, taller o instrumento que no tuviesen ellas el equivalente; a los cuales, pues su lenguaje es desconocido, llamaremos igual que a los nuestros. Como franquicia, entre otras cosas, carecían de dados, pero tenían reyes, y éstos tenían guardias; podemos, pues, pensar con verdad que tuviera algún juego, a menos que se pueda exhibir un regimiento de soldados que no practique ninguno. Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal; y esa gran cantidad les permitía medras, empeñados por millones en satisfacerse mutuamente la lujuria y vanidad, y otros millones ocupábanse en destruir sus manufacturas; abastecían a medio mundo, pero tenían más trabajo que trabajadores. Algunos, con mucho almacenado y pocas penas, lanzábanse a negocios de pingües ganancias, y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón, y a todos esos oficios laboriosos en los que miserables voluntariosos sudan cada día agotando su energía y sus brazos para comer.

 

 [A] Mientras otros se abocaban a misterios a los que poca gente envía aprendices, que no requieren más capital que el bronce y pueden levantarse sin un céntimo, como fulleros, parásitos, rufianes, jugadores, rateros, falsificadores, curanderos, agoreros y todos aquellos que, enemigos del trabajo sincero, astutamente se apropian del trabajo del vecino incauto y bonachón.

[B] Bribones llamaban a éstos, mas salvo el mote, los serios e industriosos eran lo mismo: todo oficio y dignidad tiene su tramposo, no existe profesión sin engaño. Los abogados, cuyo arte se basa en crear litigios y discordar los casos, oponíanse a todo lo establecido para que los embaidores tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas, como si fuera ilegal que lo propio sin mediar pleito pudiera disfrutarse. Deliberadamente demoraban las audiencias, para echar mano a los honorarios; y por defender causas malvadas hurgaban y registraban en las leyes como los ladrones las tiendas y las casas, buscando por dónde entrar mejor. Los médicos valoraban la riqueza y la fama más que la salud del paciente marchito o su propia pericia; la mayoría, en lugar de las reglas de su arte, estudiaban graves actitudes pensativas y parsimoniosas, para ganarse el favor del boticario y la lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos cuantos asisten al nacimiento o el funeral, siendo indulgentes con la tribu charlatana y las prescripciones de las comadres, con sonrisa afectada y un amable «¿Qué tal?» para adular a toda la familia, y la peor de todas las maldiciones, aguantar la impertinencia de las enfermeras. De los muchos sacerdotes de Júpiter contratados para conseguir bendiciones de Arriba, algunos eran leídos y elocuentes, pero los había violentos e ignorantes por millares, aunque pasaban el examen todos cuantos podían enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo, por los que eran tan afamados, como los sastres por sisar retazos, o ron los marineros; algunos, entecos y andrajosos, místicamente mendigaban pan, significando una copiosa despensa, aunque literalmente no recibían más; y mientras estos santos ganapanes perecían de hambre, los holgazanes a quienes servían gozaban su comodidad, con todas las gracias de la salud y la abundancia en sus rostros.

 [C] Los soldados, que a batirse eran forzados, sobreviviendo disfrutaban honores, aunque otros, que evitaban la sangrienta pelea, enseñaban los muñones de sus miembros amputados; generales había, valerosos, que enfrentaban el enemigo, y otros recibían sobornos para dejarle huir; los que siempre al fragor se aventuraban perdían, ora una pierna, ora un brazo, hasta que, incapaces de seguir, les dejaban de lado a vivir sólo a media ración, mientras otros que nunca habían entrado en liza se estaban en sus casas gozando doble mesada. Servían a sus reyes, pero con villanía, engañados por su propio ministerio; muchos, esclavos de su propio bienestar, salvábanse robando a la misma corona: tenían pequeñas pensiones y las pasaban en grande, aunque jactándose de su honradez. Retorciendo el Derecho, llamaban estipendios a sus pringosos gajes; y cuando las gentes entendieron su jerga, cambiaron aquel nombre por el de emolumentos, reticentes de llamar a las cosas por su nombre en todo cuanto tuviera que ver con sus ganancias;

 [D] porque no había abeja que no quisiera tener siempre más, no ya de lo que debía, sino de lo que osaba dejar entender

[E] que pagaba por ello; como vuestros jugadores, que aun jugando rectamente, nunca ostentan lo que han ganado ante los perdedores. ¿Quién podrá recordar todas sus supercherías? El propio material que por la calle vendían como basura para abonar la tierra, frecuentemente la veían los compradores abultada con un cuartillo de mortero y piedras inservibles; aunque poco podía quejarse el tramposo que, a su vez, vendía gato por liebre. Y la misma Justicia, célebre por su equidad, aunque ciega, no carecía de tacto; su mano izquierda, que debía sostener la balanza, a menudo la dejaba caer, sobornada con oro; y aunque parecía imparcial tratándose de castigos corporales, fingía seguir su curso regular en los asesinatos y crímenes de sangre; pero a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores, los ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica; creíase, empero, que su espada sólo ponía coto a desesperados y pobres que, delincuentes por necesidad, eran luego colgados en el árbol de los infelices por crímenes que no merecían tal destino, salvo por la seguridad de los grandes y los ricos. Así pues, cada parte estaba llena de vicios, pero todo el conjunto era un Paraíso; adulados en la paz, temidos en la guerra, eran estimados por los extranjeros y disipaban en su vida y riqueza el equilibrio de los demás panales. Tales eran las bendiciones de aquel Estado: sus pecados colaboraban para hacerle grande;

[F] y la virtud, que en la política había aprendido mil astucias, por la feliz influencia de ésta hizo migas con el vicio; y desde entonces

[G] aun el peor de la multitud, algo hacía por el bien común. Así era el arte del Estado, que mantenía el todo, del cual cada parte se quejaba; esto, como en música la armonía, en general hacía concordar las disonancias;

[H] partes directamente opuestas se ayudaban, como si fuera por despecho, y la templanza y la sobriedad servían a la beodez y la gula.

[I] La raíz de los males, la avaricia, vicio maldito, perverso y pernicioso, era esclava de la prodigalidad,

 [K] ese noble pecado;

[L] mientras que el lujo daba trabajo a un millón de pobres

[M] y el odioso orgullo a un millón más;

[N] la misma envidia, y la vanidad, eran ministros de la industria; sus amadas, tontería y vanidad, en el comer, el vestir y el mobiliario, hicieron de ese vicio extraño y ridículo la rueda misma que movía al comercio. sus ropas y sus leyes eran por igual objeto de mutabilidad; porque lo que alguna vez estaba bien, en medio año se convertía en delito; sin embargo, al paso que mudaban sus leyes siempre buscando y corrigiendo imperfecciones, con la inconstancia remediaban faltas que no previó prudencia alguna. Así el vicio nutría al ingenio, el cual, unido al tiempo y la industria, traía consigo las conveniencias de la vida,

 [O] los verdaderos placeres, comodidad, holgura,

[P] en tal medida, que los mismos pobres vivían mejor que antes los ricos, y nada más podría añadirse. 

¡Cuán vana es la felicidad de los mortales! si hubiesen sabido los límites de la bienaventuranza y que aquí abajo, la perfección es más de lo que los dioses pueden otorgar, los murmurantes bichos se habrían contentado con sus ministros y su gobierno; pero, no: a cada malandanza, cual criaturas perdidas sin remedio, maldecían sus políticos, ejércitos y flotas, al grito de «¡Mueran los bribones!», y aunque sabedores de sus propios timos, despiadadamente no les toleraban en los demás. Uno, que obtuvo acopios principescos burlando al amo, al rey y al pobre, osaba gritar: «¡Húndase la tierra por sus muchos pecados!»; y, ¿quién creeréis que fuera el bribón sermoneador? Un guantero que daba borrego por cabritilla. Nada se hacía fuera de lugar ni que interfiriera los negocios públicos; pero todos los tunantes exclamaban descarados: «¡Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez!» Mercurio sonreía ante tal impudicia, a la que otros llamarían falta de sensatez, de vilipendiar siempre lo que les gustaba; pero Júpiter, movido de indignación, al fin airado prometió liberar por completo del fraude al aullante panal; y así lo hizo. Y en ese mismo momento el fraude se aleja, y todos los corazones se colman de honradez; allí ven muy patentes, como en el Árbol de la Ciencia, todos los delitos que se avergüenzan de mirar, y que ahora se confiesan en silencio, ruborizándose de su fealdad, cual niños que quisieran esconder sus yerros y su color traicionara sus pensamientos, imaginando, cuando se les mira, que los demás ven lo que ellos hicieron. Pero. ¡Oh, dioses, qué consternación! ¡Cuán grande y súbito ha sido el cambio! En media hora, en toda la Nación, la carne ha bajado un penique la libra. Yace abatida la máscara de la hipocresía, la del estadista y la del payaso; y algunos, que eran conocidos por atuendos prestados, se veían muy extraños con los propios. Los tribunales quedaron ya aquel día en silencio, porque ya muy a gusto pagaban los deudores, aun lo que sus acreedores habían olvidado, y éstos absolvían a quienes no tenían. Quienes no tenían razón, enmudecieron, cesando enojosos pleitos remendados; con lo cual, nada pudo medrar menos que los abogados en un panal honrado; todos, menos quienes habían ganado lo bastante, con sus cuernos de tinta colgados se largaron. La Justicia ahorcó a algunos y liberó a otros; y, tras enviarlos a la cárcel, no siendo ya más requerida su presencia, con su séquito y pompa se marchó. Abrían el séquito los herreros con cerrojos y rejas, grillos y puertas con planchas de hierro; luego los carceleros, torneros y guardianes; delante de la diosa, a cierta distancia, su fiel ministro principal, don Verdugo, el gran consumador de la Ley, no portaba ya su imaginaria espada, sino sus propias herramientas, el hacha y la cuerda; después, en una nube, el hada encapuchada, La Justicia misma, volando por los aires; en torno de su carro y detrás de él, iban sargentos, corchetes de todas clases, alguaciles de vara, y los oficiales todos que exprimen lágrimas para ganarse la vida. Aunque la medicina vive mientras haya enfermos, nadie recetaba más que las abejas con aptitudes, tan abundantes en todo el panal, que ninguna de ellas necesitaba viajar; dejando de lado vanas controversias, se esforzaban por librar de sufrimientos a sus pacientes, descartando las drogas de países granujas para usar sólo sus propios productos, pues sabían que los dioses no mandan enfermedades a naciones que carecen de remedios. Despertando de su pereza, el clero no pasaba ya su carga a abejas jornaleras, sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios, para hacer sacrificios y ruegos a los dioses. Todos los ineptos, o quienes sabían que sus servicios no eran indispensables, se marcharon; no había ya ocupación para tantos (si los honrados alguna vez los habían necesitado) y sólo algunos quedaron junto al Sumo Sacerdote a quien los demás rendían obediencia; y él mismo, ocupado en tareas piadosas, abandonó sus demás negocios en el Estado. No echaba a los hambrientos de su puerta ni pellizcaba del jornal de los pobres, sino que al famélico alimentaba en su casa, en la que el jornalero encontraba pan abundante y cama y sustento el peregrino.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Las panteras y el templo (1976) de Abelardo Castillo

 


Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.

Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.

Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.

Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradoja esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.

Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara. 




 

lunes, 14 de septiembre de 2020

Antonia Pozzi (Milan 1912 , 1938)

 



 Nostalgia


Hay una ventana entre las nubes:
podrías hundir
en los cúmulos rosas los brazos
y asomarte
de ese lado
al oro.
¿Quién te lo impide?
¿Por qué?
De ese lado está tu madre
–lo sabés–,
tu madre con el rostro tendido
que espera tu rostro.

 Version de Gabriel Caldirola y Macarena Balagué tomada de la revista Hablar de Poesia

 C’è una finestra in mezzo alle nubi:

potresti affondare
nei cumuli rosa le braccia
e affacciarti
di là
nell’oro.
Chi non ti lascia?
Perché?
Di là c’è tua madre
– lo sai –
tua madre col volto proteso
che aspetta il tuo volto


domingo, 13 de septiembre de 2020

Lazaro de Leonidas Andreiev


capitulo uno 

Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres días y tres noches yaciera bajo el misterioso poder de la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no advirtieron sus deudos, al principio, las malignas rarezas que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su nombre. Alborozados con ese claro júbilo de verlo restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin cesar y ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas nuevas. Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron todos de emoción y llamaron a los vecinos para que viesen al milagrosamente resucitado. Y los vecinos acudieron y también se regocijaron; y vinieron también gentes desconocidas de remotas ciudades y aldeas, y con vehementes exclamaciones expresaban su reverencia ante el milagro... Como enjambres de abejas revoloteaban sobre la casa de María y Marta. Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de la grave enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un artista, bajo un fino cristal. En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos y en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa misma cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con tonos rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios mostraba tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se había puesto obeso. El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de algún tiempo amortiguóse también la cianosis de sus manos y su rostro y se igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del todo. Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro. Lo mismo que la cara pareció haber cambiado también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal humor, cobrárale tanto cariño el Maestro. Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno; jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salían Leónidas de sus labios, eran las más sencillas, corrientes e indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue a saber de qué se duele o se alegra su profunda alma. Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por espacio de tres días, señoreara la muerte en las tinieblas vestido con sus nupciales ropas, brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso, vuelto otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos sentábase a la mesa del festín, entre sus amigos y deudos. En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas, encendidas de amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba; y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y azuleante. Tocaba la música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de abejas, bordoneaban... como cigarras estridentes... como pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de María y Marta.


traducido por Rafael Cansinos Assens 

viernes, 11 de septiembre de 2020

Cynthia Ozick (Ciudad de Nueva York, 1928-) extracto de "Un rabino pagano"


 

Dijo el rabino Jacob: «Aquel que camina mientras estudia pero se detiene de repente a comentar “¡Qué precioso es aquel árbol!”, o “¡Qué bello es ese campo en barbecho!”, comete una falta contra sí mismo, según las Escrituras».
                  Del Tratado de los padres

      Cuando supe que Isaac Kornfeld, un hombre devoto y lúcido, se había ahorcado en el parque municipal, metí una ficha en el torniquete del metro y fui a ver el árbol.
       Habíamos sido compañeros de clase en el seminario rabínico. Tanto su padre como el mío eran rabinos, y también amigos, aunque en un sentido muy vago de la palabra: en realidad los unía la rivalidad. Competían en sus demostraciones de benevolencia, en el brillo capcioso de sus disertaciones, en el número de adeptos de cada uno. De los dos, el padre de Isaac era el más afable. A mí me daba miedo mi padre; padecía una afección de laringe, e incluso cuando le pedía a mi madre algo tan trivial como «Trae el té», su voz sonaba astillada, clamorosa y vengativa.
       Ninguno de los dos hombres tenía el menor talante filosófico. Era lo único en que coincidían.
       —La filosofía es una abominación —solía decir el padre de Isaac—. Los griegos eran filósofos, pero no dejaban de ser niños jugando a las muñecas. Incluso Sócrates, que era monoteísta, mandaba dinero al templo para pagar el incienso de su muñeca.
       —La idolatría es la abominación —replicaba Isaac—, no la filosofía.
       —Una cosa lleva a la otra —decía su padre.
       Según mi padre, la filosofía era la causa del ateísmo que me había hecho abandonar el seminario en el segundo año de estudios. La filosofía no era el problema, sino que yo, a diferencia de Isaac, no tenía ningún talento: más adelante sus profesores dijeron que con una imaginación tan prodigiosa como la suya se podía forjar la santidad a partir del fino trazo de una serifa. El día del funeral criticaron al rector de su universidad por comentar que, aunque un suicida no podía recibir sepultura en suelo consagrado, la tierra que cercara a Isaac Kornfeld quedaría consagrada ipso facto. Cabría mencionar que Isaac se colgó pocas semanas antes de cumplir los treinta y seis años, en la cúspide de su renombre; y el rector, claro está, no conocía toda la historia. Juzgaba por la reputación de Isaac, que en ningún otro momento alcanzó mayor relevancia que justo antes de su muerte.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Diario de un cuentenik Autor: Jorge Santkovsky




Pintar la aldea


Perdido en el laberinto de estas calles, intentando descifrar por donde caminar,

para retomar la idea original de volver a mi barrio, atravieso el túnel debajo de las vías

del tren, y cuando estoy a punto de salir, una monja en una bicicleta destartalada, me

consulta por una dirección, un lugar donde comprar un estrafalario objeto para la

construcción de una máquina para generar electricidad.

La miro irse y parece provenir del fondo del túnel, una voz que se mezcla con el sonido

arrollador del tren, y convertida cuando llega a mí, en un susurro o un mantra religioso:

Pinta tu aldea.

La voz desaparece en el mismo instante que termina de pasar el tren.

Eso hace Santkovsky, perseguir la idea de Tolstoi, desde la profundidad de su barrio

del Once, fragmento de una aldea posmoderna, una ciudad-monstruo llamada Buenos

Aires.

Con personajes extraídos de la realidad, que componen una paleta multicolor de crónicas

urbanas, aguafuertes de este tiempo, que asimila al mundo como una gran feria a cielo

abierto.

Astronautas fracasados, inmigrantes ilegales, exorcistas profesionales, fabricantes de

espejos, desfilan por estas páginas. La aldea es diferente y a la vez similar a las de la

antigüedad.

Todo esto, mezclado con dosis de religiosidad agnóstica, una fe que deambula silenciosa

y a flor de piel, empujada por el humor, intenta demostrar que al fin de cuentas, todo

puede ser una broma. Y la religión ( o como quieran llamarlo ) , no tiene que ser algo tan

serio que nos impida sonreír. De todo esto se trata Memorias de un cuentenik también,

de reírnos mientras nos pensamos, arrojados a esta nueva Edad Media.

Cuando logro retornar a mi barrio, en el espejo en venta apoyado sobre la pared,

en la calle Jean Jaures, me mira Chejov y sonríe.

La contratapa de Andrés Bohoslavsky 



1. Intento de advertencia

 

Durante la pandemia pasaron cosas buenas y malas.

Cosas malas a montones, pero entre las cosas buenas tuve

la dicha de escribir este libro. No necesariamente para hablar

del Covid, pero sí cosas de mi experiencia con las personas

con las que tengo tratos comerciales –aunque no creo que

a nadie le sirva para aprender a comprar y vender–, a mí me

divirtió retratar a algunos de mis clientes favoritos.

Este libro está basado en hechos reales. ¿Pero qué cosa

 escrita no lo está? ¿Qué realidad no es producto de la ima-

ginación? Estaba por escribir “la imaginación de dios”,

 pero recordé que soy agnóstico. Entonces, muy prolijo no

es hablar de dios asumiendo que existe. Y soy judío, pero

por suerte me reconozco como judío y agnóstico. Algo que

no todas las religiones aceptan. Ya la ley judía primitiva no

atribuía una importancia tan preponderante a la teología

y, en cambio, enfatizaba más los actos y la conducta. Un

 buen recurso para mantener reunido al rebaño. O la certe-

za de saber que no hay ateos en la trinchera.

 El libro no habla de los cuentenik de principios del si-

glo pasado. Lo declaro en el prólogo, para que nadie lo lea

 sin estar advertido. Ningún vendedor puede decir toda la

verdad de su producto. No digo mentir, pero sí es aceptable

 ocultar ciertas cosas. No lo soy al viejo estilo de andar en bi-

cicleta por los barrios. O como mi abuelo que llevaba los ta-

pados de piel caminando hasta las casas de las señoras de los

 hombres ricos. Los tiempos cambian y la palabra también

 debería ajustarse a representar lo que somos las personas

como yo: buscavidas. Ocurre que la palabra “cuentenik”

me encanta. Pensaba que era una palabra idish, pero resultó

 algo diferente. En el Río de la Plata se lo llamaba “cuénte-

nik” o “cóntenik”, en Brasil, “clientelchik”, en Venezuela,

 “cláper”. Lógicamente cuéntenik deriva de cuenta y clien-

telchik de cliente. A estas confluencias lingüísticas se las

 llama “idishol”. No es idish propiamente dicho.

Algunos de los clientes que retraté en este libro están

contentos de esta discreta inmortalidad literaria. Pero el

maestro del Corán no lo sabe, y no creo que le interese.

 Gorby tampoco, él es de otra dimensión. Alejandro tampo-

co, porque está preso por violencia de género y tiene otras

 urgencias que atender. Carlos sí lo sabe, y está tan orgulloso

que se lo contó a sus hijos.

 Al vendedor de cuadernos no le interesa nada salvo cuán-

tos pletzeles puede comprar al fin del día. Emerson está feliz

 de ayudar a un judío, pero no piensa leerlo porque lee solo lo

que le da su rabino. Además, no tiene tiempo libre entre los

rezos y sus innumerables hijos. Al falso judío no se lo dije,

 pero si se entera le voy a decir la verdad. El astronauta fraca-

sado no pierde tiempo con estas cosas, toda su energía está

 en conquistar el mundo, ya que no pudo con la luna. Daniel

y el vendedor de espejos están del otro lado, no solo ellos,

también varios de los que me conocieron siendo aprendiz de

peletero. El stripper se moriría de risa, pero no veo la gracia

en contárselo. Cariñito solo me mandaría bendiciones. Al

policía patagónico que quiere ser judío no tengo modo de

encontrarlo. La monjita no volvió más, y lo lamento mucho,

me gustaba hablar con ella. El exorcista judío desapareció de

los lugares que sabía frecuentar. Emerson supone que Luis

se convirtió el mismo en un Dybbuk. El Rabino Emerson no

le desea el mal a nadie pero no le gusta la competencia des-

leal. El Rabino Binder no existe, es un personaje que le robé

a Philip Roth, pero no creo que sus herederos se den cuenta.

Pienso para mis adentros que mi mamá estaría contenta

de que escriba un libro con una palabra que suena a idish

 en el título. Ella sabía que algún día haría algo como la gen-

te. Eso dijo cuando representé a Mordejai Anilevich en un

 acto en Macabí, y lo convertí en mi héroe preferido. Hubiera

sido mejor identificarme con Marek Edelman, que fue tambien

muy valiente y sobrevivió para contarlo. Eso opina, al menos, mi

 psicoanalista pero en esa época no teníamos tanta detallada in-

formación. Mi suegra diría que ella siempre supo que un ma-

rido judío era bueno para su hija. La tía Irma diría que su

 sobrina tuvo mucha suerte. Mi mujer me dijo que cómo voy

a contar esas cosas en un libro. Mis hijas están contentas de

poder decir que, al fin, su padre escribe cosas que la gente

puede entender, no solo poesía. Mis nietas todavía no saben

leer, pero algún día sabrán que escribo para que ellas puedan

saber quién soy.

Porque estoy rodeado de mujeres como Tevye el lechero,

será por eso que cuando tarareo la letra de “Si yo fuera rico”

me pongo de buen humor y me dan ganas de bailar como Topol.


If I were a rich man,

Yubby dibby dibby dibby dibby dibby dibby dum...


Editorial Leviatan septiembre 2020


Se puede ver un poco mas e incluso comprar en https://www.amazon.com/dp/B08HMJ81YH

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Antonio Carvajal Milena (Albolote, Granada, 1943)



Vísperas de Granada: canción de la ciudad


Amo a los hombres que una luz futura

nutren con los ardores de su vida

y saben que el presente es la mentida

brasa de una existencia no segura.

 

Los que son faros en la noche oscura

para la nave errada o sacudida;

los que ponen ungüentos en la herida

y dan alivio y paz, si no dan cura.

 

Los que comparten mesa y agonías

y duplican tus gozos y alegrías

y, si te falta fe, te dan certeza.

 

Ellos, que, si has caído, te levantan

y sufren más que tú y que yo y que cantan

la vida por hacer y su belleza.

  (Poemas de Granada, 1991)