viernes, 24 de noviembre de 2023

Yevgueni Yevtushenko ( Nizhneúdinsk, provincia de Irkutsk, 1932​-Tulsa, Oklahoma; 2017)

                                  




                                Intentando Maldecir


Acercándome una vez a la búsqueda de lo eterno
una noche en que mi alma era oscura y confusa
susurré el único rezo que sabía:
“Oh Dios, ten compasión de mí, arrúllame por favor”.

Y Dios nos perdona y nos arrulla
sin embargo un poco desamparado se encoge de hombros
de tanta misericordia que él ha otorgado
a la inmensa ingratitud del ser humano.

Es claro que sus propias criaturas asustan a Dios.
Le ponen cualquier nombre que deseen
Jehová, Buda, Alá.
Él es solo uno y está muy cansado de ser Dios.

Si él pudiera hacerse inmaterial
o estrecharse hasta el tamaño de un ídolo de bolsillo
él tranquilamente se arrancaría y se escondería
en un lugar aislado para no saber de nuestras bocas babeantes.

Pero esconderse no tiene sentido para él
ni menos ser sumiso como un esclavo africano.
Dios siempre necesita creer en Dios
pero en el mundo no hay dioses para Dios.

Y cuando descuidemos nuestras propias obligaciones,
volviendo otra vez a molestarlo con pequeñitas
y podridas peticiones ¿a quién entonces él dirigirá su propio rezo:
“Oh Dios, ten compasión de mí, arrúllame por favor”?

viernes, 10 de noviembre de 2023

" Potro Salvaje" cuento de Horacio Quiroga





Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo de su velocidad. Ver correr aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin regla ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes, y esta era la fuerza de aquel caballo. A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad a vivir de sus carreras. En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible de superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón. Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera. “No importa -se dijo el potro, alegremente-. Iré a ver a un empresario de espectáculos y ganaré, entretanto, lo suficiente para vivir.” De qué había vivido hasta entonces en la ciudad, apenas él podía decirlo. De su propia hambre, seguramente, y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones. Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas. -Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo- si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres. -Sin duda, sin duda… -le respondieron-. Siempre hay algún interesado en estas cosas… No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones… Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte… El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco. -No podemos más… Y, asimismo… El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba en zigzag las pistas trilladas. “No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto, sostenerme.” Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr. Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas, para halago de los espectadores que no comprendían su libertad. Comenzaba el trote como siempre con las narices de fuego y la cola en arco; hacia resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco que comía contento y descansado después del baño. A veces, sin embargo, mientras trituraba su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres. “No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto.” Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre. Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión. -No corre por las sendas, como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo. En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba siempre a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración, la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos. “No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan…” El tiempo pasaba, entretanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele en disputa apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable-, por el solo espectáculo de una carrera. Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate. “En aquel tiempo -se dijo melancólicamente- un solo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mi al más feliz de los seres. Ahora estoy cansado.” En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siempre, y el mismo el espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes el joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para despertar. El triunfante caballo pesaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finalmente con sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces, como él solo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado. Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca-, pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr. Libertad… No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa ni a fondo ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzag que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo siempre creciente de agotarse, llegó el momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espumas por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó. Pero dos hombres, que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras. -Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-; y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer. -No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón. 
 Joven potro: Tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria, y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto

domingo, 29 de octubre de 2023

Panchatantra, Cuento XIX

 


Vivían en un lugar dos amigos llamados Dharmabudhi y Papabudhi. Un día pensó Papabudhi: “Soy un tonto que me dejo dominar por la pobreza. Voy a coger a Dharmabudhi y marcharme con él a otro país.” Al otro día dijo a Dharmabudhi:

—¡Amigo!, cuando seas viejo, ¿qué podrás contar de ti? Sin haber visto extrañas tierras, ¿qué historias podrás contar a tus hijos? Pues se ha dicho:

Quien no ha conocido las diversas lenguas, costumbres y demás cosas de los países extraños recorriendo la superficie de la tierra, no ha recogido el fruto de su nacimiento.

Así, pues:

El hombre no adquiere completamente la ciencia, la riqueza ni el arte si no recorre la Tierra admirando un país después de otro.

Gozoso Dharmabudhi al oír estas palabras, con permiso de sus mayores partió en día favorable y en compañía de aquél hacia un país extranjero. Allí, moviéndose Papabudhi, gracias a la capacidad de Dharmabudhi, adquirió una gran fortuna. Entonces, contentos ya los dos con la abundante riqueza que poseían se volvieron a casa muy impacientes. Pues se ha dicho:

Aquellos que han residido en tierra extraña adquiriendo ciencia, riqueza o arte, cuando vuelven a su casa la distancia de una kroza les parece de cien yojanas.

Pero cuando ya estaban cerca del pueblo, dijo Papabudhi a Dharmabudhi:

—Amigo, no conviene que llevemos a casa todo este dinero, porque nos lo pedirán la familia y los parientes. Ocultémosle bajo tierra, aquí en la espesura del bosque, y tomando sólo un poco, entremos en casa; luego, cuanto tengamos necesidad, nos reuniremos aquí los dos y nos lo llevaremos. Pues se ha dicho:

Nunca el sabio enseñará su riqueza por pequeña que ¿Esta sea; pues a la vista de ella dembia el corazón, aunque sea el de un asceta.

Así, pues:

Como los peces devoran su alimento en el agua, las bestias en la tierra y los pájaros en el aire, así el rico es saqueado en todas partes.

Al oír esto Dharmabudhi, dijo:

—Está bien, amigo, hagámoslo.

Hecho así, se fueron ambos hacia su casa, donde se acomodaron con toda felicidad. Pero otro día, de noche volvió Papabudhi al bosque, cogió todo el dinero, llenó el hoyo y se fue a casa. Luego, a pocos días, fue a verle Dharmabudhi, y le dijo:

—¡Amigo!, como tengo tan numerosa familia, estamos ya sin dinero; vamos, pues, y saquemos de aquel sitio un poco de dinero.

—Amigo- contestó aquél—, hagámoslo así.

Mas cuando llegados al sitio cavaron en él, vieron ambos vacío el depósito. Dándose entonces Papabudhi un golpe en la cabeza, dijo:

—¡Ah, Dharmabudhi!; tú te has llevado el dinero y nadie más; y señal de ello es que has cubierto de nuevo el hoyo. Dame, pues, la mitad-, si no, te denuncio a la justicia.

—¡Ah, criminal! —dijo aquél—; no digas eso, que yo sin ninguna duda soy de conciencia recta, y nunca cometo un acto de ladrón. Y se ha dicho:

Aquel que mira a la mujer de otro como a su madre, las riquezas ajenas como terrones del suelo y a todas las criaturas como a sí mismo, es verdadero sabio.

Disputando los dos llegaron a casa del ministro de la justicia y le enteraron del hecho, acusándose mutuamente. Y como los encargados de la administración de justicia dispusieron que se celebrara un juicio de Dios, cuando se les obligaba a él, dijo entonces

Papabudhi:

—¡Ah!, aquí no se ha cumplido con el procedimiento, pues se ha dicho:

Cuando surge una disputa, lo primero que procede es la prueba documental; a falta de esta, los testigos, y sólo cuando tampoco los haya, aconsejan los prudentes el juicio de Dios.

Y en este pleito son mis testigos las divinidades del bosque. Que se les pregunte, pues; ellas dirán quién de nosotros dos es el justo o el ladrón. Entonces dijeron todos:

—Verdad es lo que acabas de decir. Porque se ha dicho:

Cuando en un pleito se presenta un testigo, aunque este sea un hombre de la última clase, no procede el juicio de Dios. ¡Cuanto menos sí son testigos las divinidades!

Y nosotros tenemos gran curiosidad por ver el fin de este pleito; así que mañana por la mañana habéis de venir con nosotros allí al sitio del bosque. En seguida se fue Papabudhi a casa y dijo a su padre:

—Padre, esta gran cantidad de dinero se la he robado yo a Dharmabudhi, y con una sola palabra tuya quedará en disposición de que la disfrutemos como un maduro fruto. De otro modo desaparecerá junto con mi vida.

—Hijo mío —contestó aquél; di pronto lo que se ha de decir, para que asegure yo esta fortuna.

—Padre —dijo Papabudhi—; hay en esta región un gran Zami en cuyo tronco hay un gran hueco. Te vas y te metes en él enseguida; y mañana por la mañana, cuando yo pronuncie el juramento, di entonces: Dharmabudhi es el ladrón.

Así se hizo; al día siguiente por la mañana tomó un baño Papabudhi, y siguiendo a Dharmabudhi en compañía de los jueces, al llegar junto al Zami, dijo con voz penetrante:

El Sol y la Luna, el Viento y el Fuego, el Cielo,
la Tierra, el Agua, el Corazón y Yama,
el Día y la Noche y los dos Crepúsculos,
y sobre todo Dharma, conocen la conducta del hombre.

—Decid, pues, divinidades del bosque, cuál de nosotros dos es el ladrón.

El padre de Papabudhi, que estaba en el hueco del Zamí, dijo: «Dharmabudhi es el ladrón.» Admirados y con los ojos abiertos quedaron todos los jueces al oír esto; y mientras buscaban mirando en el Código la pena que debían imponer a Dharmabudhi, proporcionada a la suma que había robado, recogió éste buen montón de combustible y cercando con él el tronco del Zami, le prendió fuego. Y encendido el tronco del Zami, salió de él el padre de Papabudhi dando gritos de dolor, con el cuerpo medio quemado y los ojos espantados. Preguntado entonces por todos ellos, contóles todo lo hecho por Papabudhi. En seguida los jueces hicieron colgar a Papabudhi de una rama del Zamí, y dando la enhorabuena de Dharmabudhi, dijeron:

—¡Ah!, bien se ha dicho:

El sabio debe pensar no sólo en el medio, sino también en el remedio.

martes, 12 de septiembre de 2023

Grazyna Chrostowska (Lublin, Polonia, 1921- campo de concentración de Ravensbrück, Alemania, 1942)

 




Piedras

Me gustaba contemplar las piedras,

están desnudas, son simples, como la verdad.
Seres áridos y silenciosos
sin lágrimas, sin amor, sin quejas,
dispersas sobre la vasta, inmensa tierra,
liberadas del deseo, de la esperanza,
libres y tristes
por su inmortalidad.
Libres de todo desencanto,
solas en medio de la nada.
Y eso me dio mucha lástima,
habría llorado entre esas rocas leales
que las brisas hostigan,
las tempestades dejan atrás,
mientras ellas duran,
sin que nadie las domine,
vivían,
y eran el alma del hombre.

versión del francés al castellano, Jonio Gonzalez
Pierres
J'aimais observer des pierres,
Elles sont nues, simples, comme la vérité,
Etres arides et silencieux
Sans larmes,sans amour, sans plainte,
Dispersées sur la vaste terre immense,
Delivrées de desir, liberées d'esperance,
Elles sont libres et semblent attristées
De leur immortalité.
Libres de desenchantement,
Seules au milleu du néant.
Et cela me faisait de la peinr,
J'aurais pleuré parmi ces roches fideles
Que les brises pourchassent,
Le tempetes depassent,
Et elles durent sans casse,
Et qu'au-dessus d'elles il n'y ait personne.
Mais elles vivaient,
Et etaient l'âme de l'homme….

traduccion al frances Nina Iwanska


Kamienie

Lubiłam oglądać kamienie,
Nagie są, proste jak prawda.
Milczące szorstkie istnienia.
Bez łez, miłości – bez skargi...
Rzucone po wielkiej, po szerokiej ziemi...
Wyzbyte pragnień, wolne od nadziei
Stoją niczyje, a smutne...
Od twardej swojej wieczności
Wolne od złudy –
Same pośród nicości.
I było mi czegoś nierozumnie żal,
Że mogłam płakać wśród tych niemych skał,
Że wichry jeno je sieką,
Burze mijają,
A one trwają –
I że nikogo nie ma nad nimi,
Ale one żyły
I były sercem człowieka.

domingo, 27 de agosto de 2023

Historias tardías de Stephen Dixon

 


Esposa en reversa

Su esposa muere, los labios ligeramente separados, un ojo abierto. Él golpea la puerta del dormitorio de su hija menor y le dice: «Sería mejor que vinieras. Parece que mamá está por fallecer». Su esposa entra en coma tres días después de haber vuelto a casa y sigue así durante once días. Hacen una pequeña fiesta al segundo día de su regreso: salmón de Nueva Escocia, chocolates, un risotto que prepara él, queso brie, frutillas, champagne. Un vehículo de traslado médico trae a su esposa a casa. Ella dice: «Ya no quiero más asistencia vital, ni remedios, ni suero, ni comida». Él llama al 911 por cuarta vez en dos años, le dice al operador: «Mi esposa; estoy seguro de que es otra vez neumonía». A su esposa le colocan un tubo traqueal. «¿Cuándo me lo sacarán?», dice ella, y el doctor responde: «¿Para ser honesto? Nunca». «Su esposa tiene un caso muy grave de neumonía», les dice a él y a sus hijas, la primera vez, el médico de cuidados intensivos, «y entre uno y dos por ciento de probabilidades de sobrevivir». Ahora su esposa usa una silla de ruedas. Ahora su esposa usa un carrito a motor. Ahora su esposa usa un andador con rueditas. Ahora su esposa usa un andador. Su esposa tiene que usar bastón. A su esposa le diagnostican esclerosis múltiple. Su esposa tiene problemas para caminar. Su esposa da a luz a su segunda hija. «Esta vez no lloraste», le dice, y él contesta: «Estoy igual de feliz». Su esposa le dice: «Me parece que algo no anda bien con mis ojos». Su esposa da a luz a su hija. El obstetra dice: «Nunca vi a un padre llorar en la sala de partos». El rabino los declara marido y mujer, y justo antes de besarla, él se pone a llorar. «Casémonos», le dice, y ella dice: «Por mí está bien», y él dice: «¿De veras?», y se pone a llorar. «Qué reacción», dice ella, y él: «Estoy tan feliz, tan feliz», y ella lo abraza y le dice: «Yo también». Ella lo llama: «¿Cómo estás? ¿Quieres que nos encontremos y hablemos un poco?». Lo alcanza hasta la entrada de su edificio y le dice: «Esto sencillamente no está funcionando». En su primera cita verdadera van a un restaurante y él le dice: «Si me pongo tan quisquilloso sobre qué comer es porque soy vegetariano, cosa que estaba un poco reacio a decirte, tan pronto», y ella dice: «¿Por qué? No es nada tan peculiar. Solo significa que no vamos a compartir la entrada, excepto las verduras». En una fiesta, conoce a una mujer. Conversan durante largo rato. Ella tiene que dejar la fiesta para asistir a un concierto. Él le pide su número de teléfono. Le dice: «Te llamaré», y ella: «Eso me agradaría». Se despiden en la puerta y él le estrecha la mano. Después de que ella se ha ido, piensa: «Esa mujer va a ser mi esposa».

 


domingo, 16 de julio de 2023

Javier Heraud ( Lima, 1942- Puerto Maldonado 1963)

 



 

Yo no me río de la muerte 

Yo nunca me río
de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de
morir
entre
pájaros y arboles

Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida,
a veces tengo sed y pregunto
diariamente, y como siempre
sucede que no hallo respuestas
sino una carcajada profunda
y negra. Ya lo dije, nunca
suelo reír de la muerte,
pero sí conozco su blanco
rostro, su tétrica vestimenta.

Yo no me río de la muerte.
Sin embargo, conozco su
blanca casa, conozco su
blanca vestimenta, conozco
su humedad y su silencio.

Claro está, la muerte no
me ha visitado todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué
conoces? No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar
ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente
(no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.

 

De El Viaje (1961)


domingo, 9 de julio de 2023