En su última novela, Pablo de Santis
escribe a propósito de un personaje que se ve obligado a decir cierta verdad a
la persona que ama: "dudó, porque toda verdad es una forma de
despedida". Como ese personaje, siento que la terrible crisis argentina es
la hora de decirnos la verdad; que es la
despedida de todo aquello que creímos ser,
engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o la
lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta
despedida, utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra
solidaridad, es nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Quizá porque todo lo que construimos en la
adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir
situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los
primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno
se sentía mirado por un
Dios al que era imposible mentir y
sobornar; pero de inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una
fe en su bondad de padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego
todos los fines de semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y
mendigos, mi amigo Pablo Pérez el
equilibrista me dio una clave:
"¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a los once o doce años, soñé que
despertaba y saltaba de la cama y al abrir la puerta de mi casa sólo encontraba
una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una casilla cerrada que corrí a abrir
y en donde estaba Dios. Estaba encogido y
tembloroso, Dios, con unos ojos enormes que
parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por qué estaba asustado, Dios me dijo
que ya no podía volar. Y desde que me desperté", termina Pablo, "yo
mismo empecé a treparme a los árboles y a aprender este oficio que todavía no
sabía que existiera". De
alguna manera todos nosotros, aun los que
no creemos, sentimos que "Dios está asustado" porque nuestra imagen
del mundo y de la historia, la que justificaba hasta ahora todas nuestras
acciones, nos ha mostrado para siempre sus propios límites, sus incapacidades
de entender y actuar. Sí: hemos asumido que Dios está demasiado asustado para
ayudarnos. Y en el dolor del abandono, sentimos que sólo nos quedan dos
posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir es mirar valientemente aquello con
que todavía contamos, y sobre todo, como aquel chico en los árboles de Mendoza,
disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos queda cuando parecen habernos robado
todo? En principio, aunque suene a lugar común, nos queda la memoria, pero no
ya como mero sitio de homenaje, ni siquiera como utopía realizada y perdida,
ese paraíso de los padres fundadores que nos inmoviliza en veneración y
nostalgia. La lección de los tiempos es, incluso, contraria: no somos una
identidad inmutable, sino los sujetos de una historia de inevitables mutaciones
que debemos tener siempre presente para que el cambio no derive en traición.
Tenemos la memoria, digo, como sitio del
presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs,
resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos
de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas:
así resucita, casi
intacta, la música de una argentina
empeñada en escucharse a sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los
alumnos del Mozarteum a los bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di
Tella a la gota de agua o el silbido de un barco que Leda Valladares perseguía
por la ciudad con un diminuto grabador Geloso: Una Argentina que de pronto
sabemos que sonaba para hoy y para nosotros. En las reuniones, ya cantamos
distinto.
Muchos de mis amigos, escritores y
foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a
escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales,
todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos
saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería,
porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas
o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran
arrebatado nuestro puesto de trabajo. Una
de esas amigas me dice que en los talleres de escritura, por ejemplo, han sido
muy pocas las deserciones: lo que era, hasta diciembre una actividad secundaria
se ha revelado como el último lugar en que un pueblo defiende la posibilidad de
decirse, de imaginarse, de elaborar, contra la alienación, un lenguaje nuevo y
propio.
Por supuesto, no confundo estas formas de
resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo
como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio
de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de
aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió
a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado
una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque
había sido fiel a su deseo, un premio más
cierto y profundo que la felicidad: el premio de la comprensión.
En verdad, escribo estas vivencias y me doy
cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos:
y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que
nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que
nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que
he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del
futuro.
Por eso, contra esa obligación "políticamente
correcta" de estar tristes, me parece urgente contraponer esta evidencia,
obvia desde siempre en todas las militancias, aun -y acaso especialmente- en
las que surgen como respuesta a una de las tragedias más horrendas; esa
evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las asambleas populares o
del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de verdad, abre camino
siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la verdad es belleza y
nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el dolor exige convivir
con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y muerte. La alegría de
crear, la alegría de servir, la alegría de saberse útiles.
Y si no, fíjense en esta última historia
verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal,
recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano
Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el
otro quizá no se atrevía a
admitir: que carecía de combustible
suficiente como para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para
acuatizar. Durante unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas
vacilantes, preguntas que eran excusas para no quedarse en el silencio del mar
y que Ivo respondía con precisión y
solidaridad: no, en esas latitudes no había
tiburones; sí, claro, la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no
representaban peligro alguno.
Creo que el piloto mandó entonces algún
mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que
decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en
lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y
durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio
final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado
durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal
caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su
ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente
habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del
mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.
Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando
sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que
fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me
parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una
ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que repetiremos
siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios nos abandonó,
y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".