Cien años de perdón
Quien nunca
haya robado no me va a entender. Y si alguien no ha robado nunca rosas,
ése jamás va a poder entenderme. Yo,
de pequeña, robaba rosas.
En Recife había innumerables calles, las calles de los ricos, flanqueadas de
palacetes que se alzaban en medio de grandes jardines. Una amiguita y yo
jugábamos mucho a decidir a quién pertenecían los palacetes. «Aquel blanco es
mío». «No, ya te dije que los blancos son míos». «Pero ése no es totalmente
blanco, tiene ventanas verdes». A veces pasábamos largo rato,la cara apretada contra las rejas, mirando.
Empezó así. En uno de los juegos de «aquella casa es mía» nos paramos delante
de una que parecía un pequeño castillo. Al fondo se veía el inmenso huerto de
árboles. Y al frente, en macizos bien ajardinados, estaban plantadas las
flores.
Bien, pero aislada en su macizo había una rosa apenas entreabierta de color
rosa vivo. Me quedé embobada, contemplando con admiración aquella rosa altanera
que ni mujer hecha era todavía. Y entonces sucedió: desde lo más hondo del
corazón yo quise esa rosa para mí. Yo la quería, ah, cómo la quería. Y no había
modo de obtenerla. Si el jardinero hubiese estado por ahí, le habría pedido la rosa, incluso
sabiendo que iba a expulsarnos como se expulsa a los niños traviesos. No había
jardinero a la vista, nadie. Y las ventanas, a causa del sol, estaban con los
postigos cerrados. Era una calle por donde no pasaban tranvías y raramente
aparecía un coche. Entre mi silencio y el silencio de la rosa se hallaba mi
deseo de poseerla como cosa solamente mía. Quería poder agarrarla. Quería
olerla hasta sentir la vista oscura de tanto aturdimiento de perfume.
Entonces no pude más. El plan se formó en mí en un instante, lleno de pasión.
Pero, como buena realizadora que era, razoné fríamente con mi amiguita,
explicándole qué papel le correspondería: vigilar las ventanas de la casa o la
aproximación siempre posible del jardinero, vigilar a los escasos transeúntes
de la calle. Mientras tanto, entreabrí lentamente el portón de rejas un poco
oxidadas, calculando de antemano el leve rechinido. Sólo lo entreabrí lo
bastante para que pudiese pasar mi cuerpo esbelto de niña. Y, de puntillas pero
veloz, avancé por los guijarros que rodeaban los macizos. Cuando llegué a la
rosa había pasado un siglo de corazón palpitante.
Heme por fin delante de ella. Me detengo un instante, con peligro, porque de
cerca es todavía más bella. Finalmente empiezo a partir el tallo, arañándome
los dedos con las espinas y chupándome la sangre de los dedos.
Y de repente… Hela aquí toda en mi mano. La carrera de vuelta también tenía que
ser silenciosa. Por el portón que había dejado entreabierto pasé sosteniendo la
rosa. Y entonces, pálidas las dos, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de
la casa.
¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía.
La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus
pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el
color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo.
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