Abdalá el Adista
Un anciano ermitaño llamado Sergio vivía en el desierto de Arabia,consagrado por entero a la religión y ala alquimia. Acerca de sus creencia sólo cabe decir que eran tan superiores
a las de sus vecinos como para que sellegara a considerar adepto a la secta de los yesidis o adoradores del diablo.Pero los mejor informados le sabían un monje nestoriano, que se había retirado a un paraje tan apartado por diferenciascon sus hermanos, quienes habían tratado de envenenarlo.
La acusación de yesidismo lanzada contra Sergio fue motivo de que cierto joven inquisitivo acudiera a él, deseoso de obtener algún esclarecimiento acerca de la naturaleza de los demonios.
Comprobó, empero, que Sergio no le podía ofrecer ninguna información alrespecto, si bien por el contrario disertaba tan sabia y bellamente sobre cuestiones sagradas que el intelecto de
su discípulo se iluminó y su entusiasmo se enardeció, al punto de que su mayor
anhelo fue partir con el objeto de brindar instrucción a los pueblos ignorantes que lo circundaban:
sarracenos, sabeos, zoroástricos, karmatianos, bafometitas y paulicianos, estos últimos un residuo de los antiguos maniqueos.
—De ningún modo, mi buen muchacho —dijo Sergio—. He renunciado al envío de misioneros en
razón de la difícil prueba que soporté con mi hijo espiritual, el profeta Abdalá.
—¿Cómo? —exclamó el joven—.¿Abdalá el Adista fue discípulo tuyo?
—Tal como lo oyes —respondió Sergio—. Escucha su historia.
«Nunca tuve un seguidor queprometiera en tal medida como Abdalá, ni cuando primeramente lo tuve en calidad de discípulo juzgué que fuera otra cosa que un modelo de sencillez y
de buenas intenciones juveniles. Siempre le consideré hijo mío, título que jamás volví a otorgar. Al igual que tú, se mostraba compasivo con quienes vivían en los alrededores sumidos en las
tinieblas, y ansiaba que le autorizara para salir a disiparlas
» —Hijo mío —le dije—, no te lo impediré, pues ya no eres un niño. Has oído mis palabras sobre el tema de las persecuciones y sabes que personalmente me fue administrado veneno como consecuencia de mi ineptitud para percibir la luz sobrenatural que irradiaba del ombligo
del hermano Gregorio. Estás enterado de que te castigarán con varas y de que te pincharán con aguijadas, de que serás encadenado y hambreado en mazmorras,de que probablemente te saquen los ojos y de que muy posiblemente te quemen con fuego. ¿No es así?
» Estoy preparado para sobrellevar todo —respondió Abdalá, y
me abrazó para despedirse.
» Habían transcurrido varias lunas cuando regresó cubierto de cardenales y
cicatrices, en tanto que sus huesos asomaban a través de la piel.
» —¿Cuál es la causa de estos cardenales y cicatrices —le pregunté—,
y qué significa tanta flacura?
»—Los cardenales y cicatrices —me informó— proceden de los castigos que
me fueron administrados por orden del califa; la flacura se debe a que sus
funcionarios me privaron de comida y bebida en la mazmorra en la que fui encarcelado por voluntad suya.
»—¡Hijo mío! —exclamé—, a los ojos de la fe y de la justa razón estos cardenales son más hermosos que el mayor caudal de belleza, y tu delgadez es como la revelación de un secreto
tesoro.
»Y Abdalá trató de mostrarse como si compartiera mis opiniones, en lo que no fracasó totalmente. En consecuencia, le acomodé conmigo, le alimenté, le curé y por segunda vez le despaché para que se internara en el mundo.
»Al cabo de un tiempo regresó,cubierto, como la vez anterior, de
heridas y magulladuras, pero garboso y un tanto lleno de carnes.
»—¿A qué se debe un aspecto personal tan próspero, hijo mío? —le
interrogué.
»—A la caridad de las esposas del califa —contestó—. Me alimentaron en secreto, pues en premio a esta buena acción le prometí a cada una de ellas que en el otro mundo tendrán siete
maridos.
»—¿Y tú cómo lo sabes, hijo mío? —inquirí.
»—Si he de confesar la verdad, padre —admitió—, no lo sabía; pero
supuse que resultaba probable.
»—¡Hijo mío! ¡Por favor! —le recriminé—. Sigues un camino
peligroso. ¡Cómo te atreves a seducir a las gentes débiles e ignorantes con
promesas de lo que han de recibir en la vida futura, de la que sabes tan poco
como ellas! ¿Acaso ignoras que las inestimables bendiciones de la fe son de
una naturaleza íntima y espiritual ?¿Alguna vez me has oído prometer a un
discípulo recompensas por su esclarecimiento o sus buenas obras a
excepción de azotes, hambre e incineración?
»—Nunca, padre —reconoció—; por lo mismo sólo has conseguido un
seguidor de tus preceptos, y éste los ha transgredido.
»Se alejó de mí, tras una permanencia más breve que la anterior, y nuevamente partió a predicar. Después de mucho tiempo regresó en óptima salud física, pero con manifiestos
indicios de que algo se agitaba en su mente.
»—Padre —me dijo—, tu hijo ha predicado con fidelidad y dedicación y
logró que miles de personas volvieran a la senda justa. Pero un hechicero se
interpuso diciendo: «¿Por qué habréis de seguir a Abdalá, si tal como podéis
observar no exhala fuego por la boca ni por los orificios de la nariz?» Y la gente
prestó oídos a las palabras que provenían de los labios de ese hombre cuando observó que de su nariz irrumpía una llamarada. A menos que me enseñes a hacer algo similar, con toda certeza
pereceré.
»Le advertí a Abdalá que era mejor perecer en nombre de la verdad que
prolongar la vida con ayuda de mentiras y engaños. Pero lloró y se lamentó de
sus extremadas penurias, y por fin logró persuadirme, de modo que le enseñé a
exhalar fuego y humo por medio de una nuez hueca que contenía material
combustible. Y tomé cierta sustancia llamada jabón, casi desconocida en esta
comarca, y con ella le ungí los pies. Y cuando se encontró con el hechicero,
ambos exhalaron fuego, por lo cual la gente no sabía a quién seguir; pero
Abdalá caminó sobre nueve rejas de arado al rojo vivo, en tanto que el
hechicero no se animó a aproximarse ni a una sola, de modo que los presentes
procedieron a despedazar la cabeza de éste y se declararon discípulos de
Abdalá.
»Mucho tiempo transcurría hasta que Abdalá viniese a verme otra vez, en esta
ocasión con un aspecto jovial pero algoinquieto. Traía consigo una manta de
pelo de camello que al desplegarse, ¡oh sorpresa!, exhibía una multitud de
huesos.
»—¡Venerado padre! —declaró—, tengo que comunicarte felices noticias.
Hemos encontrado los huesos del camello que perteneció al profeta Ad,
sobre los que él grabó sus revelaciones.
»—Si es como tú dices —repliqué —, tienes a tu disposición las
enseñanzas del profeta y ya no necesitas de las mías.
»—No te apresures, padre —me recomendó—. Si bien el mensaje fue
inicialmente grabado por el profeta sin lugar a dudas en estos mismos huesos,
en razón del deterioro que ocasiona el tiempo ha sucedido que ni una letra de
su escritura puede ser distinguida. Por lotanto, he venido para rogarte que
vuelvas a escribir sus revelaciones.
»—¿Cómo? —exclamé—. ¿Me pides que fragüe los vaticinios del
profeta Ad? ¡Sal de mi vista!
»—Bien sabes, padre —prosiguió —, que si tuviéramos aquí las palabras
originales del profeta Ad, de nada nos servirían, pues a causa de su antigüedad
nadie llegaría a entenderlas. En consecuencia, ya que no sé escribir, es
conveniente que tú procedas a afirmar en su nombre aquello que habría deseado comunicar si hubiese estado hoy día en nuestra compañía. Pero si no te sientes dispuesto a ello, le rogaré al
hermano Gregorio que lo haga.
»Cuando le oí decir que iba a recurrir a tal embustero e impostor, mi
espíritu se conturbó hasta lo más hondo y escribí con mi propia mano el Libro
de Ad. Puse atención en registrar únicamente preceptos sanos y provechosos y de manera especial
prohibí la poligamia, ya que había percibido en mi discípulo cierta inclinación en tal sentido.
»Al cabo de muchos días regresó nuevamente, esta vez en un manifiesto
estado de terror y agitación. Además, observé que el pelo le faltaba en la parte
inferior del rostro.
»—¡Oh, Abdalá! —requerí—, ¿dónde se halla tu barba?
»—En manos de mi novena esposa.
»—¡Apóstata! —le recriminé—, ¿has osado tomar más de una esposa?
¿Olvidaste lo que está escrito en el Libro de Ad?
»—¡Padre mío bienamado! — contestó—, puesto que la profecía de Ad
es tan antigua, como tú bien lo sabes,necesariamente exigía un comentario. Esta labor estuvo a cargo de uno de mis discípulos, un joven sirio al que sospecho hijo natural de Gregorio. El muchacho no sólo sabe escribir sino que, además, registra al dictado cuanto le digo, destreza de la que tú careces,
¡oh, Sergio! En esta glosa se declara que, en virtud de que cada mujer tiene la novena parte del alma de un hombre, el profeta, al ordenar a los Adistas (como ahora nos llamamos) que tomen una sola
esposa, nos autorizó en verdad a tomar nueve; pero reconozco que sería abominable contraer nupcias por décima vez. Por lo tanto, al haberme enamorado de la más encantadora y juvenil de las
vírgenes, me veo en estos momentos en la necesidad de repudiar a una de lasesposas que había tomado. En consecuencia, cada una de ellas piensaque su turno puede llegar pronto, siacaso no en la presente ocasión, yninguna está dispuesta a consentir mipropósito en modo alguno. Este motivo
las ha impelido a maltratarme, tal comopuedes comprobar, al punto de que lasguaridas en que se refugian las bestias salvajes son en la actualidad remansos de paz en comparación con mi serrallo.
Peor aún es el hecho de que me amenazan con hacer pública una circunstancia de la que infortunadamente se han enterado, pues llegaron a saber que la revelación del bienaventurado Ad
no está escrita en absoluto en la osamenta de un camello, sino en huesos de vaca. Si ello se difunde, el texto sagrado será por consiguiente calificado de espurio, por cuanto ninguna tradición
registra que el profeta haya cabalgado en tal cuadrúpedo. Y puesto que tú,amantísimo padre, has grabado los caracteres, no puedo menos que acongojarme con el temor de que la furia
de la gente llegue a alcanzarte y de que inclusive tu vida misma quede amenazada.
»Estos razonamientos de Abdalá tuvieron mucho peso en mi ánimo y contoda premura consentí a su petición, ya que en esta ocasión no requeriría de mí ninguna impostura, sino el mero
restablecimiento de su paz doméstica. Le acompañé, pues, a ver a sus mujeresy discurrí con ellas, por lo que convinieron en aceptar mi dictamen. Enel deseo de complacerle, aconsejé que se casara con la hermosa virgen y que se desprendiera de una de sus esposas, queera vieja, fea y dotada del humor de
Shaitan .
»—¡Oh, padre! —exclamó Abdalá —. ¡Me has rescatado de la muerte y me has devuelto la vida! Y tú, Zarah — prosiguió—, no perderás nada, sino que saldrás notablemente beneficiada
contrayendo nupcias con el sabio y virtuoso Sergio.
»—¡Casarme con Zarah! —grité—. ¡Yo, un monje!
»—Ciertamente, ¿piensas privarla de un marido —declaró mi discípulo—,
sin que puedas ofrecerle otro en su lugar?
»—Si se atreve a hacer tal cosa, loestrangulo —vociferó Zarah.
»Lloré con amargura y rogué encarecidamente. Se convino en que
hubiera una postergación de cuarenta días, en cuyo transcurso, si alguien se
mostraba dispuesto a casarse con Zarah, se me acordaría el derecho de librarme
de ella. Prometí dar cuanto tenía a quienquiera que estuviese de acuerdo en
reemplazarme, pero nadie aceptó el ofrecimiento. La mujer fue presentada a trece delincuentes condenados a la pena capital, pero todos eligieron la muerte. En definitiva, no tuve más remedio que
casarme con ella. En verdad, ahora me consuela pensar que, si bien soy culpable por haber alentado los engaños de Abdalá o por cualquier otro motivo, mis pecados han sido purgados y nada
puede imputarme la Justicia Eterna, pues decididamente estuve confinado en Gehena hasta que ella misma fue conducida a ese lugar. Con respecto a la manera en que esto sucedió, no hagas
indagaciones demasiado minuciosas. Sin duda, el hecho de que las aguas en la fuente de Kefayat, llamada el Diamante del Desierto, se hubieran tornado en aquella ocasión impotables y
perniciosas para los seres humanos y para las bestias parece una prueba de que el cielo se había encolerizado con las atrocidades cometidas por esta mujer.
»Mientras me hallaba en mi morada administrando los bienes de mi finada
esposa, que en su mayoría consistían en vinos y licores fuertes, Abdalá vino a
verme una vez más.
»—¿Te has acercado —comencé—para requerirme que me haga cómplice
de alguna nueva impostura? Ten presente de manera definitiva que no lo consentiré.
»—Todo lo contrario —respondió —. He venido hasta aquí para tranquilizarte, demostrándote que ya no volveré a necesitar de tu auxilio. Acompáñame.
»Y lo acompañé hasta una gran llanura, donde había multitud de jinetes e infantes armados, en número mayor que el que pude contar. Y llevaban pendones en los que el nombre de
Abdalá estaba bordado en letras de oro. Y en medio había un arca de oro, con los
huesos del camello (o de la vaca) de Ad. Y junto a ésta había un enorme montón de cabezas de hombres, y los guerreros continuaban arrojando más y más en la pila, sin cesar.
»—¿Cuántas? —preguntó Abdalá.
»—Doce mil, bienaventurado Apóstol de dios —le respondieron—;
pero hay más que todavía deben llegar.
»—Eres un monstruo —reconvine a Abdalá.
»—De ningún modo, padre —me contestó—; en conjunto no superan las dieciséis mil, y todas ellas pertenecen a infieles. Además, hemos perdonado a aquellas mujeres que son bellas y
jóvenes y las hemos tomado como nuestras concubinas, según lo dispone el undécimo suplemento del Libro de Ad, recién promulgado por autoridad mía. Pero ven conmigo, pues tengo otras
cosas que mostrarte.
»Y me llevó hasta el sitio en el que una estaca se hundía en la tierra, y a ella estaba encadenado un hombre, mientras en torno de éste se amontonaba material combustible, y muchos aguardaban con antorchas encendidas en sus manos.
»—¡Oh, Abdalá! —exclamé—, ¿por qué una atrocidad semejante?
»—Este hombre —replicó— es un blasfemo, que ha dicho que el Libro de
Ad está escrito en huesos de vaca.
»—¡Pero, en efecto, está escrito en huesos de vaca! —grité.
»—Aunque así sea —declaró—, ello hace que su herejía resulte más condenable y que su castigo tenga características más ejemplares. Si la profecía estuviese ciertamente escrita en
huesos de camellos, cada cual podría afirmar lo que le viniese en gana.
»Sacudí el polvo de mis pies y me apresuré a regresar a mi morada. Las restantes acciones de Abdalá las conoces, y cómo cayó en su contienda con los karmatianos. Y ahora te pregunto: ¿aún tienes la intención de partir en calidad de misionero de la verdad?
»—¡Bienaventurado Sergio! —dijo el joven—, advierto que las tentaciones son mayores de lo que suponía y que las dificultades exceden en mucho cuantoimaginé. No obstante, lo haré y confío en la gracia del cielo para que me ayude a no fracasar totalmente. —¡Ve, entonces —respondió Sergio
—, y que las bendiciones del cielo te acompañen! Retorna al cabo de diez años, si acaso todavía estoy vivo por entonces; y si puedes declarar que no has fraguado escrituras sagradas, y no
has obrado milagros, y no has perseguido infieles, y no has adulado a potentados y no has sobornado a nadie con promesas de este mundo o del otro, en tal caso prometo que te daré enrecompensa la piedra filosofal.