En agosto de 1885 un hombre de traje negro, al que le faltaba la mano derecha, se presentó en mi casa. En la izquierda llevaba un maletín de cuero. Dijo llamarse Virgil Spatia; era un representante del despacho de abogados Miller & Benson, de Baltimore, y tenía el penoso deber de notificarme que mi tío, Joseph Moran, había muerto. El hombre esperaba alguna muestra de congoja por mi parte, pero mi tío era un extraño para mí, y la muerte, más que alejarlo, lo trajo bruscamente a la actualidad. Pregunté, para disimular mi falta de zozobra, si aquel despacho siempre se había ocupado de los asuntos de mi tío. Spatia dirigió su brazo derecho a una taza de té que acababa de servirle, como si de pronto hubiera olvidado la pérdida de su mano, y respondió que él no sabía nada de eso porque no era un empleado, solo ocasionalmente hacía encargos para esos abogados. Y agregó:
-Trabajo para una agencia de malas
noticias; por una suma módica, decimos lo que nadie más quiere decir. Nos
presentamos provistos de sales contra desmayos, frases oportunas y pañuelos
perfumados.
Yo no necesitaba ninguna de esas cosas.
Antes de marcharse, Spatia sacó de su maletín de cuero una carta en la que los
abogados me notificaban que era el dueño de la casa de Moran, en Baltimore.
-Esa no es una mala noticia -dije.
-Es que usted todavía no ha visto la casa
-dijo Spatia, a modo de despedida.
Nadie recuerda hoy el nombre de Joseph
Moran, pero en la década de los cincuenta tuvo cierta fama como retratista de
sociedad; en las grandes mansiones de Baltimore nunca faltaba un retrato de la
señora de la casa, debidamente rejuvenecida y embellecida por el pincel de
Moran. A veces les hacía el favor a sus modelos de crear sobre la tela un
efecto de neblina. Esa misma neblina se corresponde muy bien a los recuerdos
que tengo de mi tío: como siempre detestó a los niños, solo una vez se acercó a
mí, y fue para preguntarme dónde estaba mi madre, que era su hermana. Señalé
alguna parte de la casa y eso fue todo.
Moran había heredado una
pequeña fortuna de su esposa, muerta a la edad de treinta años, pero la había
gastado por su manía de coleccionista. En una época fueron las estampas
japonesas, en otra las espadas medievales, y por último los barcos en botellas.
Su casa, mientras tanto, había desarrollado su propia colección de caños rotos,
paredes descascaradas y pisos devorados por insectos. Convertir esa casa en un
lugar decente podía costar una fortuna. Yo esperaba que la casa solucionara
sola sus propios problemas, y que las colecciones inútiles pagaran los caños
rotos y la mampostería deshecha. Pero esperaba algo más: quería encontrar, bajo
las 324 cajas (las conté) con papeles de mi tío, el original de La carta robada, de Edgar Allan Poe.
Poe,
agradecido por anticipado, le regaló el original del cuento. Mi tío siempre se
jactó, en las pocas comidas familiares a las que asistió, de la posesión de ese
manuscrito.
Mi tío era un hombre con
fama de fabulador; empezó, como tantos mentirosos, a cometer por interés
algunas pequeñas faltas a la verdad, y terminó por ignorar desinteresadamente
la diferencia entre realidad y fantasía. Era muy difícil adivinar qué había de
cierto en el catálogo de sus hechos, pero algo estaba fuera de toda duda: en su
juventud había conocido a Edgar Poe. En 1844 el escritor se había mudado con su
esposa a Nueva York. Mi tío vivía entonces en la ciudad y lo conoció a través
de la familia Brenan, que le había alquilado la casa al poeta. La gente que
tiene la fortuna de no ser artista procura que los artistas se conozcan entre
sí, como si alguna vez, en la larga historia de la literatura, de la pintura y
de la música, algún artista hubiera mostrado algún genuino interés por otro.
Luego de algún recelo inicial, Poe y Moran comenzaron a reunirse por las tardes
para conversar sobre su tema favorito: ellos mismos. Moran aprovechaba estos
momentos para trazar algunos bocetos de un retrato al óleo de Poe. En ese
momento estaba escribiendo La carta robada, y
Moran se había propuesto que el cuadro lo mostrase trabajando en la corrección
final del cuento. Cuando estaba por terminar el cuadro, que representaba a Poe
sentado en un sillón de alto respaldo, sosteniendo las cuartillas con la mano
izquierda, Moran le prometió hacer una réplica para él; Poe, agradecido por
anticipado, le regaló el original del cuento. Mi tío siempre se jactó, en las
pocas comidas familiares a las que asistió, de la posesión de ese manuscrito.
Durante meses recorrí
cada centímetro de la casa buscando esos papeles. Yo había escrito La tragedia de Edgar Poe, un pequeño tratado que había
pasado inadvertido incluso entre los especialistas en el autor. Las tesis del
libro eran audaces, su justificación, sólida: no encuentro otro motivo para
este vacío que las maquinaciones de Rufus Griswold, implacable albacea de Poe,
a quien Baudelaire tuvo el buen tino de calificar de vampiro. Yo contaba con
que el hallazgo de un original me permitiera cotejar las distintas versiones
que existían del cuento. Confiaba en que un artículo contundente rescataría mi
libro de su injusto olvido.
La tarea de reconstruir
la casa fue comiéndose las laboriosas colecciones de mi tío: un rematador
diligente me liberó de estampas japonesas y de esas herrumbrosas espadas que,
mal fijadas en las paredes, a menudo se venían abajo y terminaban clavadas en
el piso. Dejé para el final la pintura de Poe, que pasó a integrar una
exposición de grandes retratos que se llamó Hombres representativos y
recorrió el país. Con lo que saqué por la pintura me pagué un viaje a París y
una larga estadía en el Hotel de Marte. El hotel no estaba mejor que mi casa,
pero cuánto mejor es ver un techo que gotea o que se cae sabiendo que no es
deber nuestro pagar a los albañiles. Lo bueno de viajar es que, fuera de casa,
podemos contemplar todo derrumbe con el corazón tranquilo.
La distancia es un instrumento de la
verdad; al volver y estar de nuevo solo en la gran casa, cuyos trabajos
parecían no avanzar nunca, comprendí la verdad de la historia. Fue de noche: no
podía dormir y, para distraerme, tomé el cuento y lo leí como si no lo hubiera
leído nunca. A veces la literatura nos muestra cómo asuntos que parecen lejanos
son los nuestros. El cuento no hablaba de una carta perdida o de un
investigador ocioso y sagaz: hablaba de mí, de la gran casa vacía, de mi
búsqueda insensata. El cuento había estado a la vista de todos todo el tiempo y
solo yo, por milagro, había descubierto el secreto.
El cuadro se exhibía entonces en la
alcaldía de Richmond; allí entré una noche. Solo, en la oscuridad, armado con
una linterna, fui al encuentro del original perdido. Había llegado a la
conclusión de que la pintura ocultaba el cuento verdadero: lo que se veía en la
pintura, aprisionado en el barniz, era el papel real. Apenas llegué a hacer un
tajo en la superficie: de inmediato tres hombres cayeron sobre mí, como si
salieran de los grandes retratos. Pero no eran hombres representativos, sino
guardias: olían a tabaco y brandy y me golpearon con la alegría que la gente
baja encuentra en la violencia inmotivada.
Hoy el retrato se exhibe en el museo Edgar
Allan Poe de Richmond. He intentado acercarme pero, a pesar de mis variados
disfraces, siempre he sido descubierto. Además, nunca dejan sola la pintura.
Los visitantes que conocen la historia tratan de descubrir si realmente hay un
papel allí debajo, o si es solo un efecto de la luz. La pintura, debo decir, ha
envejecido, y Poe parece un muñeco de cera: los colores se han vuelto opresivos
y odiosos. El tajo, en cambio, es nítido, y al cabo de tantos años ha hecho
suyo el secreto del arte: no cesa de prometer algo que nunca termina de
mostrar.