Un capitulo de la historia literaria
Poco después de que se comenzaran a fabricar máquinas
de escribir literatura y de que éstas se hicieran funcionar a fondo, se
comprobó que los críticos desaparecerían de un día para el otro. El fenómeno
tenía una causa inmediata, fácil de detectar: el oficio de crítico literario se
había vuelto prácticamente imposible. Nadie podía llegar a leer aunque fuese
una pequeña parte de los libros que aparecían. Según cálculos aproximativos (la
historia de ese momento fue reconstruida mucho más tarde y los datos concretos
eran imprecisos, debido a que se los tomó de fuentes indirectas), para componer
una poesía una máquina empleaba menos de dos segundos. Una novela de
trescientas páginas necesitaba dieciocho minutos. El tiempo exigido por una
obra de teatro, sin embargo, ascendía de modo misterioso a casi una hora. Las
máquinas trabajaban sin interrupción durante unos noventa días, luego era
necesaria una pausa para la corrección. Fue así como sólo en Lima aparecían más
de 101,2 volúmenes por año, y las ganancias de los monopolios editores
aumentaban vertiginosamente. Los primeros que renunciaron a su visión fueron
los historiadores literarios. Sin los medios de examinar la mayor parte de los
libros aparecidos, el objeto de semejante trabajo se convirtió en un absurdo.
Fuesen cuales fueren sus esfuerzos, no alcanzaban a leer ni el 0,0001% de la
producción literaria. Pronto les llegó el turno de deponer las armas a los
críticos de los periódicos. Aunque hubiesen renunciado deliberadamente a la
ambición de elegir según su importancia los libros aparecidos (no podía saberse
de ningún modo si entre los incontables volúmenes sin leer no se habían dejado
de lado obras fundamentales), había una dificultad de orden mayor que se había
vuelto insuperable. Al ejecutar rigurosamente el tipo de obra para las que
habían sido programadas, las máquinas excluían toda objeción crítica. Se le
pedía al comentarista que examinara ante todo la medida en que la intención
artística se había logrado. Ahora bien, las máquinas no se apartaban una coma
de su programa y, de hecho, sólo creaban obras maestras, lo que hacía
inútil ab initio toda valoración. Incluso para los gustos más
extravagantes, todo había sido previsto en el cálculo estadístico inicial: en
consecuencia, no había sorpresa posible.
Pero como la desmovilización de la crítica amenazaba con quitarle a la vida
literaria su estímulo esencial, cada vez se elevaban más voces que exigían un
programa que incluyera cierta cantidad de errores, de modo tal que las obras
maestras pudiesen destacarse en comparación. Una vez colmados estos deseos,
advirtieron que el círculo vicioso no se dejaba de romper. Las máquinas
concebidas para escribir libros fallidos cumplían también esta tarea sin la
menor falla. Los textos que producían eran de una mediocridad y una estupidez
perfectas, cargándose así, automáticamente, de un valor estético inestimable,
es decir, de una “expresividad involuntaria”, según una frase que se hizo
clásica. Fue entonces cuando uno de los filósofos más célebres de la época
formuló la tesis según la cual la crítica estaba destinada a desaparecer, dado
que la máquina sólo podía crear cosas perfectas en relación a los fines que se
proponía. La demostración de la misma era bastante confusa y terminaba por caer
en brumas metafísicas, pero aún así la conclusión se imponía con fuerza para la
vía intuitiva y pronto ganó una adhesión casi unánime. El último crítico murió
una hermosa mañana de mayo luego de una apoplejía, en su biblioteca,
literalmente enterrado bajo un montón de libros (había leído, sin interrupción,
a una velocidad de tres páginas por hora, durante cuarenta y seis horas
corridas).
Sin embargo, una literatura carente de comentario crítico era inconcebible. Fue
el momento en que se juzgó necesario construir máquinas de evaluar libros. Pero
los constructores chocaron desde un principio con una gran dificultad. ¿Qué
programa darles?. Como es natural, se trataba en primer lugar de resolver el
problema de una información elemental. Los críticos-máquinas tenían que
recorrer toda la producción de los escritores-máquina y clasificarla por
géneros, especies, temas, personajes, fórmulas artísticas, empezando por
publicar boletines de resúmenes para orientación de los lectores. Los cerebros
electrónicos encargados de está operación pronto fueron construidos y puestos
en marcha. Conectados con las máquinas de escribir literatura, lograron en poco
tiempo examinar de modo sistemático la producción literaria. Sin embargo los
resultados se revelaron irrisorios, ya que los boletines eran inutilizables. Su
volumen aumentó hasta tal punto que nadie lograba desbrozarlos. Hubieran sido
necesarias otras máquinas para leer todas estas listas y para someterlas a una
nueva selección. ¿Pero basada en que criterios?. Después de prolongados
debates, se regresó a la crítica de exégesis. Los constructores de máquinas
tuvieron problemas enormes para suministrar los programas de estos nuevos tipos
de máquinas. Los sistemas críticos empleados practicados en la época del
artesanado literario (como había sido bautizado el período en que los libros
eran escritos por seres humanos) conducían, consecuentemente, a efectos
imprevistos. La crítica existencial, bajo forma electrónica, tropezaba con la
paradoja de la literatura producida por máquinas. ¿Constituía ésta el documento
de una existencia?. Sí y no, porque las obras que este tipo de crítica se
disponía a discutir expresaban realmente una experiencia vivida (en los
programas entraban tantas posibilidades que los resultados eran auténticamente
imprevisibles y repetían tal cual el pulso inefable de la existencia), mientras
que las máquinas seguían siendo enormes masas de filamentos, palancas y
redecillas que, mediante la simple presión de un botón, quedaban inertes por
completo. La crítica psicoanalítica suscitó, como siempre, el escándalo, tanto
más cuanto que llevaba sus deducciones al inconsciente de los constructores, o
sea, al de los gerentes de las distintas empresas industriales que proveían los
cerebros electrónicos destinados a producir obras literarias. Los diarios de la
época registraron incluso ciertos procesos resonantes: el dirigente de un grupo
financiero importante se vio acusado de inclinaciones incestuosas, presentes en
la Antígona número doce mil seiscientos catorce que había
concebido una máquina construida por una empresa subordinada a su banco. El
acusado afirmaba no conocer ni siquiera la obra inicial, pero el argumento
tropezó con fuertes objeciones teóricas.
Durante un tiempo, la programación con base teórica de
las máquinas gozó de cierto éxito. Se las comparó con los seres humanos de
otros tiempos, a quienes el constructor-dios les insuflaba el don de la
creación. Pero la iglesia protestó y la analogía fue considerada demoníaca. El
único sistema que se mostró más fructífero regresó a la antigua idea del acto
crítico como refundición abreviada de la creación en sus elementos esenciales,
indicando en ella las virtualidades no explotadas por el autor. La obra
literaria tenía que ser por lo tanto para el exegeta un estimulante espiritual
que solicitaba de él infinitas hipótesis poéticas nuevas. En consecuencia, las
máquinas de criticar empezaron a extrapolar las intenciones artísticas. De una
novela, extraían varios miles… De una poesía… ciclos enteros. De una obra de
teatro… millones de variantes superiores. La producción literaria conoció una
eclosión sin precedentes. Todo el mundo parecía contento, pero, apenas unos
años más tarde, se advirtió que las máquinas-escritores daban indicios de
nerviosismo. Como a propósito, aparecían efectos disonantes en los finales de
las obras. Se reveló incluso una enfermedad de “autoanulación” o, como la
llamaron algunos historiadores, de “suicidio estético”. A partir de cierto
momento, la novela, la obra de teatro o el poema evolucionaron simétricamente
en sentido opuesto, con igual perfección, de modo que el resultado era una
anulación integral de los efectos artísticos inciales.
También se comprobó que prácticamente ya no aparecían obras críticas nuevas,
porque las máquinas encargadas de escribirlas también producían novelas,
cuentos, poesías y obras de teatro. Mientras, las agencias de publicidad, que
no lograban intercalar en los periódicos ni siquiera una reseña, se veían
amenazas por la quiebra. Fue entonces cuando alguien tuvo una idea revolucionaria,
que resolvió definitivamente el problema. Los dos tipos de máquinas fueron
conectados en circuito cerrado. Los cerebros electrónicos de escritores y de
críticos se veían obligados así a consumir recíprocamente su producción: los
primeros se pusieron a emitir frenéticamente juicios sobre las obras producidas
por los segundos. El resultado fue una inversión pasmosa. Si los
críticos-máquinas habían revelado vocaciones secretas de escritores, los
escritores-máquinas dejaron ver pasiones inconfesadas por la crítica. Pero como
todo se desarrollaba, gracias a la idea que mencionamos, en un círculo cerrado,
las personas siguieron ocupándose tranquilamente de sus asuntos.