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sábado, 14 de mayo de 2022

Ovid S. Crohmălniceanu ( 1921, Galați, Rumania 2000, Berlin)




 Un capitulo de la historia literaria

Poco después de que se comenzaran a fabricar máquinas de escribir literatura y de que éstas se hicieran funcionar a fondo, se comprobó que los críticos desaparecerían de un día para el otro. El fenómeno tenía una causa inmediata, fácil de detectar: el oficio de crítico literario se había vuelto prácticamente imposible. Nadie podía llegar a leer aunque fuese una pequeña parte de los libros que aparecían. Según cálculos aproximativos (la historia de ese momento fue reconstruida mucho más tarde y los datos concretos eran imprecisos, debido a que se los tomó de fuentes indirectas), para componer una poesía una máquina empleaba menos de dos segundos. Una novela de trescientas páginas necesitaba dieciocho minutos. El tiempo exigido por una obra de teatro, sin embargo, ascendía de modo misterioso a casi una hora. Las máquinas trabajaban sin interrupción durante unos noventa días, luego era necesaria una pausa para la corrección. Fue así como sólo en Lima aparecían más de 101,2 volúmenes por año, y las ganancias de los monopolios editores aumentaban vertiginosamente. Los primeros que renunciaron a su visión fueron los historiadores literarios. Sin los medios de examinar la mayor parte de los libros aparecidos, el objeto de semejante trabajo se convirtió en un absurdo. Fuesen cuales fueren sus esfuerzos, no alcanzaban a leer ni el 0,0001% de la producción literaria. Pronto les llegó el turno de deponer las armas a los críticos de los periódicos. Aunque hubiesen renunciado deliberadamente a la ambición de elegir según su importancia los libros aparecidos (no podía saberse de ningún modo si entre los incontables volúmenes sin leer no se habían dejado de lado obras fundamentales), había una dificultad de orden mayor que se había vuelto insuperable. Al ejecutar rigurosamente el tipo de obra para las que habían sido programadas, las máquinas excluían toda objeción crítica. Se le pedía al comentarista que examinara ante todo la medida en que la intención artística se había logrado. Ahora bien, las máquinas no se apartaban una coma de su programa y, de hecho, sólo creaban obras maestras, lo que hacía inútil ab initio toda valoración. Incluso para los gustos más extravagantes, todo había sido previsto en el cálculo estadístico inicial: en consecuencia, no había sorpresa posible.

 


Pero como la desmovilización de la crítica amenazaba con quitarle a la vida literaria su estímulo esencial, cada vez se elevaban más voces que exigían un programa que incluyera cierta cantidad de errores, de modo tal que las obras maestras pudiesen destacarse en comparación. Una vez colmados estos deseos, advirtieron que el círculo vicioso no se dejaba de romper. Las máquinas concebidas para escribir libros fallidos cumplían también esta tarea sin la menor falla. Los textos que producían eran de una mediocridad y una estupidez perfectas, cargándose así, automáticamente, de un valor estético inestimable, es decir, de una “expresividad involuntaria”, según una frase que se hizo clásica. Fue entonces cuando uno de los filósofos más célebres de la época formuló la tesis según la cual la crítica estaba destinada a desaparecer, dado que la máquina sólo podía crear cosas perfectas en relación a los fines que se proponía. La demostración de la misma era bastante confusa y terminaba por caer en brumas metafísicas, pero aún así la conclusión se imponía con fuerza para la vía intuitiva y pronto ganó una adhesión casi unánime. El último crítico murió una hermosa mañana de mayo luego de una apoplejía, en su biblioteca, literalmente enterrado bajo un montón de libros (había leído, sin interrupción, a una velocidad de tres páginas por hora, durante cuarenta y seis horas corridas).

Sin embargo, una literatura carente de comentario crítico era inconcebible. Fue el momento en que se juzgó necesario construir máquinas de evaluar libros. Pero los constructores chocaron desde un principio con una gran dificultad. ¿Qué programa darles?. Como es natural, se trataba en primer lugar de resolver el problema de una información elemental. Los críticos-máquinas tenían que recorrer toda la producción de los escritores-máquina y clasificarla por géneros, especies, temas, personajes, fórmulas artísticas, empezando por publicar boletines de resúmenes para orientación de los lectores. Los cerebros electrónicos encargados de está operación pronto fueron construidos y puestos en marcha. Conectados con las máquinas de escribir literatura, lograron en poco tiempo examinar de modo sistemático la producción literaria. Sin embargo los resultados se revelaron irrisorios, ya que los boletines eran inutilizables. Su volumen aumentó hasta tal punto que nadie lograba desbrozarlos. Hubieran sido necesarias otras máquinas para leer todas estas listas y para someterlas a una nueva selección. ¿Pero basada en que criterios?. Después de prolongados debates, se regresó a la crítica de exégesis. Los constructores de máquinas tuvieron problemas enormes para suministrar los programas de estos nuevos tipos de máquinas. Los sistemas críticos empleados practicados en la época del artesanado literario (como había sido bautizado el período en que los libros eran escritos por seres humanos) conducían, consecuentemente, a efectos imprevistos. La crítica existencial, bajo forma electrónica, tropezaba con la paradoja de la literatura producida por máquinas. ¿Constituía ésta el documento de una existencia?. Sí y no, porque las obras que este tipo de crítica se disponía a discutir expresaban realmente una experiencia vivida (en los programas entraban tantas posibilidades que los resultados eran auténticamente imprevisibles y repetían tal cual el pulso inefable de la existencia), mientras que las máquinas seguían siendo enormes masas de filamentos, palancas y redecillas que, mediante la simple presión de un botón, quedaban inertes por completo. La crítica psicoanalítica suscitó, como siempre, el escándalo, tanto más cuanto que llevaba sus deducciones al inconsciente de los constructores, o sea, al de los gerentes de las distintas empresas industriales que proveían los cerebros electrónicos destinados a producir obras literarias. Los diarios de la época registraron incluso ciertos procesos resonantes: el dirigente de un grupo financiero importante se vio acusado de inclinaciones incestuosas, presentes en la Antígona número doce mil seiscientos catorce que había concebido una máquina construida por una empresa subordinada a su banco. El acusado afirmaba no conocer ni siquiera la obra inicial, pero el argumento tropezó con fuertes objeciones teóricas.


Durante un tiempo, la programación con base teórica de las máquinas gozó de cierto éxito. Se las comparó con los seres humanos de otros tiempos, a quienes el constructor-dios les insuflaba el don de la creación. Pero la iglesia protestó y la analogía fue considerada demoníaca. El único sistema que se mostró más fructífero regresó a la antigua idea del acto crítico como refundición abreviada de la creación en sus elementos esenciales, indicando en ella las virtualidades no explotadas por el autor. La obra literaria tenía que ser por lo tanto para el exegeta un estimulante espiritual que solicitaba de él infinitas hipótesis poéticas nuevas. En consecuencia, las máquinas de criticar empezaron a extrapolar las intenciones artísticas. De una novela, extraían varios miles… De una poesía… ciclos enteros. De una obra de teatro… millones de variantes superiores. La producción literaria conoció una eclosión sin precedentes. Todo el mundo parecía contento, pero, apenas unos años más tarde, se advirtió que las máquinas-escritores daban indicios de nerviosismo. Como a propósito, aparecían efectos disonantes en los finales de las obras. Se reveló incluso una enfermedad de “autoanulación” o, como la llamaron algunos historiadores, de “suicidio estético”. A partir de cierto momento, la novela, la obra de teatro o el poema evolucionaron simétricamente en sentido opuesto, con igual perfección, de modo que el resultado era una anulación integral de los efectos artísticos inciales.

También se comprobó que prácticamente ya no aparecían obras críticas nuevas, porque las máquinas encargadas de escribirlas también producían novelas, cuentos, poesías y obras de teatro. Mientras, las agencias de publicidad, que no lograban intercalar en los periódicos ni siquiera una reseña, se veían amenazas por la quiebra. Fue entonces cuando alguien tuvo una idea revolucionaria, que resolvió definitivamente el problema. Los dos tipos de máquinas fueron conectados en circuito cerrado. Los cerebros electrónicos de escritores y de críticos se veían obligados así a consumir recíprocamente su producción: los primeros se pusieron a emitir frenéticamente juicios sobre las obras producidas por los segundos. El resultado fue una inversión pasmosa. Si los críticos-máquinas habían revelado vocaciones secretas de escritores, los escritores-máquinas dejaron ver pasiones inconfesadas por la crítica. Pero como todo se desarrollaba, gracias a la idea que mencionamos, en un círculo cerrado, las personas siguieron ocupándose tranquilamente de sus asuntos.