Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad bien podría estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar a otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras “no soy lo que soy”. La identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos. Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta. La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”.
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sábado, 24 de julio de 2021
martes, 19 de junio de 2018
"El indigno" de Jorge Luis Borges
La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo
anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los
patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo.
Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la
Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de
antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había
fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos
diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un
hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país,
sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando,
me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo
ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un
rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala
denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y
de Waite que llevan su sello.
Una tarde en
que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo
referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.
“Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie.
Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos
años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un
cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna
otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos
no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que
apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir
una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los
baldíos.
Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes.
La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé
más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de
bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para
desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo
oye nombrar.
El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen,
los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de
compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí
donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido
a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y
pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:
–Dígame ¿no
nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?
–De San
Cristóbal –dijo el otro.
–Mi consejo –insinuó Ferrari– es que no vuelva por
aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.
El de San
Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro,
pero sabía que ahí estaba la barra.
Desde esa
tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho,
más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre
andaba de negro. Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi
tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:
–Déjenlas
pasar. Carne vieja. Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía
de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo:
–Si andás con
ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?
Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.
Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.
Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de
alejarse, me dijo:
–Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche. Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
–Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche. Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
–Un caballero que hace respetar a las damas. Mi
madre, para sacarme del apuro, observó:
–Yo diría más
bien un compadre que no quiere que haya otros.
No sé cómo
explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería
que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer
y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un
buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces
yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas.
La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de
ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero
quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros.
Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel
tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía
cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi
castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.
No fui al
almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la
invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.
Ferrari
presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos
siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas
palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don
Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me
dijeron, después, que había sufrido una condena.
Ferrari me
sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía
todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados.
Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador
que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les
costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari.
Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo
sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso
matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo. Sospecho
que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el
Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.
En una casa
de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari.
Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una
jactancia.
Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo
que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena
se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga
en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.
Ahora veo en
Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un
dios.
La amistad no
es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta
confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin
misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que
Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable.
Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de
rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi
madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y
que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con
Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras
dura el arrepentimiento dura la culpa.
El viejo, que
había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían
tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann,
cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me
encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en
las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me
acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era
nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se
confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada
principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban
directamente a las piezas.
Confieso que
tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que
otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la
barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos;
Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer
de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en
la calle los dos, le pregunté a Ferrari:
–¿Usted me
tiene fe? –Sí –me contestó–. Sé que te portarás como un hombre.
Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le
dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse
lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue
largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de
los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él
un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que
Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera
desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.
–¡Ah! –me dijo–. Ése fue de la barra del Oriental.
Hizo llamar a
otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no
sin sorna:
–¿Vos venís
con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano? Sentí que no me entendería
y le contesté:
–Sí, señor. Soy un buen argentino. Me dijeron que
cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara
cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió:
–Andá con
cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.
Los
funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado.
Le respondí:
–Ojalá me
maten. Es lo mejor que puede pasarme.
Desde la
madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el
remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy
largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una
cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que
nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por
llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de
las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial.
Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un
terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me
aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban
matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después
salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los
habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden
de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira,
porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para
cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir,
pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe
que acaso nunca fue y que yo había soñado.
A mí me arrearon con los otros y al poco
tiempo me soltaronEste cuento esta en el libro " El informe de Brodie"
la tapa que figura la tome del blog "http://dcvbrisabrina.blogspot.com"
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Jorge Luis Borges
domingo, 25 de junio de 2017
Borges , Guerero escritos en colaboracion
Durante los últimos veinticinco años de su estudiosa vida, el eminente hombre de ciencia y filósofo Emanuel Swedenborg (1688-1772) fijó su residencia en Londres. Como los ingleses son taciturnos, dio en el hábito cotidiano de conversar con demonios y ángeles. El Señor le permitió visitar las regiones ultraterrenas y departir con sus habitantes. Cristo había dicho que las almas, para entrar en el cielo, deben ser justas; Swedenborg añadió que deben ser inteligentes; Blake estipularía después que fueran artísticas. Los Ángeles de Swedenborg son las almas que han elegido el Cielo. Pueden prescindir de palabras; basta que un Ángel piense en otro para tenerlo junto a Él. Dos personas que se han querido en la tierra forman un solo Ángel. Su mundo está regido por el amor; cada Ángel es un Cielo. Su forma es la de un ser humano perfecto; la del Cielo lo es asimismo. Los Ángeles pueden mirar al norte, al sur, al este o al oeste; siempre verán a Dios cara a cara. Son ante todo teólogos; su deleite mayor es la plegaria y la discusión de problemas espirituales. Las cosas de la tierra son símbolos de las cosas del Cielo. El sol corresponde a la divinidad. En el Cielo no existe tiempo; las apariencias de las cosas cambian según los estados de ánimo. Los trajes de los Ángeles resplandecen según su inteligencia. En el Cielo los ricos siguen siendo más ricos que los pobres, ya que están habituados a la riqueza. En el Cielo, los objetos, los muebles y las ciudades son más concretos y complejos que los de nuestra tierra; los colores, más variados y vívidos. Los Ángeles de origen inglés propenden a la política; los judíos al comercio de alhajas; los alemanes llevan libros que consultan antes de contestar. Como los musulmanes están acostumbrados a la veneración de Mahoma, Dios los ha provisto de un Ángel que simula ser el Profeta. Los pobres de espíritu y los ascetas están excluidos de los goces del Paraíso porque no los comprenderían.
Tomado de "El libro de los seres imaginarios" - JORGE LUIS BORGES
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Tomado de "El libro de los seres imaginarios" - JORGE LUIS BORGES
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Poesia Argentina
miércoles, 22 de febrero de 2017
"Utopía de un hombre que está cansado" de Jorge Luis Borges
Illustration. Federico Abuyé
Llamóla Utopía,
voz griega cuyo
significado es
no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero
en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la
misma. Yo iba por un camino de la
llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba
en Oklahoma o en Texas o en la
región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha
ni a izquierda vi un alambrado.
Como otras veces repetí despacio estas líneas, de
Emilio Oribe:
En medio de la pánica llanura
interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a
caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos
metros vi la luz de una casa. Era
baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la
puerta un hombre tan alto que
casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que
esperaba a alguien. No había
cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación
con las paredes de madera. Pendía del
cielorraso una lámpara de luz
amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En
la mesa había una clepsidra, la
primera que he visto, fuera de algún grabado en acero.
El hombre me indicó una de las
sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos
entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín.
Junté mis ya lejanas memorias de
bachiller y me preparé para el diálogo.
- Por la ropa - me dijo -, veo
que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas
favorecía la diversidad de los
pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al
latín. Hay quienes temen que
vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en
papiamento, pero el riesgo no es
inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.
No dije nada y agregó:
- Si no te desagrada ver comer a
otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra
y dije que sí.
Atravesamos un corredor con
puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en
la que todo era de metal.
Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de
maíz, un racimo de uvas, una
fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y
una gran jarra de agua. Creo que
no había pan. Los rasgos de mi huésped eran
agudos y tenía algo singular en
los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no
volveré a ver. No gesticulaba al
hablar.
Me trababa la obligación del
latín, pero finalmente le dije:
- ¿No te asombra mi súbita
aparición?
- No - me replicó -, tales
visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu
casa.
La certidumbre de su voz me
bastó. Juzgué prudente presentarme:
- Soy Eudoro Acevedo. Nací en
1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido
ya setenta años. Soy profesor de
letras inglesas y americanas y escritor de cuentos
fantásticos.
- Recuerdo haber leído sin
desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los
Viajes del Capitán Lemuel
Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma
Teológica. Pero no hablemos de
hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros
puntos de partida para la
invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante
todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el
tiempo, que es sucesivo, pero
tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos
quedan algunos nombres, que el
lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles
precisiones. No hay cronología ni
historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho
que te llamas Eudoro; yo no puedo
decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
- ¿Y cómo se llamaba tu padre?
- No se llamaba.
En una de las paredes vi un
anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras
e indescifrables y trazadas a
mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto
rúnico, que, sin embargo, sólo se
empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los
hombres del porvenir no sólo eran
más altos sino más diestros. Instintivamente miré los
largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
- Ahora vas a ver algo que nunca
has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar
de la Utopía de More, impreso en Basilea en el
año 1518 y en el que faltaban
hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
- Es un libro impreso. En casa
habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
- Nadie puede leer dos mil
libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de
una media docena. Además no
importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha
sido uno de los peores males del
hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo
textos innecesarios.
- En mi curioso ayer - contesté
-, prevalecía la superstición de que entre cada tarde
y cada mañana ocurren hechos que
es una vergüenza ignorar. El planeta estaba
poblado de espectros colectivos,
el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado
Común. Casi nadie sabía la
historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más
ínfimos pormenores del último
congreso de pedagogos, la inminente ruptura de
relaciones y los mensajes que los
presidentes mandaban, elaborados por el secretario
del secretario con la prudente
imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido,
porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las
funciones, la del político era sin duda la más pública. Un
embajador o un ministro era una
suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y
ruidosos vehículos, cercado de
ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos
fotógrafos. Parece que les
hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las
imágenes y la letra impresa eran
más reales que las cosas. Sólo lo publicado era
verdadero. Esse est percipi (ser
es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de
nuestro singular concepto del
mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua;
creía que una mercadería era
buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio
fabricante. También eran
frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión
de dinero no da mayor felicidad
ni mayor quietud.
- ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay
quien adolezca de pobreza, que habrá sido
insufrible, ni de riqueza, que
habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada
cual ejerce un oficio.
- Como los rabinos - le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
- Tampoco hay ciudades. A juzgar
por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la
curiosidad de explorar, no se ha
perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre
madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo
mismo y con su soledad. Ya ha
engendrado un hijo.
- ¿Un hijo? - pregunté.
- Sí. Uno solo. No conviene
fomentar el género humano. Hay quienes piensan que
es un órgano de la divinidad para
tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad.
Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas
de un suicidio gradual o
simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a
lo nuestro.
Asentí.
- Cumplidos los cien años, el
individuo puede prescindir del amor y de la amistad.
Los males y la muerte
involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la
filosofía, las matemáticas o
juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño
el hombre de su vida, lo es
también de su muerte.
- ¿Se trata de una cita? - le
pregunté.
- Seguramente. Ya no nos quedan
más que citas. La lengua es un sistema de citas.
- ¿Y la grande aventura de mi
tiempo, los viajes espaciales? - le dije.
- Hace ya siglos que hemos
renunciado a esas traslaciones, que fueron
ciertamente admirables. Nunca
pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
- Además, todo viaje es espacial.
Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en
este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
- Así es - repliqué. También se
hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El hombre ahora me daba la
espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura
estaba blanca de silenciosa nieve
y de luna.
Me atreví a preguntar:
- ¿Todavía hay museos y
bibliotecas?
- No. Queremos olvidar el ayer,
salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni
efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las
ciencias y las artes que necesita.
- En tal caso, cada cual debe ser
su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
- ¿Qué sucedió con los gobiernos?
- Según la tradición fueron
cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras,
imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban
arrestos y pretendían imponer la
censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa
dejó de publicar sus
colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar
oficios honestos; algunos fueron
buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin
duda habrá sido más compleja que
este resumen.
Cambió de tono y dijo:
- He construido esta casa, que es
igual a todas las otras. He labrado estos muebles
y estos enseres. He trabajado el
campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán
mejor que yo. Puedo mostrarte
algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua.
Encendió una lámpara, que también pendía del
cielorraso. En un rincón vi un
arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas
rectangulares en las que
predominaban los tonos del color amarillo. No parecían
proceder de la misma mano.
- Ésta es mi obra - declaró.
Examiné las telas y me detuve
ante la más pequeña, que figuraba o sugería una
puesta de sol y que encerraba
algo infinito.
- Si te gusta puedes llevártela,
como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra
tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me
inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero
sí casi en blanco.
- Están pintadas con colores que
tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las
cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro
sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los
golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro
hombres entraron en la casa. Diríase que eran
hermanos o que los había igualado
el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
- Sabía que esta noche no
faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
- De tarde en tarde. Sigue
siempre entregado a la pintura.
- Esperemos que con mejor fortuna
que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles,
enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los
hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no
me permitía ayudarlos. Nadie
cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté
que el techo era a dos aguas.
A los quince minutos de caminar,
doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una
cúpula.
- Es el crematorio - dijo alguien
-. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó
un filántropo cuyo nombre, creo,
era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me
asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras.
Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
- La nieve seguirá - anunció la
mujer.
En mi escritorio de la calle
México guardo la tela que alguien pintará, dentro de
miles de años, con materiales hoy
dispersos en el planeta.
Cuento publicado en "El libro de Arena"
Digitalizado por Hugo Vega
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