El
demonio Papa
—¿De modo que
no estás dispuesto a venderme el alma? —preguntó el Diablo.
—Se lo agradezco
mucho — respondió el estudiante—, pero prefiero conservarla para mí, si por su
parte no tiene inconvenientes.
—Pues tengo inconvenientes por mi parte. La
deseo muy especialmente. Veamos, estoy dispuesto a mostrarme generoso. Te
ofrezco veinte años. Puedes obtener inclusive treinta.
El estudiante meneó la
cabeza.
—¡Cuarenta!
Nueva negativa.
—¡Cincuenta! Otra vez lo mismo.
—Bueno
—declaró el Diablo—, sé que estoy a punto de cometer una tontería, pero me
resulta insoportable contemplar a un joven inteligente y fogoso, desperdiciado
por su propia voluntad. Te haré otro tipo de oferta. No haremos ningún trato
por ahora, pero te promoveré en el mundo durante los próximos cuarenta años. En
la misma fecha de hoy, dentro de cuarenta años, volveré para pedirte una
merced; no se tratará de tu alma, tenlo presente, ni de nada que no se halle
plenamente a tu alcance otorgar. Si me lo das, estaremos en paz; en caso contrario,
te llevaré a ti. ¿Qué te parece?
El estudiante reflexionó unos instantes y
finalmente dijo:
—De acuerdo.
Apenas había desaparecido el Diablo, lo que hizo
instantáneamente, un mensajero refrenó su humeante corcel ante la entrada de la
Universidad de Córdoba (pues el juicioso lector ya habrá advertido que Lucifer
jamás pudo haber sido admitido en una sede académica cristiana) y, tras hacer
averiguaciones sobre el estudiante Gerbert, le hizo entrega del nombramiento
que enviaba el emperador Otón, quien le designaba abad de Bobbio en
consideración —agregaba el documento—, a su virtud y erudición, poco menos que
milagrosas en alguien tan joven. Tales mensajeros fueron asiduos visitantes de
Gerbert a lo largo de su próspera carrera. Abad, obispo, arzobispo, cardenal,
por último fue entronizado papa el 2 de abril de 999 y adoptó el nombre de
Silvestre II. Era creencia generalizada que el mundo acabaría al año siguiente,
catástrofe que a muchos parecía más inminente por la elección de un jefe
religioso cuya celebridad como teólogo, aunque nada desdeñable, no tenía
parangón con su fama como nigromante.
No obstante, el mundo siguió girando
indemne a través del temible período y a comienzos del primer año que
correspondía al siglo XI Gerbert se hallaba apaciblemente instalado en su
estudio examinando un libro de magia. Volúmenes de álgebra, astrología,
alquimia, filosofía aristotélica y otros temas ligeros ocupaban los anaqueles;
sobre una mesa, un reloj perfeccionado según sus propias invenciones reposaba
junto a su introducción de los números arábigos, principal legado que hizo a la
posteridad. De improviso se oyó un batir de alas y Lucifer se instaló a su
lado.
—Ha transcurrido mucho tiempo desde que tuve el placer de conversar
contigo —dijo el Maligno—. Ahora he venido a verte para recordarte ese asuntito
que pactamos hoy hace cuarenta años. —Recuerda —respondió Silvestre —, que no
has de pedirme nada que exceda mi capacidad de otorgártelo.
—Lejos de mí
semejante propósito —observó Lucifer—. Por el contrario, es mi intención
solicitar un favor que sólo tú puedes concederme. Puesto que eres papa, deseo
que me nombres cardenal. —Presumo que con la ilusión de que te elijan papa al
producirse la próxima vacante —replicó Gerbert.
—Ilusión que puedo acariciar
con las mejores razones —acotó Lucifer—, si se tiene en cuenta mi enorme
fortuna, mi habilidad como intrigante y la actual composición del Sacro
Colegio.
—Sin duda, pretendes subvertir los fundamentos de la fe —señaló
Gerbert —, y a través de la licencia y de una conducta disoluta te propones que
la Santa Sede resulte odiosa y despreciable. —Todo lo contrario —aseguró el
demonio—: extirparé la herejía y toda la erudición y conocimiento que
inevitablemente conducen a ella. No admitiré que ningún hombre sepa leer, salvo
los sacerdotes, y limitaré las lecturas de éstos al breviario. Quemaré tus
libros junto con tus huesos en la primera oportunidad que se presente.
Mantendré un austero rigor en la conducta y me cuidaré muy bien de no aflojar
un solo remache en el yugo tremendo que estuve forjando para someter las mentes
y conciencias de la humanidad.
—En tal caso —dijo Gerbert—, ¡pongámonos en
marcha hacia tu reino!
—¿Cómo? —exclamó Lucifer—. ¿Prefieres acompañarme a las
regiones infernales?
—Con toda certeza; antes he de condenarme que convertirme
en causa accesoria de que se queme a Platón y Aristóteles y de que se promueva
el oscurantismo contra el que luché toda mi vida. —Gerbert —declaró el
demonio—, esto es una manifiesta trivialidad. ¿Acaso ignoras que ningún hombre
bueno puede ingresar en mis dominios? Si fuese posible una cosa semejante, mi
infierno se volvería intolerable para mí y me vería obligado a abdicar.
—Lo sé
—manifestó Gerbert—; por ello he podido recibir tu visita con aplomo.
—Gerbert
—le reconvino el Diablo, con lágrimas en los ojos—, te pregunto: ¿es esto
justo, es juego limpio? Me comprometí a promover tus intereses en el mundo;
cumplí lo pactado hasta el exceso. Gracias a mi intervención alcanzaste un
prestigio al que jamás hubieras podido aspirar de otro modo. A menudo he
participado en la elección de papa, pero nunca antes contribuí a que se
otorgara la tiara a alguien que se ha destacado por la virtud y la erudición.
Te has beneficiado plenamente con mi ayuda, y ahora te aprovechas de una
circunstancia fortuita para privarme de la recompensa que merezco con justicia.
Mi constante experiencia me demuestra que la gente buena es mucho más
escurridiza que los pecadores y complica enormemente los pactos.
—Lucifer
—replicó Gerbert—, siempre procuré tratarte como a un caballero, confiado en
que recíprocamente demostrarías comportarte de ese modo. No pretendo averiguar
si respondía plenamente a esta suposición el hecho de que pretendieras
intimidarme para que consintiese a tus exigencias, con la amenaza de imponerme
un castigo que según bien sabías no estaba en tu potestad aplicar. No prestaré
atención a esta pequeña irregularidad y te concederé aún más de lo que
solicitaste. Pediste ser cardenal; pues te haré papa...
—¡Ah! —exclamó Lucifer,
y el ardor íntimo tiñó su fuliginoso pellejo, a semejanza del resplandor que un
rescoldo a punto de apagarse vuelve a adquirir cuando se lo sopla.
—... por
doce horas —prosiguió Gerbert—. Al expirar el plazo, consideraremos nuevamente
el asunto, y si tal como preveo te revelas más deseoso de abandonar la dignidad
papal de lo que estuviste por llegar a asumirla, te prometo que, dentro de mis
posibilidades de otorgártela, te daré la recompensa que pidas, siempre que no
se oponga manifiestamente a la religión y a la moral.
—¡Convenido! —gritó el
demonio.
Gerbert pronunció algunas palabras cabalísticas y al instante, en el
recinto, la presencia del papa Silvestre se duplicó; eran enteramente iguales,
con excepción de sus atavíos y de que uno de ellos cojeaba ligeramente de su pierna
izquierda.
—Hallarás los ropajes pontificios en este armario —indicó Gerbert y,
al tiempo que se llevaba el libro de magia, se deslizó por una puerta
disimulada que lo condujo a un aposento secreto. Al cerrar la puerta detrás de
sí, estalló en una risita ahogada y murmuró para su coleto—: ¡Pobre viejo
Lucifer! ¡Otra vez engañado!
Si Lucifer había sido engañado, no parecía
saberlo. Se aproximó a una gran hoja de plata que servía como espejo y
contempló su aspecto personal con algún desagrado.
—Para decir la verdad, sin
los cuernos no quedo ni la mitad de bien — monologó—, y estoy seguro de que
lamentaré con gran pesar la falta de mi cola.
Una tiara y la cola del ropaje
sirvieron, empero, como sustitutos de los apéndices ausentes y Lucifer adquirió
en cada pulgada de su persona el aspecto del papa. Estaba a punto de llamar al
maestro de ceremonias y de convocar un consistorio cuando la puerta se abrió
violentamente y siete cardenales que esgrimían puñales irrumpieron en la
habitación.
—¡Abajo el hechicero! —gritaban a la vez que se apoderaban de él y
le amordazaban.
—¡Muerte al sarraceno!
—¡Practica álgebra y otras artes
diabólicas!
—¡Sabe griego!
—¡Lee hebreo!
—¡A quemarlo!
—¡Ahorquémosle!
—Que le
deponga un concilio general —añadió un cardenal joven e inexperto.
—¡Dios no lo
permita! —dijo sotto voce otro purpurado que era viejo y cauteloso.
Lucifer
batalló frenéticamente, pero el débil cuerpo que se hallaba condenado a habitar
durante las próximas once horas muy pronto quedó exhausto. Atado e indefenso, se
desmayó.
—Hermanos —dijo uno de los cardenales de mayor edad—, los exorcistas
declaran que un hechicero o cualquier otro individuo que haya pactado con el
demonio habitualmente tiene en su cuerpo algún signo visible de sus tratos
infernales. Propongo que, en consecuencia, procedamos a la búsqueda de
estigmas, cuyo descubrimiento pueda contribuir a justificar nuestra acción ante
los ojos del mundo.
—Apruebo sin reservas la proposición de nuestro hermano
Anno – anunció otro de los presentes—, tanto más porque resultaría
prácticamente imposible que no halláramos alguna marca de tal especie, si en
realidad estamos decididos a encontrarla.
Se dispuso, por consiguiente, la
búsqueda y antes de que transcurriese mucho tiempo un alarido simultáneo de los
siete cardenales indicó que su investigación había puesto al descubierto más de
lo que se habían atrevido a sospechar.
¡El Padre Santo tenía un pie hendido!
Durante los cinco minutos siguientes los cardenales permanecieron absolutamente
aturdidos, mudos e inmóviles de asombro. A medida que recuperaban sus
facultades, a un observador atento le hubiera resultado manifiesto que el papa
había prosperado considerablemente en la opinión de sus captores.
—Éste es un
asunto que requiere una deliberación muy madura —dijo uno de ellos.
—Siempre
temí que estuviésemos obrando con demasiado apresuramiento —dijo otro.
—Está
escrito: «Los diablos creen» —dijo un tercero—. Por lo tanto, el Padre Santo no
es en absoluto herético.
—Hermanos —agregó Anno—, este asunto, tal como señaló
nuestro hermano Benno, requiere indispensablemente una deliberación muy madura.
En consecuencia, propongo que, en lugar de ahogar a Su Santidad con almohadones
según lo previsto inicialmente, por el momento le encerremos en el calabozo
contiguo a este sitio y, después de pasar la noche en meditación y plegaria,
volvamos a considerar la cuestión mañana por la mañana.
—A los funcionarios del
palacio se les debe informar —aconsejó Benno—, de que Su Santidad se ha
retirado para orar y que no desea ser perturbado por ningún motivo.
—Piadoso
fraude —observó Anno —, que ninguno de los padres ni por un instante tendría
escrúpulos en cometer.
De conformidad con ello, los cardenales levantaron al
Diablo todavía desmayado y cuidadosamente —casi con cariño—, lo transportaron a
los aposentos destinados a su detención. Todos se hubieran demorado de buena
gana aguardando la recuperación del prisionero, pero cada uno sentía que los
ojos de sus seis hermanos se fijaban en él, de modo que se retiraron
simultáneamente, cada cual con una llave de la celda.
Casi inmediatamente
después Lucifer recuperó la conciencia. Tenía una idea muy confusa de las
circunstancias que lo habían precipitado a las dificultades presentes y sólo
podía reflexionar que, si éstas eran las peripecias habitualmente concomitantes
con la dignidad pontificia, no resultaban de su gusto y hubiera preferido
haberse enterado con anticipación. El calabozo no sólo se hallaba en completa
oscuridad, sino que resultaba horriblemente frío, y el pobre Diablo no disponía
en su forma actual de la provisión latente de calor infernal que pudiera
aliviarlo. Sus dientes castañeteaban, cada uno de sus miembros se estremecía, y
se hallaba devorado por el hambre y la sed. A juicio de algunos de sus
biógrafos, muy probablemente en esta ocasión inventó los licores espirituosos,
pero si así sucedió, el mero deseo de un vaso de aguardiente apenas pudo haber
acrecentado sus padecimientos. De tal modo iba transcurriendo la interminable
noche invernal y Lucifer parecía a punto de morir de inanición, cuando una
llave giró en la cerradura y el cardenal Anno se deslizó al interior
cautelosamente, provisto de una lámpara, una hogaza de pan, medio chivito asado
frío y una botella de vino.
—Confío —dijo con una cortés reverencia—, en que se
me pueda excusar cualquier ligera transgresión de la etiqueta en que llegue a
incurrir, a causa de las dificultades en que me hallo para determinar si el
trato más adecuado que debo emplear es «Su Santidad» o «Su Majestad Infernal».
—Bu... buuu... buu —fue cuanto pudo responder Lucifer, que todavía tenía puesta
la mordaza.
—¡Cielos! —exclamó el cardenal—. Ruego a Su Santidad Infernal que
me dispense. ¡Qué descuido imperdonable! Le quitó a Lucifer la mordaza y las
ligaduras y le ofreció el refrigerio, sobre el cual el demonio se arrojó
vorazmente.
—Si me es lícito expresarme así — prosiguió Anno—, ¿por qué diablos
Su Santidad no nos informó que era el Diablo? En tal caso, ni una mano se
hubiera levantado contra usted. Durante toda mi vida estuve tratando de obtener
la audiencia que ahora felizmente me es concedida. ¿A qué se debe esta
desconfianza con el fiel Anno, que lo ha servido con lealtad y celo por espacio
de tantos años?
Lucifer señaló significativamente la mordaza y las ligaduras.
—Nunca podré perdonarme — protestó el cardenal—, por la parte que me cupo en
este desgraciado asunto. Aparte de proveer a las necesidades corporales de Su
Majestad, nada me preocupa tanto como expresar mi contrición. Pero ruego a Su
Majestad que tenga presente que mi comportamiento creía responder a los
intereses de Su Majestad, en la deposición de un mago que tenía por costumbre
imponer a Su Majestad tareas subalternas y que en cualquier momento podía
encerrarlo en un recipiente y arrojarlo al mar. Resulta deplorable que los servidores
más devotos de Su Majestad hayan sido despistados de tal modo.
—Razones de
estado —sugirió Lucifer.
—Espero que no sigan vigentes — dijo el cardenal—. De
todas maneras, el Sacro Colegio al presente tiene pleno conocimiento de todo el
asunto; por lo tanto, es innecesario seguir prolongando este aspecto de la
cuestión. Ahora rogaría humildemente autorización para conversar con Su
Majestad o, más bien, con Su Santidad, pues deseo referirme a problemas
espirituales, relacionados con la importante y delicada situación que se
origina en torno del sucesor de Su Santidad. Ignoro por cuánto tiempo Su
Santidad se propone ocupar la cátedra apostólica pero, por supuesto, usted
comprende que la opinión pública no admitiría que una misma persona la
retuviese por un período mayor que el pontificado de Pedro. De ello se
desprende que, algún día, tendrá que producirse la vacante del trono; y
modestamente deseo señalarle que ningún sucesor con excepción de mí podría
obtenerse que resultase más afín al presente titular o en quien éste podría
confiar en todo sentido la realización de sus propósitos y objetivos.
Y el
cardenal procedió a referir varios episodios de su vida pasada que
efectivamente parecían corroborar su afirmación. Sin embargo, no había avanzado
mucho antes de que lo interrumpiera el chirrido de otra llave en la cerradura,
y apenas tuvo tiempo de sumergirse bajo una mesa después de haber susurrado con
acento inquietante:
—¡Cuidado con Benno!
También Benno traía consigo una
lámpara, vino y viandas frías. La otra lámpara y los restos del refrigerio
servido a Lucifer le advirtieron de que uno de sus colegas había estado allí
anteriormente; y puesto que desconocía cuántos más podrían hallarse en la
competencia, sin demora abordó la cuestión relativa al papado y exaltó sus
propias aspiraciones de manera muy similar a la de Anno. Mientras advertía con
vehemencia a Lucifer contra este cardenal, cuyos manejos podían engañar al
mismo Diablo, otra llave giró en la cerradura y Benno se refugió bajo la mesa,
donde Anno inmediatamente le metió un dedo en el ojo derecho. El breve chillido
que siguió a este episodio Lucifer lo disimuló convenientemente con un acceso
de tos.
El cardenal número 3, un francés, traía un jamón de Bayona y exhibió el
mismo disgusto que Benno al comprobar que otros se le habían anticipado. Hasta
donde lograron manifestarse, sus peticiones eran moderadas; pero nadie sabe
hasta dónde habría llegado si no lo hubiera amedrentado el ingreso del cardenal
número 4. Hasta ese momento sólo había solicitado una bolsa inagotable, poder
para evocar al Diablo ad libitum y un anillo que lo hiciera invisible para
permitirle el acceso a su querida, que infortunadamente era una mujer casada.
Fundamentalmente, el cardenal número 4 deseaba que se le facilitara la manera de
envenenar al cardenal número 5, en tanto que éste formuló la misma petición con
respecto al cardenal número 4.
El cardenal número 6, que era inglés, solicitó
el derecho de sucesión a los arzobispados de Canterbury y York, con la facultad
de ocuparlos simultáneamente y de ser eximido sin límite de las obligaciones
acerca de la residencia en tales sedes. En el curso de su arenga utilizó el
giro non obstantibus, del que Lucifer inmediatamente tomó nota .
Se ignora
qué hubiera solicitado el cardenal número 7, pues apenas había abierto la boca
cuando expiró la duodécima hora y Lucifer, que recuperó el vigor juntamente con
su figura, lanzó al príncipe de la Iglesia girando como un trompo hasta el
extremo opuesto del recinto y partió la mesa con un solo golpe de cola. Los
seis cardenales, agazapados y apiñados, se contemplaron entre sí, agachados, y
al mismo tiempo pudieron disfrutar del espectáculo de Su Santidad que
atravesaba el techo de piedra, el cual cedió a su paso como si fuera una
telilla y volvió a cerrarse como si nada hubiera sucedido. Después de la
primera sensación de espanto, todos corrieron hacia la puerta, pero la hallaron
cerrada desde fuera. No había otra salida y no existía ningún medio para pedir
socorro. En esta emergencia la conducta de los cardenales italianos sirvió de
luminoso ejemplo a sus colegas extranjeros; se encogieron de hombros y dijeron:
—Bisogna pazienzia.
Nada pudo superar la recíproca cortesía de los cardenales
Anno y Benno, salvo la que exhibieron entre sí quienes habían pretendido
envenenarse mutuamente. Al francés se le consideró gravemente menoscabado en
las buenas maneras por haber aludido a esta circunstancia, que llegó a sus
oídos cuando se encontraba debajo de la mesa; y el inglés profirió blasfemias
tan ofensivas al comprobar en qué aprieto se hallaba, que los italianos, sin
dilación, convinieron en silencio un pacto por el que nadie de esa nacionalidad
jamás sería elegido papa, precepto que, con una sola excepción, ha sido
respetado hasta la fecha.
Mientras tanto, Lucifer buscó refugio donde se
hallaba Silvestre, al que encontró ataviado con todas las insignias de su
dignidad, de las cuales —éste puntualizó— suponía que su visitante con toda
seguridad ya estaba harto.
—Me siento dispuesto a compartir tal opinión —replicó
Lucifer—. Pero al mismo tiempo me siento plenamente compensado de cuanto debí
soportar, en virtud de las protestas de lealtad que mis amigos y admiradores
formularon y de la convicción que he adquirido de que me resulta innecesario
consagrar al ámbito eclesiástico un grado considerable de atención personal.
Reclamo ahora la recompensa prometida, cuyo otorgamiento de ningún modo
resultará incompatible con tus funciones, en vista de que es una obra de
caridad. Te solicito que los cardenales sean liberados y que la conspiración
que tramaron contra ti, de la que sólo yo fui víctima, quede relegada al
olvido.
—Confiaba en que te los llevarías contigo —dijo Gerbert con expresión
de contrariedad.
—No, gracias —respondió el Diablo—. Conviene más a mis
intereses que permanezcan donde están.
Por lo tanto, la puerta del calabozo fue
abierta y los cardenales salieron, abatidos y temerosos. Si, pese a todo,
causaron menores perjuicios que lo previsto por Lucifer, el motivo consistió en
el absoluto desconcierto que les produjo lo acontecido y la absoluta
incapacidad que mostraron para perturbar los planes de Gerbert, quien desde
entonces se dedicó a las buenas obras inclusive con ostentación. Nunca pudieron
estar enteramente seguros acerca de si habían hablado con el papa o con el
Diablo, y cuando se hallaban dominados por esta última impresión por lo general
formulaban propuestas que Gerbert justamente condenaba como inconsultas,
temerarias y escandalosas. Le importunaron con alusiones a ciertos asuntos
mencionados en las entrevistas con Lucifer, ya que de manera comprensible pero
errónea suponían que el auténtico papa había sido el interlocutor de tales
conversaciones y, mientras echaban miradas a sus extremidades inferiores, le
acosaron con insistentes gestos y risitas de complicidad. Para acabar con estas
molestias y, a la vez, para acallar ciertos rumores desagradables que de algún
modo habían comenzado a circular en el extranjero, Gerbert concibió la
ceremonia de besar los pies del pontífice, que subsiste hoy día en forma
penosamente mutilada. El estupor de los cardenales al comprobar que el Padre
Santo ya no tenía pezuñas sobrepasó cualquier descripción, y descendieron a sus
tumbas sin haber alcanzado ni la más remota explicación del misterio.