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domingo, 20 de diciembre de 2020

"El viaje de Raúl" de Fernando Espinosa

 



 

El tren perseveraba en su travesía con destino a Buenos Aires. Desde que partió de Toay, provincia de La Pampa, se detuvo y volvió a ponerse en marcha, como si dependiera de su propia voluntad, infinidad de veces. Parecía un capricho de la máquina volver a arrancar. Había entrado en Buenos Aires pasado el mediodía. Raúl estiraba su saco o caminaba por el pasillo angosto entre los asientos que ni si quiera se reclinaban. Como un ingrediente más del servicio, estaban rotos y no permitían el mínimo consuelo de sentarse mirando hacia la dirección en la que se viaja. No hablaba con nadie y nadie le habló. Viajaba con la sensación que lo había perseguido durante toda su vida: estaba aparte. No le importaba qué dijeran de él, ni llegar a ningún lado, solo le molestaba no saber si iba a permanecer detenido en medio de la nada o si finalmente podría concretar el viaje. En el hastío dentro del coche cambiaba de vagón. Al atravesar la articulación le quedaba adherida a la ropa y en lo profundo de su nariz la nube hedionda proveniente del baño.

El paisaje no era más que pasto seco y campos vacíos. Los instantes en que permanecía en su asiento y el tren estaba en marcha, se entretenía mirando las ondas de los cables pendiendo entre postes más o menos equidistantes. Dejaba pasar el tiempo, se distraía, le parecía seguir el dibujo de una cinta métrica sin números. Línea tras línea, poste tras poste los palos de los alambrados simétricos le creaban esa ilusión.

Cerca de Trenque Lauquen el vacío se llenó con cuatro o cinco vacas clavadas en el barro de una charca. Rumiaban e irradiaban la cadencia cansina a todo su cuerpo con la panza apoyada en el agua.

Cuando la marcha era constante, el ferrocarril parecía decir con sus ruedas y los rieles, el apellido de un pariente lejano: Baran_diarán, Baran_diarán.

Comenzaba a anochecer. Raúl no tenía nombre para su destino, solo había pensado en la capital. Le daba lo mismo.

 Hacía una hora que en la ventana aparecían islas de construcción. Primero unas pocas casas, alguna estación con su pueblito, en la que el tren no se detenía, y después empezaron las villas.  No soportaba más el viaje.  Enseguida desaparecieron los espacios vacíos entre estación y estación. Cada vez había más casas. Tenía que ser la capital o estar muy cerca, pensó. De un salto se puso de pie y volvió a estirar su ropa.

-Disculpe usted, señora. ¿Sabría decirme qué estación es la próxima? – le dijo a una pasajera.

-Haedo- respondió, sorprendida por la corrección del lenguaje que poco tenía que ver con el aspecto.

-Muchas gracias, es usted muy amable- contestó pensando en el nombre de la estación.

El tren redujo su velocidad con elegancia, diferente de cuando se detenía por desperfecto en medio de la nada. Raúl dejó el asiento y bajó apurado mientras pensaba: Toay, cuatro letras. “Aedo” cuatro letras. Es una señal, se dijo. Le llamó la atención que la estación fuese igual a la que había dejado para siempre. Convencido del mensaje del destino sonrió por primera vez después de mucho tiempo, no recordaba cuánto. Parado en el estribo y agarrado al barral esperó a que el tren se detuviera por completo. En la plataforma había un cartel con un tablero de fondo negro donde decía en relieve: Haedo.  Me equivoqué, dijo, son cinco las letras.  Sintió frío en la espalda, como un mal augurio, pensó en subirse y prolongar el viaje, pero continuó en su determinación.

Un perro, el jefe de estación y algunos pasajeros giraron y lo miraron al reconocer su error en voz alta. Se movían como animados por la costumbre. Raúl no supo dónde ir. La noche se había pronunciado y entre los árboles muy lejos y muy alto vio brillar una luz roja. Trató de orientarse para llegar hasta allí.

En el centro del andén encontró una escalara por la que lo condujo por un túnel al otro lado de las vías donde una familia acomodaba sus pertenencias como preparándose a dormir en el subsuelo de piso sucio y mojado. Olía a vómito. Ese no era sitio para él.  A cien metros, la avenida Rivadavia estaba iluminada por las vidrieras de los negocios. Uno al lado del otro, cerrados, con sus escaparates de banalidades tan lejanas, proyectaban su luz sobre la vereda.   Asomaba por entre los árboles, detrás de las fachadas de casas bajas, aquella luz roja. El color celeste de una estación de servicio le marcó otro hito. Dobló hacia la izquierda para escapar, cruzó la calle y siguió caminando por la oscuridad de una fila de plátanos. Había uno o dos negocios con sus luces apagadas, parecían abandonados. Buscando la luz roja llegó a una iglesia.  En la cúpula, en la punta de la cruz, rozando la cercanía de Dios, la baliza advertía a los aviones, no a los fieles. Otra buena señal pensó. Encontré mi estrella colorada, ésta anula la quinta letra del cartel, se dijo.

Había perros en el atrio. Cinco perros acostados uno junto al otro, con los hocicos escondidos entre sus patas. Le gustaban los perros y él a los perros. Levantaron sus orejas, después sus rostros y lo miraron con la mejor desesperanza que pudieran transmitir. Uno le gruñó. Tenía las orejas redondeadas, algo humanas y sin pelo, luego, todos caminaron en círculos, alrededor de un recipiente con comida todavía caliente. Dieron un par de vueltas reacomodándose, parecía que le hacían un lugar. Antes de sentarse se estiró el saco y sonrío. Los perros formando un cerco a su alrededor, volvieron a acostarse dándole calor. El más pequeño, de color blanco, el que le había gruñido, al echarse empujó el plato de comida. Otra señal se dijo. Tenía mucha hambre, probó la polenta con arroz y sabía mejor que la que le daban en el colegio de monjas donde creía haber nacido. No recordaba nada de su infancia y nada sabía de sus orígenes. Se sintió bienvenido, se acomodó entre sus nuevos amigos y se durmió.

Despertó con el sol en la cara. Los perros ya habían empezado su ronda cotidiana. Estaban todos allí, menos el blanco. Era lunes. La secretaria parroquial no había llegado todavía. Raúl se levantó, estiró su cuerpo para ablandar el recuerdo duro de la piedra del suelo, luego se detuvo a atender su traje. Lo emprolijó con la mano desde los hombros, una y otra vez hasta alisarlo. El saco estaba cubierto de pelos. Mechones sueltos por todos lados, bajo la ropa, en los pantalones.

Ocupado en su acicalamiento vio llegar al perro blanco. Comenzó a picarle el cuerpo. Aquel traía una enorme tibia de vaca entre los dientes que apenas podía sostener. El hueso conservaba carne adherida. Satisfecho con su caza, en el medio del atrio, se echó a mordisquearlo un poco. Arrancó los pellejos más tiernos y dejó el resto a un costado para sus compañeros. Por turno cada perro lamió y royó, hasta que terminado el desayuno dejaron la iglesia. Raúl permaneció solo sentado entre mantas sucias. Llegó la secretaria, se detuvo en una puerta del costado revolviendo su cartera por un llavero. Lo miró y pareció murmurar algo. No podía desenredar la llave de un rosario de plástico negro. Le temblaban las manos. Mientras lo espiaba de soslayo logró hallar el ojo de la cerradura. Apurada cerró de un portazo.

A las dos horas volvió uno de los perros, en un lapso similar, volvió otro. Después otro. A medida que llegaban se acomodaban un rato, cada uno en su sitio. Luego caminaban, recorrían la cuadra, iban y venían hasta que se volvían a echar. Raúl permaneció sentado aprendiendo como era la vida de esos perros. Cómo se vivía en el atrio de una iglesia. Terminada la tarde todos habían regresado y nuevamente el perro blanco le gruñó. Lo miró y volvió a gruñirle. Decidió irse él también un rato. Bajó las escaleras del atrio y tomó rumbo hacia la estación del tren.

Raúl caminaba pensando en los perros.  Eran mansos, aunque le temía un poco al que parecía el alfa. Vio tirada entre los árboles una rama seca y la recogió. Nunca se sabe cómo pueden reaccionar esos animales callejeros, pensó. Desanduvo el camino del día anterior.

El jefe de la estación barría el andén, algunos pasajeros comenzaban a llegar. En el baño de la estación se lavó, se mojó la cabeza y acomodó su cabello. Con los dedos intentó marcar la raya al costado, parecía engominado. El espejo reflejaba turbia su imagen, creyó ver pelos en su piel.

A las seis llegó un tren. El remolino de gente se dispersó enseguida y Raúl vivió todo el desarrollo como si fuera una escena en el teatro. Luego volvió contento a la iglesia cuando el pitido agudo en la distancia dejó de oírse.

Los perros parecían estar esperándolo, el perro blanco le quiso arrebatar el palo, parecía enojado, pero los otros no. Raúl tironeó un poco hasta ceder, entonces otro perro tomó su lugar. Uno a uno le disputaron el palo al perro blanco. Finalmente, ganador de la contienda, se lo devolvió soltándolo sobre sus pies. Raúl se sintió bien con ellos. Amontonados se acomodaron contra el portón de madera de la iglesia. Esa noche nadie les llevó comida, Raúl creyó que era por su presencia. Hacía frio.

Todos durmieron inquietos, roncaban y hacían ruido con los dientes. Se frotaban unos contra otros. Giraban sobre sí mismos buscando una posición más cómoda, pero rezongaban por no hallarla y se volvían a echar.

El sol, como una lengua, buscaba sobre los escalones del atrio iluminar a la jauría. Poco antes de tocar al perro blanco, éste se levantó, orinó el primer árbol, el segundo escalón y emprendió su ronda. Igual que el día anterior, todos esperaron su regreso para comenzar las guardias. Esta vez volvió con una tira de asado fría que resistió al cirujeo nocturno del cubo de residuos de un restaurante cercano. Lo dejaron comer tranquilo, sin ansias, felices de su líder. Comió el perro blanco y se echó a dormir. Probaron el manjar por orden: el que saldría inmediatamente de ronda y los otros después. Raúl no se animó a comer, aunque dudó.

Al fin de la tarde las patrullas habían concluido, le tocaba a él salir. Se dirigió a la estación. Estaba cubierto de pelos y picado de pulgas. Las sentía deambular bajo la ropa. Caminaba sacudiéndose el saco a los cachetazos. Volaban mechones y polvo. La gente que pululaba en Haedo a la hora de volver a casa lo esquivaba al pasar.  Le picaba la espalda, las piernas.

En el baño de la estación se desnudó para lavarse. Detrás del retrete halló una botella de plástico. Llenó el envase con agua de la canilla. Encerrado en un cubículo volcó sobre su cabeza, como una ducha, el agua fría. Repitió la operación una vez más. Notó que tenía más pelos. Lavó su ropa interior la estrujó lo más fuerte que pudo y con eso pudo secarse. Olía a perro mojado, pero no tenía opción, era con lo que contaba. El espejo le devolvió una imagen ojerosa. Sacudió la ropa de pulgas y mugre, colgó el saco de la puerta. Con la mano todavía mojada le estiró las arrugas, se acomodó la cabellera hirsuta y volvió a la iglesia. Estaban todos, jugaban todavía con el palo que les había llevado el día anterior. Era cierta su percepción, solo alimentaban a los perros. Había un plato de guiso caliente con pedazos de carne, vaya a saber de qué, pero sabía riquísimo. Jugaron todos otra vez con el palo y terminaron de romper una manta vieja que alguno consiguió. Apareció, también, una pelota a la que arrancaron uno a uno los gajos. Finalmente dieron un par de vueltas más buscando cada uno su cola y se echaron a dormir. Con el hocico entre sus piernas, enrollados sobre si mismos o tapados con las patas delanteras se entregaron al descanso.

La semana pasó a otra semana, y otra a otra más. Al baño de la estación iba sólo por las necesidades básicas y si estaba de humor, mojarse un poco el cabello cada vez más ralo y tieso. Las orejas le picaban, se le habían inflamado y coloradas parecían más largas.

Los seis tenían su rutina ajustada, hacían las guardias, a veces encontraban buena comida en el restaurante y la comían por orden, Raúl el último, por más que la hubiera conseguido él. De todas formas, ahora, todas las noches alguien a las siete de la tarde dejaba comida caliente y agua, estuviera o no Raúl.

Una noche mientras terminaban de jugar con el palo y se preparaban a dormir llegó un hombre. Estaba descalzo. Se les acercó con temor. Raúl le gruñó. Dejó de mordisquear el palo con el que jugaban y se rascó su oreja puntiaguda. El hombre, venciendo el temor, se le acercó despacio. Extendió la mano con la prudencia del minutero de un reloj. Raúl no dejaba de gruñir, el hombre llegó a su cabeza y se la rasco con afecto. Raúl soltó el palo y se dejó acariciar la barbilla. Una pulga le saltó a la mano que el nuevo no espantó.  Todavía quedaba algo de comida caliente. Con el hocico le acercó el pote, todos lo miraron comer. Luego se echaron a su alrededor.