El tren perseveraba
en su travesía con destino a Buenos Aires. Desde que partió de Toay, provincia
de La Pampa, se detuvo y volvió a ponerse en marcha, como si dependiera de su
propia voluntad, infinidad de veces. Parecía un capricho de la máquina volver a
arrancar. Había entrado en Buenos Aires pasado el mediodía. Raúl estiraba su
saco o caminaba por el pasillo angosto entre los asientos que ni si quiera se
reclinaban. Como un ingrediente más del servicio, estaban rotos y no permitían
el mínimo consuelo de sentarse mirando hacia la dirección en la que se viaja. No
hablaba con nadie y nadie le habló. Viajaba con la sensación que lo había
perseguido durante toda su vida: estaba aparte. No le importaba qué dijeran de
él, ni llegar a ningún lado, solo le molestaba no saber si iba a permanecer
detenido en medio de la nada o si finalmente podría concretar el viaje. En el
hastío dentro del coche cambiaba de vagón. Al atravesar la articulación le
quedaba adherida a la ropa y en lo profundo de su nariz la nube hedionda
proveniente del baño.
El paisaje no
era más que pasto seco y campos vacíos. Los instantes en que permanecía en su
asiento y el tren estaba en marcha, se entretenía mirando las ondas de los
cables pendiendo entre postes más o menos equidistantes. Dejaba pasar el
tiempo, se distraía, le parecía seguir el dibujo de una cinta métrica sin
números. Línea tras línea, poste tras poste los palos de los alambrados
simétricos le creaban esa ilusión.
Cerca de
Trenque Lauquen el vacío se llenó con cuatro o cinco vacas clavadas en el barro
de una charca. Rumiaban e irradiaban la cadencia cansina a todo su cuerpo con
la panza apoyada en el agua.
Cuando la
marcha era constante, el ferrocarril parecía decir con sus ruedas y los rieles,
el apellido de un pariente lejano: Baran_diarán, Baran_diarán.
Comenzaba a
anochecer. Raúl no tenía nombre para su destino, solo había pensado en la
capital. Le daba lo mismo.
Hacía una hora que en la ventana aparecían
islas de construcción. Primero unas pocas casas, alguna estación con su
pueblito, en la que el tren no se detenía, y después empezaron las villas. No soportaba más el viaje. Enseguida desaparecieron los espacios vacíos
entre estación y estación. Cada vez había más casas. Tenía que ser la capital o
estar muy cerca, pensó. De un salto se puso de pie y volvió a estirar su ropa.
-Disculpe
usted, señora. ¿Sabría decirme qué estación es la próxima? – le dijo a una
pasajera.
-Haedo-
respondió, sorprendida por la corrección del lenguaje que poco tenía que ver
con el aspecto.
-Muchas
gracias, es usted muy amable- contestó pensando en el nombre de la estación.
El tren redujo
su velocidad con elegancia, diferente de cuando se detenía por desperfecto en
medio de la nada. Raúl dejó el asiento y bajó apurado mientras pensaba: Toay,
cuatro letras. “Aedo” cuatro letras. Es una señal, se dijo. Le llamó la
atención que la estación fuese igual a la que había dejado para siempre.
Convencido del mensaje del destino sonrió por primera vez después de mucho tiempo, no recordaba cuánto.
Parado en el estribo y agarrado al barral esperó a que el tren se detuviera por
completo. En la plataforma había un cartel con un tablero de fondo negro donde
decía en relieve: Haedo. Me equivoqué,
dijo, son cinco las letras. Sintió frío
en la espalda, como un mal augurio, pensó en subirse y prolongar el viaje, pero
continuó en su determinación.
Un perro,
el jefe de estación y algunos pasajeros giraron y lo miraron al reconocer su
error en voz alta. Se movían como animados por la costumbre. Raúl no supo dónde
ir. La noche se había pronunciado y entre los árboles muy lejos y muy alto vio
brillar una luz roja. Trató de orientarse para llegar hasta allí.
En el
centro del andén encontró una escalara por la que lo condujo por un túnel al
otro lado de las vías donde una familia acomodaba sus pertenencias como preparándose
a dormir en el subsuelo de piso sucio y mojado. Olía a vómito. Ese no era sitio
para él. A cien metros, la avenida
Rivadavia estaba iluminada por las vidrieras de los negocios. Uno al lado del
otro, cerrados, con sus escaparates de banalidades tan lejanas, proyectaban su
luz sobre la vereda. Asomaba por entre los árboles, detrás de las
fachadas de casas bajas, aquella luz roja. El color celeste de una estación de
servicio le marcó otro hito. Dobló hacia la izquierda para escapar, cruzó la
calle y siguió caminando por la oscuridad de una fila de plátanos. Había uno o
dos negocios con sus luces apagadas, parecían abandonados. Buscando la luz roja
llegó a una iglesia. En la cúpula, en la
punta de la cruz, rozando la cercanía de Dios, la baliza advertía a los
aviones, no a los fieles. Otra buena señal pensó. Encontré mi estrella colorada,
ésta anula la quinta letra del cartel, se dijo.
Había
perros en el atrio. Cinco perros acostados uno junto al otro, con los hocicos
escondidos entre sus patas. Le gustaban los perros y él a los perros. Levantaron
sus orejas, después sus rostros y lo miraron con la mejor desesperanza que pudieran
transmitir. Uno le gruñó. Tenía las orejas redondeadas, algo humanas y sin pelo,
luego, todos caminaron en círculos, alrededor de un recipiente con comida todavía
caliente. Dieron un par de vueltas reacomodándose, parecía que le hacían un lugar.
Antes de sentarse se estiró el saco y sonrío. Los perros formando un cerco a su
alrededor, volvieron a acostarse dándole calor. El más pequeño, de color blanco,
el que le había gruñido, al echarse empujó el plato de comida. Otra señal se
dijo. Tenía mucha hambre, probó la polenta con arroz y sabía mejor que la que
le daban en el colegio de monjas donde creía haber nacido. No recordaba nada de
su infancia y nada sabía de sus orígenes. Se sintió bienvenido, se acomodó
entre sus nuevos amigos y se durmió.
Despertó con
el sol en la cara. Los perros ya habían empezado su ronda cotidiana. Estaban
todos allí, menos el blanco. Era lunes. La secretaria parroquial no había
llegado todavía. Raúl se levantó, estiró su cuerpo para ablandar el recuerdo
duro de la piedra del suelo, luego se detuvo a atender su traje. Lo emprolijó
con la mano desde los hombros, una y otra vez hasta alisarlo. El saco estaba
cubierto de pelos. Mechones sueltos por todos lados, bajo la ropa, en los
pantalones.
Ocupado en
su acicalamiento vio llegar al perro blanco. Comenzó a picarle el cuerpo. Aquel
traía una enorme tibia de vaca entre los dientes que apenas podía sostener. El
hueso conservaba carne adherida. Satisfecho con su caza, en el medio del atrio,
se echó a mordisquearlo un poco. Arrancó los pellejos más tiernos y dejó el
resto a un costado para sus compañeros. Por turno cada perro lamió y royó, hasta
que terminado el desayuno dejaron la iglesia. Raúl permaneció solo sentado entre
mantas sucias. Llegó la secretaria, se detuvo en una puerta del costado
revolviendo su cartera por un llavero. Lo miró y pareció murmurar algo. No
podía desenredar la llave de un rosario de plástico negro. Le temblaban las
manos. Mientras lo espiaba de soslayo logró hallar el ojo de la cerradura.
Apurada cerró de un portazo.
A las dos horas
volvió uno de los perros, en un lapso similar, volvió otro. Después otro. A
medida que llegaban se acomodaban un rato, cada uno en su sitio. Luego
caminaban, recorrían la cuadra, iban y venían hasta que se volvían a echar.
Raúl permaneció sentado aprendiendo como era la vida de esos perros. Cómo se
vivía en el atrio de una iglesia. Terminada la tarde todos habían regresado y nuevamente
el perro blanco le gruñó. Lo miró y volvió a gruñirle. Decidió irse él también
un rato. Bajó las escaleras del atrio y tomó rumbo hacia la estación del tren.
Raúl caminaba
pensando en los perros. Eran mansos,
aunque le temía un poco al que parecía el alfa. Vio tirada entre los árboles
una rama seca y la recogió. Nunca se sabe cómo pueden reaccionar esos animales callejeros,
pensó. Desanduvo el camino del día anterior.
El jefe de
la estación barría el andén, algunos pasajeros comenzaban a llegar. En el baño
de la estación se lavó, se mojó la cabeza y acomodó su cabello. Con los dedos
intentó marcar la raya al costado, parecía engominado. El espejo reflejaba
turbia su imagen, creyó ver pelos en su piel.
A las seis
llegó un tren. El remolino de gente se dispersó enseguida y Raúl vivió todo el
desarrollo como si fuera una escena en el teatro. Luego volvió contento a la
iglesia cuando el pitido agudo en la distancia dejó de oírse.
Los perros
parecían estar esperándolo, el perro blanco le quiso arrebatar el palo, parecía
enojado, pero los otros no. Raúl tironeó un poco hasta ceder, entonces otro
perro tomó su lugar. Uno a uno le disputaron el palo al perro blanco. Finalmente,
ganador de la contienda, se lo devolvió soltándolo sobre sus pies. Raúl se
sintió bien con ellos. Amontonados se acomodaron contra el portón de madera de
la iglesia. Esa noche nadie les llevó comida, Raúl creyó que era por su
presencia. Hacía frio.
Todos
durmieron inquietos, roncaban y hacían ruido con los dientes. Se frotaban unos
contra otros. Giraban sobre sí mismos buscando una posición más cómoda, pero
rezongaban por no hallarla y se volvían a echar.
El sol,
como una lengua, buscaba sobre los escalones del atrio iluminar a la jauría. Poco
antes de tocar al perro blanco, éste se levantó, orinó el primer árbol, el
segundo escalón y emprendió su ronda. Igual que el día anterior, todos
esperaron su regreso para comenzar las guardias. Esta vez volvió con una tira
de asado fría que resistió al cirujeo nocturno del cubo de residuos de un
restaurante cercano. Lo dejaron comer tranquilo, sin ansias, felices de su
líder. Comió el perro blanco y se echó a dormir. Probaron el manjar por orden:
el que saldría inmediatamente de ronda y los otros después. Raúl no se animó a
comer, aunque dudó.
Al fin de
la tarde las patrullas habían concluido, le tocaba a él salir. Se dirigió a la
estación. Estaba cubierto de pelos y picado de pulgas. Las sentía deambular
bajo la ropa. Caminaba sacudiéndose el saco a los cachetazos. Volaban mechones
y polvo. La gente que pululaba en Haedo a la hora de volver a casa lo esquivaba
al pasar. Le picaba la espalda, las
piernas.
En el baño
de la estación se desnudó para lavarse. Detrás del retrete halló una botella de
plástico. Llenó el envase con agua de la canilla. Encerrado en un cubículo volcó
sobre su cabeza, como una ducha, el agua fría. Repitió la operación una vez
más. Notó que tenía más pelos. Lavó su ropa interior la estrujó lo más fuerte
que pudo y con eso pudo secarse. Olía a perro mojado, pero no tenía opción, era
con lo que contaba. El espejo le devolvió una imagen ojerosa. Sacudió la ropa
de pulgas y mugre, colgó el saco de la puerta. Con la mano todavía mojada le estiró
las arrugas, se acomodó la cabellera hirsuta y volvió a la iglesia. Estaban
todos, jugaban todavía con el palo que les había llevado el día anterior. Era
cierta su percepción, solo alimentaban a los perros. Había un plato de guiso
caliente con pedazos de carne, vaya a saber de qué, pero sabía riquísimo.
Jugaron todos otra vez con el palo y terminaron de romper una manta vieja que
alguno consiguió. Apareció, también, una pelota a la que arrancaron uno a uno
los gajos. Finalmente dieron un par de vueltas más buscando cada uno su cola y
se echaron a dormir. Con el hocico entre sus piernas, enrollados sobre si
mismos o tapados con las patas delanteras se entregaron al descanso.
La semana
pasó a otra semana, y otra a otra más. Al baño de la estación iba sólo por las
necesidades básicas y si estaba de humor, mojarse un poco el cabello cada vez
más ralo y tieso. Las orejas le picaban, se le habían inflamado y coloradas
parecían más largas.
Los seis
tenían su rutina ajustada, hacían las guardias, a veces encontraban buena
comida en el restaurante y la comían por orden, Raúl el último, por más que la
hubiera conseguido él. De todas formas, ahora, todas las noches alguien a las
siete de la tarde dejaba comida caliente y agua, estuviera o no Raúl.
Una noche mientras
terminaban de jugar con el palo y se preparaban a dormir llegó un hombre. Estaba
descalzo. Se les acercó con temor. Raúl le gruñó. Dejó de mordisquear el palo
con el que jugaban y se rascó su oreja puntiaguda. El hombre, venciendo el
temor, se le acercó despacio. Extendió la mano con la prudencia del minutero de
un reloj. Raúl no dejaba de gruñir, el hombre llegó a su cabeza y se la rasco
con afecto. Raúl soltó el palo y se dejó acariciar la barbilla. Una pulga le
saltó a la mano que el nuevo no espantó. Todavía quedaba algo de comida caliente. Con
el hocico le acercó el pote, todos lo miraron comer. Luego se echaron a su
alrededor.