Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de
marzo, a la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de
fiebre, pero aun así quiso hacer a pie el camino entre la estación y el
hospital, llevando su pequeña maleta de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente
sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el
que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una
competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las
instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto
ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una
inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por
entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado
completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen
más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación
de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el
tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela
estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la
ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y,
encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había
llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a
conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró
así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran
distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la
última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba
destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En
la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en
planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos
para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio,
impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un
compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por
otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con
mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete
castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus
reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas
carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de
un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias
en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido
a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, pareciéndole
que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no
para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con
la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas
inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este
género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las
ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a
distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante.
En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba
asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no
sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy
aquí... –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la
conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente
curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos
palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi
sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía
no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva
desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en
la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin
más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote.
Y naturalmente...
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió
Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas
las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante
–respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están
bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte,
que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone
–añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a
la cama. Que le vaya bien...
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con
energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció
inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera
planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los
fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se
veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado.
Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las
mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un
palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo,
en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y
oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a
Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se
había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el
médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho,
la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera
siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras.
Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en
dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado
en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole
amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá?
–preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno
está enfermo se imagina siempre lo peor...
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le
había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía
levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió
escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su
estado, con todo, parecía seguir estacionario.
Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el
supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente
personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos
niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero
faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra
habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente;
para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una
enfermera nueva y más mona.
–Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una
ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra
semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene
inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que
baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un
detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no
quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a
especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto
de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En
cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días,
podrá volver aquí arriba
–Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar
que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico;
entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una
gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños... Un
favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras
razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal
agüero.
De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien
convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento
de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal,
de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta,
puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad
de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo
habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del
hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios
enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se
albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las
primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los
médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la
séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición,
padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así,
se empezaba de verdad.
De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver
arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad,
hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo
mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo
mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en
consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los "casi
sanos".
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus
derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a
sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días,
que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un
favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería
arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en
el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse
perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era
ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle
importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe
Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con
decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero
volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le
daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go!
Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni
siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones
análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la
enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo
de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella
siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que
comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a
atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto,
en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta,
donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado
largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había
decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos,
por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada
planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de
hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos
meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de
oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta
planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a
la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró
a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su
regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó,
sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a
la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía
explicarle, estaba incluido en la mitad más "grave" de los que se
alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte
montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír
hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran
derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan
abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello
para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le
subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando
menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que
hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía
acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el
fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de
sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni
siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad
inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que
había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta
de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la
dirección había "empeorado" ligeramente su dictamen a propósito, ya
que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor
aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado;
lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el
facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de
abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los
doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se
descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente
amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por
los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las
minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se
dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose
al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez
se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos,
los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de
todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con
diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el
pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y
el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más
tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de
asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando
veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que
tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados
tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha
una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse.
Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la
enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del
mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo
de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó
Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde
luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente...
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me
refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le
desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la
erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la
cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no
irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que
le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue
extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba
de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio
obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran
el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta
inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que
representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar
a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un
minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación
a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias
enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima
situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había
ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía
regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que
legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que
acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran!
Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo
en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a
hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda
cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito,
pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido,
¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve
reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una
semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá.
Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un
momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el
fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–.
La sexta podría estar bien.
Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de
Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se
daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y
hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en
su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta
planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a
Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.
Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el
período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una
persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso
durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe
Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual
de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a
la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los
negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero
sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a
parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había
convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido
detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla.
Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se
esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso
destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el
doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en
un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso
destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso,
mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como
obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente
rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy
leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien
difíciles... Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo,
tiene auténtica obsesión por sanar... si no tuviera miedo de que se me enfade,
le daría un consejo...
–Pues diga, diga, doctor...
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros.
Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a
parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe,
espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer
día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran
directamente en la...
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–,
¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas
inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las
instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe
usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del
tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues
bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda
planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su
influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que
sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón
del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores
tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz
temblorosa–, usted me aconseja...
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–,
añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es
una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que
de prolongarse mucho podría deprimir la "moral"; y usted sabe lo
importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de
rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por
qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no
tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas
de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían
mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más
complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es
volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con
nosotros o incluso más arriba, según sus "méritos", incluso a la
quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir...
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría
en su situación.
Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días.
Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del
eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos
todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de
abajo.
En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la
sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí
abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este
regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo
tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella
planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro
de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el
personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una
sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la
segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un
muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince
días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para
asustarse.
Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía–
se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el
personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de
rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se
atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas
de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel
que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía
precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en
un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían
provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni
uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez,
permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en
los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en
las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más
solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír
en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los
"condenados", vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su
mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a
aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno
verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los
tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los
árboles que rodeaban el hospital.
Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el
supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron
súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza
el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–.
¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la
tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no
comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le
enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada
menos que por el mismísimo profesor Dati.
El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en
largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el
favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran
bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona
amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le
explicara. Luego se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que
había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía
algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada...
Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono
cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor
Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no
volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus
órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo
garantizo... ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a
Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El
terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la
habitación.
De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la
última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los
médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la
séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca
que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a
carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba
lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana
con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas
paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas
figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los
árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó
incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el
timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba
en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo
asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque
ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora
de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un
error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos
años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera
alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta
oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte,
que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que
estaba sobre la mesita al lado de la cama. Eran las tres y media. Volvió la
cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa
orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.
Traducción Javier Setó