—¿No te da vergüenza malgastar la vida con esa obsesión?
—La poesía, mujer mía, es parte importante de la vida. Es más, te diré que la vida es un poema que se escribe cada día.
La esposa de Ramón Z seguía en sus erres:
—Bien podrías echarme una mano en la casa, que hay mucha tarea, en vez de estar todo el día recluido en tu habitación garabateando papeles que no sirven para nada.
—Tengo —dijo Ramón Z— un propósito firme: presentarme a un premio de poesía inexistente de gran prestigio. Premio del que nadie, salvo yo, conoce su ubicación, el jurado y la cuantía para el ganador.
—Estás loco Ramón —contestó su esposa.
—Pero verás, mujer, te haré caso: contribuiré en las labores domésticas.
—Estupendo —respondió ella—. Ahí tienes la casa y las tareas para ti solo, que yo tengo que ir a la peluquería.
Ramón Z se puso manos a la obra. Primero, introdujo los platos, tazas y cubiertos en el lavavajillas, y, en su cabeza, surgió un pareado. No era mucho, pero era un comienzo.
Animado, se dirigió al lugar donde habitaba la lavadora. Introdujo la ropa en la boca de tiburón sin dientes del electrodomésticos y, al pulsar el botón de puesta en marcha, consiguió elaborar un terceto.
«Esto marcha», se dijo.
El siguiente escollo era la plancha. Ahí estaba la montaña de ropa lavada el día anterior. Esperó a que la plancha consiguiera la temperatura necesaria y comenzó a deslizarla sobre un pantalón de pana que se le antojó un campo que él, Ramón, tenía que arar.
En el primer surco plantó un cuarteto; en el segundo, una cuaderna vía, y cuando todo el campo de pana estuvo arado, vio con asombro que comenzaban a florecer sonetos por todas partes. Corrió a su habitación, buscó una cinta métrica, midió el largo y el ancho del pantalón, asegurándose de que todo cuadraba a la perfección: catorce versos endecasílabos, ni más ni menos.
—¡Perfecto! —exclamó en voz alta.
Para evitar que se marchitaran, pulsó el botón de la plancha que indicaba la salida de agua vaporizada y regó la cosecha con varios estrambotes. Uno por cada soneto en flor. Estaba agotado, pero feliz, así que decidió preparar en la licuadora un zumo de frutas con manzana, naranja, fresas y un plátano.
Apretó el interruptor y los ingredientes, al batirse, le otorgaron una copla de pie quebrado: octosílabos combinados con tetrasílabos, un dulzor que se llevó a la boca con delectación de comulgante.
Recuperó energías. Se sentía invencible y poderoso, como un dios adorado por todos, o por nadie.
La siguiente tarea consistía en limpiar la casa. Tenía dos opciones: escoba y aspiradora. Se decantó por la segunda opción, sabedor de que la escoba levanta partículas de polvo, avienta las comas, los puntos, las interrogaciones…
Con la aspiradora comenzó a extraer todas las erratas, los fallos gramaticales, los versos de arte menor, las asonancias, etc.
Sin duda, ese artefacto —la aspiradora— poseía un alto grado de sensibilidad poética. No arañaba, no destruía; sabía distinguir el polvo de la paja.
Un sonido agudo, un grito de sirena que Ulises esquivó, le anunció que la lavadora había concluido su trabajo. Corrió al lavadero, extrajo el vómito del estómago de aquel animal dormido y se dirigió a la terraza con la ropa aún mojada por la saliva del monstruo.
Se pertrechó de pinzas y comenzó a tender la colada al sol del verano. Ropas que eran cuerpos sin carnes: camisas, pantalones, calcetines y toallas como sudarios muertos. Con la brisa que soplaba, cientos, miles de versos libres acudieron a su cabeza, como pájaros hambrientos lo hacen a las semillas.
Pergeñó un libro imposible, magnífico, utópico, que no dudó en enviar a ese premio inexistente, que no tenía jurado. Un premio del que nadie, salvo él, conocía la fecha, el lugar o la hora en la que se produciría el fallo, o no.
Ramón Z envió su poemario. ¡Y ganó el premio!
Nadie tuvo noticias del fabuloso y extraordinario éxito editorial y popular que obtuvo. Los críticos —ajenos al mencionado premio— afirmaron que el poemario atesoraba una extraordinaria calidad literaria. Las críticas fueron muchísimas en todos los medios de comunicación que no existían, o nadie veía con interés.
De este modo, Ramón Z, se fraguó un puesto relevante entre los grandes, afamados y elogiados poetas de la literatura, sin estar entre ellos.
Cuando su mujer regresó de la peluquería, admiró el trabajo que su esposo había realizado en el hogar, y Ramón, eufórico y entusiasmado, besó los labios de su mujer y dijo:
—¡Estás muy guapa, cariño!
publicado en el blog de Narrativa Breve de Madrid
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