Así
han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda
mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado:
las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas
inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes
y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas
defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don
Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en
el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin
torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se
adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en
las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla
que, limpia de viandas, muestra en su tersura el «Ave María» heráldico del
fundador.
El
enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el
rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido,
como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus
bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la
tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo
asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por
los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de
los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus
cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir
atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la
carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las
medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá
afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres
españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido.
Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los
muslos.
¿Cuándo
regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al
Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la
comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el
rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el
pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y
verde.
Baitos,
el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el
suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con
maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el
hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le
mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada
justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En
Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó
que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían
diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta
hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de
duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en
palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo
las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a
la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el
Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto
les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Cómo si no nacieran todos de
idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar
a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de
alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El
hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la
situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de
carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco,
sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que
robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una
culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de
plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una
cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado,
porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que
punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El
viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la
lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su
hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta.
¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los
cuerpos y entonces…
Toma
su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es
una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las
chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz
con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su
camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí,
allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos
mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su
hermano andará cerca. Unos pasos más…
Pero
de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las
hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las
presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don
Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey
de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan
de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y
Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe
Andrea Doria.
Baitos
se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos
momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su
orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues
ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce
todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como
una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la
enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.
A
este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de
Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el
viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su
animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que
ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban
bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le
dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia
del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando
venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria
quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana,
y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos
le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada
del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También
dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…
Conversan
los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas
cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de
Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el
desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño
afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con
altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en
los dedos del viento.
El
hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae
silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando
recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas,
pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de
la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba
a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se
movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de
Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no
estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero
de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan
siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda,
con su libro de oraciones.
Bernardo
Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues
los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos
desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la
apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la
lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se
troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa
tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas…
¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por
qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre?
Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano.
Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado
seguro de su destreza, de su agilidad…
No,
no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la
empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo
desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro,
camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado
por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae
encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la
caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe
ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que
merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el
manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con
la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror
de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la
pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado
junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre
los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de
su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano,
entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte,
para abrigarse.
El
ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada
de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las
hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano
trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
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