domingo, 1 de septiembre de 2024

Juan Manuel Ramírez

 

—¿No te da vergüenza malgastar la vida con esa obsesión?

—La poesía, mujer mía, es parte importante de la vida. Es más, te diré que la vida es un poema que se escribe cada día.

La esposa de Ramón Z seguía en sus erres:

—Bien podrías echarme una mano en la casa, que hay mucha tarea, en vez de estar todo el día recluido en tu habitación garabateando papeles que no sirven para nada.

—Tengo —dijo Ramón Z— un propósito firme: presentarme a un premio de poesía inexistente de gran prestigio. Premio del que nadie, salvo yo, conoce su ubicación, el jurado y la cuantía para el ganador.

—Estás loco Ramón  —contestó su esposa.

—Pero verás, mujer, te haré caso: contribuiré en las labores domésticas.

—Estupendo —respondió ella—. Ahí tienes la casa y las tareas para ti solo, que yo tengo que ir a la peluquería.

Ramón Z se puso manos a la obra. Primero, introdujo los platos, tazas y cubiertos en el lavavajillas, y, en su cabeza, surgió un pareado. No era mucho, pero era un comienzo.

Animado, se dirigió al lugar donde habitaba la lavadora. Introdujo la ropa en la boca de tiburón sin dientes del electrodomésticos y, al pulsar el botón de puesta en marcha, consiguió elaborar un terceto.

«Esto marcha», se dijo.

El siguiente escollo era la plancha. Ahí estaba la montaña de ropa lavada el día anterior. Esperó a que la plancha consiguiera la temperatura necesaria y comenzó a deslizarla sobre un pantalón de pana que se le antojó un campo que él, Ramón, tenía que arar.

En el primer surco plantó un cuarteto; en el segundo, una cuaderna vía, y cuando todo el campo de pana estuvo arado, vio con asombro que comenzaban a florecer sonetos por todas partes. Corrió a su habitación, buscó una cinta métrica, midió el largo y el ancho del pantalón, asegurándose de que todo cuadraba a la perfección: catorce versos endecasílabos, ni más ni menos.

—¡Perfecto! —exclamó en voz alta.

Para evitar que se marchitaran, pulsó el botón de la plancha que indicaba la salida de agua vaporizada y regó la cosecha con varios estrambotes. Uno por cada soneto en flor. Estaba agotado, pero feliz, así que decidió preparar en la licuadora un zumo de frutas con manzana, naranja, fresas y un plátano.

Apretó el interruptor y los ingredientes, al batirse, le otorgaron una copla de pie quebrado: octosílabos combinados con tetrasílabos, un dulzor que se llevó a la boca con delectación de comulgante.

Recuperó energías. Se sentía invencible y poderoso, como un dios adorado por todos, o por nadie.

La siguiente tarea consistía en limpiar la casa. Tenía dos opciones: escoba y aspiradora. Se decantó por la segunda opción, sabedor de que la escoba levanta partículas de polvo, avienta las comas, los puntos, las interrogaciones…

Con la aspiradora comenzó a extraer todas las erratas, los fallos gramaticales, los versos de arte menor, las asonancias, etc.

Sin duda, ese artefacto —la aspiradora— poseía un alto grado de sensibilidad poética. No arañaba, no destruía; sabía distinguir el polvo de la paja.

Un sonido agudo, un grito de sirena que Ulises esquivó, le anunció que la lavadora había concluido su trabajo. Corrió al lavadero, extrajo el vómito del estómago de aquel animal dormido y se dirigió a la terraza con la ropa aún mojada por la saliva del monstruo.

Se pertrechó de pinzas y comenzó a tender la colada al sol del verano. Ropas que eran cuerpos sin carnes: camisas, pantalones, calcetines y toallas como sudarios muertos. Con la brisa que soplaba, cientos, miles de versos libres acudieron a su cabeza, como pájaros hambrientos lo hacen a las semillas.

Pergeñó un libro imposible, magnífico, utópico, que no dudó en enviar a ese premio inexistente, que no tenía jurado. Un premio del que nadie, salvo él, conocía la fecha, el lugar o la hora en la que se produciría el fallo, o no.

Ramón Z envió su poemario. ¡Y ganó el premio!

Nadie tuvo noticias del fabuloso y extraordinario éxito editorial y popular que obtuvo. Los críticos —ajenos al mencionado premio— afirmaron que el poemario atesoraba una extraordinaria calidad literaria. Las críticas fueron muchísimas en todos los medios de comunicación que no existían, o nadie veía con interés.

De este modo, Ramón Z, se fraguó un puesto relevante entre los grandes, afamados y elogiados poetas de la literatura, sin estar entre ellos.

Cuando su mujer regresó de la peluquería, admiró el trabajo que su esposo había realizado en el hogar, y Ramón, eufórico y entusiasmado, besó los labios de su mujer y dijo:

—¡Estás muy guapa, cariño!


publicado en el blog de Narrativa Breve de Madrid



domingo, 25 de agosto de 2024

Rosalia de Castro ( Santiago de Compostela 1837 , Padron 1885)

 






Una vez tuve un clavo


Una vez tuve un clavo
clavado en el corazón,
y yo no me acuerdo ya si era aquel clavo
de oro, de hierro o de amor.
Sólo sé que me hizo un mal tan hondo,
que tanto me atormentó,
que yo día y noche sin cesar lloraba
cual lloró Magdalena en la Pasión.
“Señor, que todo lo puedes
—pedile una vez a Dios—,
dame valor para arrancar de un golpe
clavo de tal condición.”
Y diómelo Dios, arranquelo.
Pero... ¿quién pensara?... Después
ya no sentí más tormentos
ni supe qué era dolor;
supe sólo que no sé qué me faltaba
en donde el clavo faltó,
y tal vez... tal vez tuve soledades
de aquella pena... ¡Buen Dios!
Este barro mortal que envuelve el espíritu,
¡quién lo entenderá, Señor!...

 

domingo, 18 de agosto de 2024

Cinthya Ozick ( 1928 , Nueva York, Nueva York, Estados Unidos) " La habitación de Freud "













   No hace mucho que convirtieron la casa vienesa de Freud en un museo, pero son pocas las visitas que recibe. Incluso es difícil saber que está ahí: los grandes hoteles no la mencionan en los tablones de anuncios, nadie la considera parte del circuito turístico. Si alguien quiere encontrarla, el único sitio donde preguntar es en la comisaría de policía.

       No he estado allí en persona (jamás piso ningún territorio que lamiera la bota de los nazis), pero a menudo he soñado con las fotografías de las reducidas dependencias donde Sigmund Freud redactaba sus tratados, citaba a sus pacientes y guardaba, en una vitrina, su colección de estatuillas antiguas y animales de piedra. Hay una imagen de Freud sentado delante de su escritorio, mirando un manuscrito a través de unos lentes perfectamente redondos con montura negra; a su espalda está la vitrina reluciente sobre la que se ve un camello de buen tamaño, tallado en madera o piedra, y una magnífica urna griega a uno de los lados. Hay una pared de libros, un jarrón con flores de sauce blanco y, en cada estante y superficie útil, cálices, copas, bestezuelas y cientos de esas extrañas deidades.
       Supongo que los restos egipcios ya no se conservan en el museo, a menos que por alguna razón los hayan llevado de nuevo para ocupar el vacío de las habitaciones del refugiado.
       En otra de esas famosas fotografías se da una curiosa yuxtaposición. La imagen está dividida exactamente en dos por el pie de una lámpara. A la izquierda aparece la multitud de deidades de piedra; a la derecha, el diván en el que se tumbaban los pacientes de Freud durante las sesiones de psicoanálisis. En la pared detrás del diván hay una alfombra persa colgada a modo de tapiz; el diván propiamente dicho aparece cubierto con poco arte por otra tosca alfombra que oculta el cabezal, sobre el que hay un cojín mullido de terciopelo calado como una boina hundida. El centro de la fotografía lo ocupa el sillón bajo de terciopelo donde se sentaba Freud. Los brazos del sillón parecen gastados, la pequeña estancia da la sensación de estar abarrotada por el exceso de objetos, la abundancia de marcos que cuelgan en torpe desorden a lo largo y ancho de la pared detrás del sillón y del diván. En uno de los marcos, protegidas por el cristal, relucen las ijadas de un galgo. Todo este desorden, por supuesto, se corresponde con la idea que nos hemos hecho del abigarramiento victoriano, y uno compadece a la doncella que entraba tímidamente en el gabinete empuñando un peligroso plumero. Aun así, si se mira por segunda vez, no hay tal desorden. Todo en la estancia es necesario, desde el diván a los dioses. Incluso el perro escuálido que corre y aúlla en la pared.
       Sobre todo los dioses. ¡Los dioses, ah, los dioses!
       No es la yuxtaposición que suponen. Lo que están pensando es: estos objetos de piedra primitivos, alineados como pequeños y decididos soldados de infantería en mesas y estantes (porque, ¿no es asombroso el modo en que muchos de ellos tienen un pie adelantado, igual que los hombres que marcharon después en Viena, o es simplemente que el escultor requiere esa postura en aras del equilibrio, pues de otro modo su dios se haría añicos?), estos objetos de piedra, pues, representan la veta primitiva y profunda de la mente que buscaba Freud. La mujer o el hombre del diván eran una empresa arqueológica, que capa tras capa había que excavar y cribar, con la misma delicadeza que ponen los arqueólogos con su fino pincel, igual que la doncella que entra todas las mañanas a pasar el plumero por el borde de cada una de las cabezas de piedra con el temor delicado de un escultor a despojar la materia misma que el dios-espíritu le ha confiado.
       (La palabra alemana para “materia” es excelente, y arroja luz sobre el uso que se le da en inglés: der Stoff. Como en: “la materia del universo”. Lo asombroso del término estriba en su cosicidad. Las solemnes deidades del consultorio de Freud son materia, estofa, pedazos de roca; escombros.)
       No, la yuxtaposición en la que estoy pensando no es la mera tangencia de lo primitivo con lo primitivo. Es otra cosa. La proliferación de dioses, en hordas y bandadas, las alfombras con sus rombos y sus motivos florales, las borlas que cuelgan lánguidamente, el mantón con recargados dibujos y flecos aún más largos que cubre la mesa, sobre el que un puñado de dioses desfilan ciegamente, los marcos de madera oscura barnizada, los jarrones curvos o de líneas rectas, los cálices de libación secos, los pesados tomos recios como las pirámides… Es la estancia de un rey.
       El aliento de esta habitación reverbera con los sueños de un rey que ansía convertirse en un dios absoluto como la piedra. Los sueños que se elevan del diván y el sillón se mezclan y se entrelazan en el aire: la paciente cuenta que ha soñado con un gato, el cual simboliza la severidad de una madre y, tras este sueño, al doctor lo acecha su propio sueño. Los dioses que caminan por el mantón de largos flecos que cubre la mesa han elegido a su rey.
       Respetado lector: si da la impresión de que estoy diciendo que Sigmund Freud deseaba ser un dios, no me malinterprete. No soy poeta, y desprecio las metáforas. Soy una persona de mentalidad literal. No tengo paciencia con las figuras retóricas. La música es un territorio que me ha sido vedado, y del arte no he visto gran cosa. He padecido las crueles vicisitudes del refugiado y me he ganado la vida comerciando con telas. Estoy familiarizado con las texturas: puedo distinguir con los ojos cerrados el rayón de la seda, la lana virgen de la sintética, el nailon puro del que lleva mezcla con algodón, el raso basto del fino. Me inclino por completo hacia lo tangible y lo palpable. Conozco la diferencia entre lo que está y lo que no está; entre lo vacío y lo lleno. No tengo nada que ver con la fantasía.
       Afirmo que Sigmund Freud deseaba ser un dios.
       Unos pocos hombres a lo largo de la historia lo han deseado y, de no ser por su naturaleza mortal, lo habrían conseguido. Algunos por medio de la tiranía: los faraones, indiscutiblemente, y también aquel Luis que fue rey Sol de Francia. Algunos gracias a las grandes victorias: Napoleón y Aníbal. Algunos en el ajedrez: esos maestros campeones del mundo que asesinan en efigie a las poderosas reinas de su imaginación. Algunos mediante la escritura de novelas: aquel conquistador, Tolstói, que se valió solo de sí mismo, disfrazado y con el pelo teñido, oculto bajo otros nombres, y también de sus tías y sus hermanos y de su pobre esposa, Sonia (pragmática y sensata como yo). Algunos gracias a la medicina y la odontología, prodigios de las prótesis y los trasplantes.
       Hay quienes, en cambio, al intrigar para convertirse en dioses utilizan recursos de muy distinta especie. Para los reyes, los generales, los maestros del ajedrez, los cirujanos, incluso para quienes dan rienda suelta a inmensas obras de la imaginación, los recursos son en última instancia su cordura, su sobriedad, su probidad burguesa. (¿Burguesa? ¿También los sagrados monarcas? Sí; para vivir decentemente en el Egipto de las antiguas dinastías, disponer de alimentos que no se pudrieran con facilidad, de alcantarillas limpias y lechos confortables, era necesario tener mil esclavos.) El concepto del genio loco es un tópico falso y estúpido. La ambición rastrea el filón de la lógica y la posibilidad. El genio no reclama lo grotesco, sino la verosimilitud: lo que se asemeja a la vida, lo contrario a la magia. Quien aspire a convertirse en un dios terrenal debe seguir el ejemplo de la tierra.
       Unos pocos no lo hacen. O al menos dos de ellos no lo han hecho. El inventor del sabbat —llamémosle Moisés, si quieren— declaró nulo el ciclo de la tierra. ¿Qué saben las aves, los gusanos de los que se alimentan, el maíz de los campos, los hombres y los animales que duermen y se despiertan hambrientos, qué saben ellos del sabbat, ese mandato arbitrario para interrumpir el ritmo cotidiano, de apartarse conscientemente de la progresión natural de los días? Únicamente Dios, por estar al margen de la naturaleza, puede ordenar que la naturaleza se detenga, puede obrar milagros, puede desbaratar la lógica.
       Después de Moisés, Freud. No son iguales. Lo que el sabbat y sus emanaciones procuraban reprimir, Freud se propuso revelarlo; todo lo bárbaro y lo atroz, lo velado y lo terrorífico: las uñas y las fauces mismas. Lo que la cristiandad turbulenta y medio salvaje de la edad de las tinieblas llamaba infierno, Freud lo denominó id, y lo describió asimismo como un “caldero”. Y al igual que el cura de pueblo con dotes para sembrar el temor poblaba el infierno con tal o cual demonio, Belcebú, Eblis, Apolión, Mefisto, esos ayudantes o dobles de Satán con nombres curiosos, Freud pobló el inconsciente con la maldición del id, el ego y el superego, poderosos fantasmas en danza que campan a su antojo por nuestras anatomías mientras fingimos que no están ahí. Y esto también atenta contra el ritmo diario de las cosas. La naturaleza no se detiene a preguntarse si ella misma es sospechosa del subterfugio cotidiano. Al inventar esa interrupción, Freud impuso sobre nuestra coherencia superficial un sabbat del alma.
       Y eso es dar vueltas en círculo sobre lo evidente: que Freud se sentía atraído por lo que se apartaba de la “cordura”. La atracción de lo irracional plantea en sí misma una cuestión profunda: ¿en qué medida es investigación y en qué medida es búsqueda? ¿Es el científico, el médico inteligente, el filósofo escéptico atraído por lo irracional, un ser racional? ¿Cómo explicar la atracción? Pienso en aquel majestuoso erudito de Jerusalén sentado en el estudio de la universidad, elaborando, con distancia y objetividad libresca, un volumen tras otro sobre la historia del misticismo judío…, ¿hay en ello un “interés científico” objetivo, o todo interés es solo un engaño? Y a propósito de Freud: ¿no será el estudioso de los sueños —esa gruta subterránea anegada y llena de penumbras, horadada con la furia de la angustia y el deseo—, no será el estudioso de los sueños un cautivo perdidamente enamorado de ellos? ¿Y no será el caldero oculto una trampa y una tentación para su inventor? ¿No acabará el doctor del subconsciente devorado por su propia creación, como le ocurrió a aquel rabino de Praga que construyó un gólem?
       O por decirlo en términos aún más terribles: tal vez la presa está en todo momento dentro del perseguidor.

domingo, 14 de julio de 2024

Etgar Keret: “Los israelíes apenas tienen un verdadero denominador común”

 



Para el autor israelí Etgar Keret, incluso si las cosas se están desmoronando, la escritura todavía puede ser una base para el diálogo. Pero no le pidan que hable en las manifestaciones contra el gobierno. Nota salida en Nueva Sion


Por Ronen Tal

En las semanas posteriores al 7 de octubre, el escritor Etgar Keret acudió a todos los lugares a los que lo invitaban, y se reunió con los soldados en el frente, con los supervivientes de la masacre y con las familias de los rehenes. En un caso, durante un acto en Nir David, el kibutz del norte que ha sido vilipendiado por no permitir el acceso del público a parte de un arroyo que lo atraviesa, acudió una multitud mayor de lo habitual: «gente de más de 60 años, aquí y allá alguien con un andador o en un scooter», recuerda.

«Fue muy humano y agradable, y al final la gente empezó a moverse hacia la puerta, pero una mujer mayor se quedó sentada en el medio, mirándome como una maestra que está a punto de echarme de la clase. Y luego dice en tono asertivo: ‘Está todo bien, hablaste y leíste y hablaste de tu familia, pero lo más importante no dijiste: ‘¿Qué hacemos ahora?'»

Keret no tuvo respuesta. «Cuando no sé qué decir, tiendo a repetir lo que los demás me dicen. Entonces dije: ‘¿Qué hacemos ahora?’ Y alguien que estaba en la puerta asomó la cabeza y le gritó a su esposa, que ya estaba afuera: Varda, vuelve, que te va a decir lo que debemos hacer ahora’. Otras personas que estaban saliendo comenzaron a regresar a sus asientos. Todos se sentaron para escucharme decir lo que deberíamos hacer ahora. Parece una pregunta legítima, pero no tengo ni idea de lo que deberíamos hacer. Hablé de mi madre, que sobrevivió al Holocausto. No recuerdo lo que dije exactamente, pero Shira [Geffen, la esposa de Keret] dice que se fueron satisfechos».

Esa pregunta sigue flotando en el espacio desesperado entre Rafah y el kibutz Manara, y Keret aún no tiene respuesta. Va con su esposa a las manifestaciones y no deja de gritar con todo el mundo la necesidad de traer a los rehenes a casa «¡Ahora!», pero también es consciente del impacto limitado de las reuniones rituales junto a personas que están de acuerdo con él en la mayoría de las cosas. «Funcionamos en el mundo de las manifestaciones de una manera muy pasiva. Siempre estás esperando que pase algo, te dices a ti mismo que si aparece un millón de personas el gobierno caerá, y eso lleva a un sentimiento de gran desesperación, es un poco como esperar a Godot. Así que mi modelo es que necesitas hacer cosas que sabes hacer, cosas de las que estás seguro, ya sea escribir un blog o hacer voluntariado en un jardín de infantes de familias evacuadas».

La verdad es que a Keret le cuesta responder con respuestas sencillas a la mayor parte de lo que le preguntan. En él, cada desafío o evento conceptual elemental que la mayoría de nosotros pasaría por alto, sin apenas producir efecto alguno, enciende un mecanismo hiperactivo que evoca recuerdos, asociaciones, objeciones, comparaciones e historias, principalmente historias. He aquí una: «Mi editor búlgaro, Manol Peykov, es una gran persona con un gran corazón y todo el mundo en su país lo conoce. Cuando estalló la guerra en Ucrania, comprobó y descubrió que la ayuda que el país enviaba a los ucranianos no era significativa, así que realizó una publicación en Facebook: ‘Aquí está el número de mi cuenta bancaria privada, envíenme todo el dinero que puedan, yo compraré generadores y los enviaré a Ucrania’. Se comprometió a enviar una factura por cada artículo que compraba, para que todo fuera transparente. En resumen, en cuatro meses los fondos que recaudó fueron 24 veces mayores que todo el paquete de ayuda del gobierno búlgaro».

Keret señala que Peykov también sirvió brevemente en la Asamblea Nacional de su país: «Fue elegido al Parlamento por un partido liberal de izquierda, como Meretz. El principal oponente del partido, su Ben-Gvir, inventó un apodo para los miembros del partido, los tachan de izquierdistas traidores. En uno de sus primeros discursos en el Parlamento, Peykov se dirigió a esa persona y le dijo: «El apodo que usted inventó para nosotros es muy insultante; yo también puedo jugar un juego de palabras con su nombre y llamarte ‘polla flácida’. Cuando terminó de hablar, el dirigente del partido lo llamó y le dijo: ‘Eres nuevo, no hablas así en el parlamento’. Pero en dos días, el término ‘polla fláccida’ se convirtió en la frase más viral en Internet y el rival político se disculpó y dijo que ya no usaría el término ‘izquierdistas traidores'».

No hay muchas posibilidades de que eso ocurra aquí. ¿Hay alguna moraleja en esta historia?

Keret: “La mayoría de la gente dice: ‘Quiero cerrar los ojos y agarrar la camisa de otra persona, que me lleve con ella a algún lugar’. Y yo digo que si tengo algo que dar, entonces tiene que ser algo que surja de mí y tal vez crezca y atraiga a otras personas. En las manifestaciones, no eres dueño de tu destino. No controlas la historia que cuentas, estás en una pausa publicitaria, esperando algo que está a punto de suceder. En lugar de eso, digamos que hay un soldado que ha perdido una pierna y dice: ‘Lo que mejorará mi ánimo es que te envíe un mensaje escrito por WhatsApp, y tú me envías un fragmento, y de esa manera, juntos, surgirá una historia’”.

¿Te ha pasado esto a ti?

“Sí, absolutamente. No se sintió menos herido por eso, pero al final del día tengo un texto y tengo un diálogo y hay algo que hice con otra persona, y me aleja de las profundidades y me acerca al buen aire. Con el tiempo, se desarrolló un grupo de WhatsApp para mí al que se unieron otras personas, y les envío historias y textos y me responden con todo tipo de cosas. Es una isla de humanidad en medio de algo terrible. Creo que para nuestra cordura debemos seguir nuestro camino. No estrellarnos contra el costado de cada tren que pasa. No buscar el camino en el que te anulas frente al gran mundo en beneficio de alguien que te llevará al destino”.

Lógicamente, el camino de Keret pasa por la escritura, pero no se queda ahí. Para él, la escritura -que lo ha convertido en uno de los autores más populares de Israel y, con traducciones a 47 idiomas, en un nombre importante a nivel internacional- es un trampolín para el diálogo, una base para la comunicación con los demás. Y posee significado en la realidad real, sin importar cuán caótica y aterradora se haya vuelto, incluso cuando la historia trata sobre un extraterrestre que llegó a Ramat Gan para una visita.

«Cuando empecé a escribir, vivía con una compañera de piso y, en cinco meses, dos veces acabé en urgencias por neumonía. Mi compañera de piso me dijo: ‘Después de ducharte, sales desnudo y es invierno y no tenemos calefacción, y luego te sientas a escribir durante seis horas y te enfermas’. Yo no era consciente de que existía una conexión entre ambas cosas. Cuando escribo, no tengo frío, ni hambre, ni cansancio, estoy fuera de la realidad. Es como entrar en una habitación segura y dejar el desorden fuera. Pero desde la guerra, he empezado a escribir desde un lugar que no está completamente desconectado de la realidad».

La realidad de los últimos ocho meses ha traído a Keret un aluvión de mensajes y peticiones de personas para quienes la guerra es verdaderamente una cuestión de vida o muerte. Los mensajes llegan a su cuenta privada de WhatsApp y él intenta responderlos todos, aunque le lleve unas horas cada día. “Un oficial me envió un mensaje antes de entrar en Gaza con su unidad y me pidió que, si moría, hablara con su ex, que lo había abandonado, y le dijera que se fue a la guerra pensando todavía en ella”, relata. “Le dije: ‘No nos conocemos, ¿no tienes un hermano o un amigo que lo haga?’ Y él me respondió: ‘Acabamos mal y a ella le gustan tus libros’, y me envió su número de teléfono”.

Keret decidió no esperar a que el nombre del oficial apareciera una noche en la lista habitual del ejército de “nombres permitidos para publicación”. “Le escribí un mensaje a la ex diciéndole: ‘No soy experto en estas cosas, pero sé que rompieron y debes saber que esto es lo que me dijo, por si acaso. Y si te gustan mis historias, te enviaré una cada viernes’, y eso es lo que estoy haciendo”.

O esto: “Un día recibí un WhatsApp de alguien que no conocía, diciendo: ‘Mi ex esposa cumplió años el domingo. Le gustan tus libros, así que pensé que sería bueno que tú y yo nos escondiéramos en los arbustos en algún lugar y luego saltáramos y le digamos ‘Feliz cumpleaños’. Le dije: ‘Sin entrar en algo que pueda llevar a una orden de alejamiento, soy tímido, no me siento cómodo haciendo eso, pero estoy trabajando en un nuevo libro donde un personaje en una de las historias es una divorciada. ¿Qué tal si cambio su nombre por el nombre de tu ex esposa y te envío la historia, y después de que te escondas en los arbustos y la sorprendas, le muestras la historia’. Y la verdad es que una de las historias ahora tiene un personaje con el nombre de la divorciada. Me escribió que estaba muy feliz y me invitó a su restaurante de pollos asados ​​en Holon. Le dije que soy vegetariano y me respondió que iba a agregar un plato vegetariano. Lo llama ‘El plato de Etgar'».

El nuevo libro de Keret, Autocorrect (publicado en hebreo por Zmora-Bitan), es su séptimo libro de relatos breves. Sus 34 relatos muestran su conocido talento para idear tramas serpenteantes en las que suceden muchas cosas, pero se condensan en unas pocas páginas. Algunas de las historias se desarrollan en mundos fantásticos y exigen al lector que ejecute un cambio conceptual que recuerda a la resolución de crucigramas crípticos. También están llenas de humor y muestran una aproximación libre a las convenciones del género. En algunos casos, los acontecimientos disparatados provocan respuestas inesperadas en los personajes, que también pueden desafiar el conjunto de valores del lector. Por ejemplo, la protagonista de Gondola, que descubre que su amante casado no está casado en realidad, pero sigue fingiendo durante años, incluso después de que nace una hija.

Las mejores historias se caracterizan por una emoción cruda y desnuda, un movimiento hacia la intimidad que no llega a filtrarse en el sentimentalismo. En Solo, dos entidades virtuales logran disipar la soledad y encontrar la felicidad mutua, un destino que, según el narrador, también podría ser posible para los humanos. En Organized Tour, un grupo de extraterrestres llega a cierto lugar de la región de Tel Aviv donde tienen la oportunidad de conocer una raza rara, sensible y desinteresada, de personas que han elegido el amor verdadero. Y en la historia que da título a la colección, un hombre egocéntrico que comienza el día con una línea de cocaína, descubre el poder del amor inquebrantable e incondicional que recibió toda su vida de su padre.

Hay historias que dan una interpretación creativa al concepto de distopía. El infierno en el Infierno de Mesopotamia es un lugar completamente idéntico a nuestro mundo, con una diferencia: a los muertos que llegan allí se les permite pronunciar cualquier frase o palabra solo una vez. Así, las personas que necesitaron una determinada palabra muchas veces prefirieron perder todo en lo que creían con tal de poder conservarla para sí mismas. Un físico en El futuro ya no es lo que solía ser logra demostrar que es posible viajar en el tiempo. Pero luego resulta que la tecnología hace que los usuarios pierdan peso en cada viaje al pasado, dando lugar así a la posibilidad de que Leonardo da Vinci, Juana de Arco y Jesús sean personas obesas que vinieron del futuro y pudieron demostrar que “es más fácil dejar tu huella en el mundo que dejar de comer dulces”.

Otras historias arrojan luz paródica sobre nuestra situación actual. En Opiniones mordaces sobre temas candentes, se contrata a personas para que griten las cosas más repulsivas y exasperantes imaginables en la televisión. En el último minuto, dice Keret, cambió el nombre del protagonista de la historia a Tzafrir. El nombre original era Yinon. [Yinon Magal es el nombre de un locutor del canal 14 de televisión de derecha.]

Pero lo que la mayoría de las historias parecen tener en común es que tratan de una forma u otra sobre la muerte. La muerte puede ser un acontecimiento cósmico que provoca el fin del mundo, o el suicidio aleatorio de un vecino que salta desde un piso alto, aunque, como escribe Keret en el cuento Life Full Disclosure, «la muerte es un hecho. La pregunta sólo es cómo y cuándo; en la cuna, por ahogamiento, por una enfermedad indefinida, de regreso a casa borracho del bar, en un accidente automovilístico en la rampa de la autopista Ayalon, llega y casi siempre sorprende lo esperado. Viene, e inmediatamente después, el silencio».

A pesar del ambiente sombrío, casi todos los cuentos, salvo dos, fueron escritos antes del 7 de octubre . “Los escribí durante los últimos cinco años, un período duro que incluyó la muerte de mi madre, la COVID, una hernia discal grave y un accidente que me dejó con una conmoción cerebral y la nariz rota”, dice Keret. “Se suponía que debía enviar el manuscrito a la editorial el 8 de octubre. Siempre, antes de enviarlo a la editorial, le doy una última lectura, y como soy narcisista y megalómano, nunca se me ocurrió que decidiera no enviar el texto”.

«Pero el 6 de octubre leí y leí y leí, y esa tarde le dije a Shira: ‘No estoy seguro acerca de este libro: es oscuro y es triste, y tengo la sensación de que es como si le estuviera diciendo a la gente que así es el mundo, pero de hecho estoy proyectando mis sentimientos personales sobre ellos'».

Shira no se sorprendió y envió a su marido a dormir. «Ella dijo: ‘Te estás haciendo un nudo. Mañana te levantarás y lo leerás de nuevo, y si todavía sientes lo mismo, puedes decirle al editor que no lo publique’. Me levanté a la mañana siguiente, es 7 de octubre, y me olvidé por completo de mi libro. No volví a leerlo hasta enero y cuando lo releí dije: ‘Así son las cosas’. del futuro, todo se está desmoronando. El 6 de octubre me pareció exagerado, pero ahora dije: ‘Está en lo cierto, no soy yo, es el mundo'».

Tanto Etgar como Shira han sido y siguen siendo políticamente identificados. Tiene una presencia permanente en la calle Kaplan de Tel Aviv desde los primeros días de las protestas contra el golpe judicial, y ella ha sido objeto de críticas desde la Operación Margen Protector, en 2014, cuando pidió a los espectadores que asistieron a la proyección de su película. Self Made en el Festival de Cine de Jerusalén guardaran un minuto de silencio en memoria de los cuatro niños palestinos que murieron ese día en un ataque del ejército israelí en Gaza.

Durante los últimos ocho meses todos hemos tenido abundantes oportunidades de guardar un minuto de silencio en memoria de las víctimas de ambos lados. Keret sigue en el mismo lugar ideológico en el que se encontraba antes, pero por el momento no hay ninguna posibilidad de que suba al escenario y pronuncie un discurso al estilo de David Grossman.

«Siempre supe que no tenía interés en desempeñar ese papel, porque no tenía las habilidades necesarias. He asistido al 90 por ciento de las manifestaciones en Kaplan, pero nunca he aceptado hablar en el escenario. Lo que sé hacer, cuando hablo y también cuando escribo, es confundir a la gente, y cuando estás en el escenario necesitas decir algo pegadizo y claro, para que la gente sepa exactamente cuándo gritar ‘¡Ahora!’ y cuándo gritar ‘¡Traigan a los rehenes a casa ahora!’ o ‘¡Elecciones ahora!’ Sé cómo hacer algo para que una parte del público piense una cosa y otra piense otra, y entonces se peleen entre ellos; no sé cómo decir lo que llevará a que tomen la Bastilla. Así que el papel de mostrar el camino no es para mí».

¿Puede existir todavía ese papel, el del escritor que muestra el camino?

«Es evidente que no puede existir. Como sociedad, apenas tenemos un denominador común. Como mucho tenemos unas cuantas instrucciones de funcionamiento, y a veces también están desconectadas de la realidad. No hay nadie a quien puedas mirar y decir: eso es ser israelí. [El cantante] Omer Adam dice que ser israelí es ponerse los tefilín cada mañana y vivir en Dubai, y otro dirá que ser israelí es saber desmontar un fusil en 30 segundos”.

«En Israel, en general, no era habitual que se prestara atención a las figuras culturales, pero la cultura se convirtió en algo que se percibía como algo muy altivo. Cuando Grossman habla desde el escenario, es como si un amigo estuviera hablando conmigo, porque una vez leí un libro suyo. No puedo hablar con personas que nunca han leído un libro mío, que nunca han leído un libro en absoluto. Desde su punto de vista, soy una persona que se dedica a una actividad extraña, como la biología marina».

¿Cree usted que sería capaz de entablar un diálogo con personas que están en el otro lado políticamente y en términos de sus valores?

«La pregunta que me hago es si puede haber una situación en este país en la que aquellos que no gobiernan no se sientan pisoteados. ¿Estamos viviendo en una situación en la que lo único que tenemos es una cultura de vencer? [nuestro oponente], y la única pregunta es si mi tribu pisotea sin piedad a la gente que vive al otro lado de la calle, o si es posible llegar a una situación en la que simplemente no podamos soportar al otro, que es, de vivir en mala vecindad, pero a veces saludarse en la escalera?”

«Desde mi punto de vista, un mundo justo no es aquel en el que un diputado le dice al jefe del Estado Mayor del ejército: ‘¿No puedes matar a unos cuantos terroristas más, para que haya más espacio en la cárcel?’, o aquel en el que los haredíes (que evaden el servicio militar) son llevados encadenados a la cárcel de Abu Kabir. Quiero vivir en un mundo en el que trabajo al lado de un haredí que me insulta en mi cara y dice: ‘Es por tu culpa que me multaron por no ser reclutado’. Y empezamos a discutir y luego cada uno sigue su camino».

De repente, un golpe en la puerta

Como todo el mundo, Keret ve las manifestaciones antiisraelíes en las universidades del extranjero, pero no se alarma. O, más exactamente, dice que empezó a alarmarse mucho antes. «Descubrí que mi capacidad para orientarme en la realidad se ha vuelto limitada en comparación con lo que era antes. Solía ​​ser que llegaba a un evento, digamos una lectura en Italia, veía a cuatro personas con kaffiyehs en la primera fila y sabes que bien podría ser que uno de ellos me escupiera. Pero hoy no sabes quién podría atacarte. Con el tiempo, llegaremos a un punto en el que la gente te escupirá sólo porque estás vacunado».

No es la primera vez que Keret extrae asuntos aparentemente no relacionados del archivo alojado en su cerebro y, con la ayuda de un acto de asociación cuyo proceso sólo él conoce, los organiza en un texto lógico y coherente. «Hace unos años leí dos artículos de opinión en Haaretz. En uno de ellos, una mujer escribía que los hombres que orinan en un árbol del parque cometen acoso sexual en el espacio público. El segundo artículo afirmaba que las personas más despreciables del mundo son vegetarianos de conciencia pero no predican para que los demás se vuelvan vegetarianos como ellos. Yo he sido vegetariano desde los 5 años, desde que vi una película de Bambi y mi padre dijo que iban a hacer schnitzel con Bambi, y tengo una opinión que estoy dispuesto a compartir con otras personas, pero no la predico”.

«Por otro lado, yo también he orinado en un árbol. No lo hago siempre, pero sí, lo he hecho alguna vez. Así que soy la persona más despreciable, el que comete acoso sexual en el espacio público y, además, no predico a la gente que se haga vegetariana. Nunca se sabe cuáles de los pecados que has cometido no merecen ser perdonados en ninguna situación, y todo esto antes incluso de que empecemos a hablar de la ocupación«.

Pero llega el momento en que hay que hablar de la ocupación. En los últimos años, Keret viajaba al extranjero una vez al mes para participar en festivales literarios o dar charlas. Pero desde el comienzo de la guerra ha optado por quedarse en Israel, evitando la ruidosa recepción que sin duda le aguardaría, con carteles que lo acusarían de complicidad en crímenes de guerra. Al mismo tiempo, no ha sido «cancelado», ni mucho menos. Las columnas que ha escrito en los últimos meses se han publicado en algunos de los periódicos más importantes del mundo, entre ellos Libération, Le Monde, The Guardian, El País y Corriere Della Sera. De hecho, sigue recibiendo solicitudes de entrevistas de periodistas extranjeros. Tiene un popular boletín Substack en inglés y recientemente comenzó a hacer un podcast.

«Durante las dos primeras semanas de la guerra, hice unas 20 entrevistas», relata. «No me organicé bien y llegué a un punto en el que estaba acostado en la cama a las siete de la mañana y oí que llamaban a la puerta. Me desperté, fui a la puerta y vi a un equipo de filmación. Me dijeron: ‘Somos de la televisión polaca’. Y entonces me acordé, pedí disculpas y me senté para que me entrevistaran. Me conectaron el micrófono y el reportero dijo: ‘Puede que esto no sea asunto mío, pero será difícil para el público concentrarse en lo que estás diciendo porque estarán mirando tu pijama todo el tiempo’. Por supuesto, me cambié de ropa».

En otra entrevista, un periodista francés insistió en preguntar a Keret si creía que la votación en el Festival de Eurovisión tenía motivos políticos. «Le dije: ‘Hemos tenido siete meses de un conflicto sangriento y me preguntas sobre Eurovisión, así que tal vez no entiendo completamente la realidad de la situación’. No cejó: ‘¿Crees que la letra de la canción es política?’, refiriéndose a la canción Hurricane del concursante israelí Eden Golan. Le dije que tengo 57 años y nunca ha habido una canción de Eurovisión cuya letra haya escuchado, tal vez con la excepción de Waterloo«.

No todos los encuentros con los medios extranjeros son necesariamente agradables. «A veces los periodistas me atacan agresivamente, diciendo que Israel está exagerando su respuesta [al 7 de octubre] y que está creando noticias falsas. Un entrevistador dijo: ‘Sé que no hubo decapitación de nadie’. Le dije: ‘Dame un segundo, te enviaré un video’. Nunca he visto un video de ese tipo, porque sé lo que pasó y no necesito verlo en concreto, creo mis traumas por mí mismo. Pero el teléfono está lleno de videos que llegan. Me preguntan sobre personas quemadas o sobre decapitaciones, y les envío [un video] pero les digo: ‘No lo he visto y no te recomiendo que lo veas’. Creo que el hecho de que hayan asesinado a 1.300 personas en sus casas, incluidos bebés y ancianos, es suficiente. Hace unos días le dije a Shira que mi teléfono es como un ataúd. Tengo fotos de mi hijo y del conejo, además de otros 30 clips de snuff que envío a las personas que dicen que no pasó nada el 7 de octubre».

¿Se ha cancelado algún evento programado en el extranjero como protesta?

«Se suponía que iba a hacer un evento con un autor [extranjero] conocido, alguien que me gusta mucho, y me pidió que lo cancelara. Es alguien que conozco bien y de quien soy amigo; toda la situación fue muy íntima, como si le hubiera sucedido a un amigo. Sentí que se enfrentaba a un problema genuino. Le dije: ‘Mira en qué tipo de período histórico estamos: dos personas con identidades diferentes, básicamente buenas personas, no pueden sentarse. en el mismo escenario y estar de acuerdo o en desacuerdo sobre cosas, es como si la posibilidad de sentarnos y discutir cosas, si no estamos de acuerdo sobre ellas, se hubiera vuelto indecente’. Fue una situación muy incómoda, que me dolió a mí y también a él.

«Por otro lado», continúa Keret, «un escritor islandés que conocía me llamó y me hizo algunas preguntas. Le dije: No quiero verte en mi bandeja de entrada. Supuestamente me preguntas cómo estoy, pero en realidad quieres que esté de acuerdo contigo para que puedas decirte a ti mismo: tengo razón y mis amigos en Israel también están de acuerdo conmigo. No tengo energía para eso. Así que coge a Björk, súbete a una balsa y navega lo más lejos que puedas. Quieres que afirme que eres una persona humana y también que grite del mar al río: vete a buscar a otra persona».

«Pero tampoco sentí que estuviera experimentando antisemitismo. En general, trato de no dejar que los acontecimientos de mi vida caigan en las categorías binarias de ‘antisemita’ o ‘partidario de Israel'».

Keret vive con Shira, con su hijo Lev, que pronto será reclutado, y con un conejo llamado Hanzo en el exclusivo barrio Old North de Tel Aviv. El espacio es agradable y luminoso, pero no llamativo, y hay muchos libros. Durante las horas que pasamos juntos, Hanzo optó por esconderse debajo del sofá de la sala de estar; Keret explicó que suele estar activo a altas horas de la noche. Y luego, justo antes del final, salió de su escondite y tuvo la amabilidad de comer almendras de las manos del invitado.

La cualidad más destacada de Keret es su capacidad para crear intimidad rápidamente, para dar a la otra persona la sensación de que es un amigo o podría serlo. Parece tener un interés eterno por otras personas, y no sólo porque le brindan la oportunidad de mostrar la naturaleza singularmente rápida de su pensamiento o porque son una fuente fructífera de historias. Sus conversaciones con taxistas podrían llenar por sí solas otra colección de historias.

La explicación de la facilidad con la que hace amigos y del encantador polvo de hadas que esparce a su alrededor se encuentra, obviamente, en su infancia. A diferencia de lo que ocurre con quienes se sienten impulsados ​​a escribir, Keret recibió mucho amor cuando era niño, como si hubiera crecido en un mundo en el que la paternidad tóxica no formaba parte de la experiencia humana.

«Los psicólogos habrían emitido una orden de alejamiento contra mis padres si hubieran sabido lo mucho que me querían», confirma. (Su padre, Efraim, murió hace 12 años; su madre, Orna, hace cinco años). «Cuando mis padres eran jóvenes iban a fiestas y volvían a casa tarde, un poco achispados. Tengo un recuerdo de cuando tenían 5 años de que una vez volvieron de una fiesta y mi madre entró en mi habitación para echar un vistazo, y se dio cuenta de que estaba fingiendo estar dormido. Entonces me dijo: ‘Etgar, debes saber que llegará un día en que conocerás a alguien que te dirá que no eres tan inteligente y tan especial como crees. Pero la verdad es que eres tan inteligente y tan especial como crees, y esa persona dirá esas cosas solo porque tiene envidia’”.

“Ese sentimiento de ser la corona de la creación me hizo bien. Precisamente por lo que había pasado, mi madre supo transmitir el mensaje de que el mundo intentará pisotearte, por eso lo más importante es escucharte. Ella dijo: ‘Estoy relativamente cuerda teniendo en cuenta lo que pasé, así que haz lo mismo para mí'».

¿Y a ti también te funcionó?

«Cuando terminé la primaria, nos hicieron unas pruebas de aptitud para decidir a qué instituto debíamos ir. Te enseñaban todo tipo de dibujos y te preguntaban qué tenía de malo. Por ejemplo, había un gato de cinco patas bebiendo leche. Nos preguntaban qué tenía de malo, pero yo no tenía ningún problema con las cinco patas ni con ningún otro detalle anómalo que apareciera en los dibujos. Así que escribí que todos los dibujos estaban bien excepto uno en el que había un padre con un violín, y escribí que estaba mal que no mirara a su hijo mientras tocaba. Esa tampoco era la respuesta correcta. Saqué la nota más baja de la clase”.

“Mi madre fue invitada a una reunión con la orientadora escolar, Margalit, quien le dijo: ‘Por suerte, el año que viene la red ORT [escuelas profesionales] abrirá una carrera para formar técnicos en mantenimiento de cámaras frigoríficas de supermercados y, según los resultados de las pruebas, eso le viene muy bien a Etgar. Allí le irá muy bien’. Mi madre me preguntó: ‘¿Quieres ser técnico de supermercado? ‘. Le dije: ‘No, quiero estudiar matemáticas’. Margalit se mantuvo firme: ‘Es un método de prueba desarrollado por los mejores psicólogos del mundo y el método dice que tu hijo no puede estudiar matemáticas’. Entonces mi madre la miró a los ojos y le dijo: ‘Margalit, si este es el método que determinó que podrías ser orientadora escolar, me arriesgaré. Y en efecto, me dijo: si te interpones en mi camino, te aniquilaré’”.

Aunque Etgar y sus hermanos mayores, Nimrod y Dana, crecieron en un hogar feliz, no fue posible ocultar por completo las implicaciones del trauma del Holocausto. «Cuando estaba en el jardín de infancia, vi que las madres de otros niños los acariciaban de manera diferente a como mi madre me acariciaba a mí. Mi madre les daba palmaditas con el dorso de la mano, y otras madres usaban el interior de la mano. Cuando le pregunté por qué, me dijo que en la guerra y también después había mucha gente a la que no le gustaban las niñas pequeñas y les hacían cosas malas, y para protegerse se pegaba chicle a la palma de la mano y una hoja de afeitar en el chicle que había partido por la mitad, por si tenía que acariciar a la gente que no le gustaba, y usaba el dorso de la mano para acariciar a los que amaba».

El padre de Shira, Yehonatan Geffen, autor, compositor y periodista, murió hace un año. ¿Cómo te afectó eso?

«Siempre lo amé, y creo que él me amaba. Fumábamos porros en el balcón, pero también tenía la necesidad de crear una distancia, o una especie de separación, entre nosotros. Tanto para Yehonatan como para mí, la fricción con la vida no fue fácil, pero cada uno lo llevó a un lugar diferente. Para Yehonatan, la presión y la ansiedad se convertían en algo agresivo, lo que a veces parecía cómico. Estás en un taxi con él y el conductor pregunta: “¿Debo pasar por Reines o Dizengoff? Y Yehonatan dice: Cuando escribo un poema, ¿te consulto sobre las rimas?»

Las personas que lo conocieron recuerdan que a veces podía ser muy hostil.

«En pocas palabras: surgió del terror. Nunca peleé con él, él nunca me levantó la voz y yo nunca le levanté la voz a él, y él definitivamente le levantó la voz a la gente. Amaba mucho a mi padre. Recuerdo eso. Una vez mi padre vino a visitarlo, cuando él [Efraim] ya tenía cáncer, y Shira tomó una fotografía. Un día, después de la muerte de mi padre, vine a la casa de Yehonatan y vi la fotografía en su refrigerador. ‘Ese es mi padre.’ Le dije: ‘No, ese es mi padre’. Y él dijo: ‘Aceptemos que él es nuestro padre'».

Es tu padre.

«Mi padre sobrevivió al Holocausto con sus padres en un hoyo en el suelo, después de que su hermana fuera asesinada. Cuando era niño, cuando le pregunté cómo logró pasar 600 días sin volverse loco, dijo: ‘Me inventé un mundo que se parece un poco al mundo en el que viví, donde los nazis perseguían a los judíos, pero cada vez que los atrapaban les daban dulces. Por ejemplo, las SS distribuyen chocolates, la Wehrmacht reparte caramelos, y me escondo y me pillan y me dicen: Judío apestoso, come, y yo les ruego y digo: No me gusta con nueces, y ellos: Cállate y come bocanadas.’ Yo preguntaría: ‘¿Cuál es el punto? Estás atrapado en un pozo donde ni siquiera puedes levantarte y hay nazis por todas partes, entonces, ¿qué pasa con estas tonterías?'»

¿Y su respuesta?

«Dijo que cuando estás en un espacio físico muy estrecho, tu primer impulso es ampliarlo. Y cuando eres capaz de imaginar, tu mundo se hace más grande incluso si el tamaño físico no cambia».

¿Y eso es lo que pasa contigo?

«Presento la apariencia de una persona supernormativa: aparezco en público, enseño en la universidad, doy entrevistas a los medios de comunicación, pero en la vida me voy a dormir a las 10:30 y lo que más me gusta es tumbarme en la alfombra de la sala y el conejo se me sube encima. No soy superfuncional en el mundo. A veces tienes la sensación de que el mundo te inunda, te presiona, te comprime en un agujero negro, y tu capacidad para contarlo es lo que importa. Te protege. Si fuera bueno en esto llamado vida, no escribiría. Cuando la vida es algo que no entiendes del todo, escribir es lo estable en lo que puedes apoyarte. Siempre sentí que escribir era mi camino. sobrevivir, y todavía me siento así».

Juan José Arreola: Parábola del trueque

 

Juan José Arreola - Parábola del trueque


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzando, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.

No puede contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las otras. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

—¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, esa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

domingo, 23 de junio de 2024

La loteria de Shirley Jackson

 


La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.

-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.

-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?

-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?

-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.

-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.

-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?

-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.

-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.

-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark… Delacroix…

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.

-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».

-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.

-Harburt… Hutchinson…

-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.

-Jones…

-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:

-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.

-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.

-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.

-Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…

-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.

-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.

-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.

-Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.

-Zanini…

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

-Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.

-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!

-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:

-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.

-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.

-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.

Consultó su siguiente lista y añadió:

-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?

-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!

-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.

-No ha sido justo -insistió Tessie.

-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.

-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?

-Sí -respondió Bill Hutchinson.

-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.

-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.

-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.

-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.

-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.

-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.

El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.

-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.

-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.

-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.

-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.

El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.

-Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.

-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.

Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.

-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

-Vamos -le dijo-. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.

Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

-¡No es justo! -exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.

-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

FIN