Esto sucede en la época de la piedad absoluta por
todas las criaturas. La conciencia de la igualdad de las especies culminó en
nuevas leyes y varios gobiernos isleños han redimido a los animales de
cualquier tipo de sujeción a los humanos, e incluso han exonerado a los
animales electrónicos de ayudar a los ciborgues. Dicho esto, veamos. Una tarde,
al volver a casa desde el educatorio, Munruf ve, acurrucada contra la pared de
un edifico, una perrita manchada de hocico largo, orejas cortas y ojos de uva
moscata, como las perras de las películas antiguas. Le tiembla el cuello, a la
perrita; y es que está a punto de atacarla un lince de los que a veces se
cuelan en la ciudad desde los campos vallados que el gobierno creó para que las
bestias vivan y se devoren entre ellas a sus anchas. Ningún nene de nueve años
ha visto nunca un perro fuera de los muestrarios de cuadernaclo, pero pocos
soportarían que muriese esa cachorra tibia e indefensa, y Munruf no es de esos
pocos. Instintivamente echa mano de su desintegrátor de juguete y ahuyenta al
lince con una ráfaga de chispas. Recoge a la perrita y se la lleva bajo el
gabán. Le pone Rubí, un nombre que ve en una de las casillas que en este barrio
de módulos familiares subsisten como recuerdo o santuario de los animales que
albergaron tiempo atrás. Rubí y Munruf se tienen un cariño tan inmediato y
enternecedor que el padre del brachito, un obrero contestatario, acepta que el
chico transgreda la prohibición específica de poseer mascotas. Con los días, la
madre y hasta la hermana de Munruf, una quinceañera coquetona, vencen la
repugnancia y se tiran con él en la alfombra a jugar con Rubí, rodar, enredarse
con ella y recibir sus husmeos, moqueos y lengüetazos. Pero están los
peliagudos trabajos de eliminar la caca, impedir que rezumen otros olores
inhabituales, mantener a la perra alejada del minúsculo jardín del módulo y
acallar el menor ladrido, y hay vecinos rastreros que hacen preguntas oblicuas,
y a poco empieza a haber insólitos inspectores de la Bedelía de Diversidad
rondando el barrio. Como encima es imposible disimular la cara de asfixia que
da tener ese cuerpo extraño siempre adentro, el padre de Munruf empieza a temer
por la familia, y por su trabajo de laminador en una planta metalúrgica de
bambuminio. Y sin duda porque alrededor se palpa que en la casa hay una
situación rara, una noche llama a la puerta un hombre gordo y pelilargo, de
túnicat aceitunada, que viene a proponerles un trato. Entre los animales con
que adornan sus casas los ricachones petulantes y los funcionarios traficantes
de fauna, el ejemplar canino se cotiza muy bien porque ya no quedan muchos;
pero la hermandad que representa el gordo está empeñada en dar a los animales
una ocupación, restaurar el vínculo con los humanos y promover la diversión
conjunta. Los hermanos son nativos del poniente de la isla, donde han heredado
la reprimida creencia de que en el desenfado de las bestias hay una enseñanza
para la gente. Están lo bastante bien ocultos y armados para proteger su causa
y propagarla, y pagan mejor que los traficantes. Para desconsuelo de Munruf, no
sólo por el dinero sino por el bien de todos, el padre acuerda. Dos días
después se presenta un par de supuestos técnicos de ventilación que ahogan los
gemidos de Rubí con caricias expertas, la meten en una caja de respuestos y la
retiran en un furgonet. El gordo envía al cabeza de familia un mensaje neural
con una hoja de ruta y un horario, y una reflexión difícil de calibrar:
“Poquísimos animales domésticos sobrevivieron a la convivencia con los
salvajes, y si hay perros que siguen coleando es porque son aguerridos”. El
chico Munruf está decaído; lo aburren los librátors del cole. El padre lo lleva
a visitar la nueva vida de Rubí. El último tramo del viaje es a pie. Dos
millatros fuera de un caserío de la tundra hay una mina de orgeladio agotada.
Hombres y mujeres con vibradoras bajo las túnicats vigilan la entrada del túnel
hacia una bóveda presidida por un carteluz, El Gran Ruedo de
Diversiones, bajo el cual se paga la entrada. Es día de torneo y hay buena
concurrencia, bulliciosa y masticadora de golosinas, e intercambio y
compraventa de patas de conejo, collares con púas, bozales, plumas de corneja,
gorros de cuero de minorco. La competencia empieza con una riña de cherpias
semiorgánicas; se picotean, se espolean, mientras la gente grita y tira tarbits
a la arena, hasta que una destroza a la otra, aunque en seguida se rasga
también dejando un reguero de cuajarones y tripálitos. Tras la limpieza
desfilan los animalitos de veras, enmascarados y ataviados con túnicats
aceitunadas. A uno le tiembla la careta como si hocicara. Munruf estruja la
mano del padre. Retiran a todos menos dos y los desnudan; son dos perritas, una
aleonada, la otra Rubí. Suena un triángulo. Acicateadas por el griterío, las
contrincantes arrufan, gruñen, se abalanzan y se esquivan. Munruf murmura como
si orase o diese instrucciones; se niega a irse; ni siquiera deja que el padre
le tape los ojos. Pero si las perritas se mordisquean es precavidamente, casi
con remilgos, y en seguida se cansan y caen en una serie de amagos inofensivos,
tan lentos que la gente deja de apostar. Después estalla un abucheo enardecido
por el fiasco. Las perritas se sientan. Rubí se mea. Cuando Munruf salta al
ruedo y la levanta y se refriegan, antes que parar ese número empalagoso la
mujerona despacha a niño y perra fuera de la arena. El padre de Munruf departe
con el gordo, que pide dinero por devolverla, y mira de reojo el idilio de su
hijo, sin duda debatiéndose entre dejar a la perra ahí, donde mal que mal
terminará aprendiendo una profesión y está resguardada por expertos, dejarla en
una libertad donde no va a durar mucho o llevársela de nuevo a casa con riesgo
para la familia. Pero resulta que los hermanos animalistas no son tan expertos
ni seguros. De hecho se han dejado reducir. La prueba es que un pelotón de
frigatas y brachos vestidos con levitas multicolores irrumpe ágilmente en la
bóveda, encañona al gordo con lanzagujas y sofrena a los espectadores. Disimulado
hasta ahora en la platea, un veterano de sonrisa arrugada se levanta de la
butaca para encarar al padre de Munruf haciendo caso omiso del gordo. Se
presenta como Dun Aires. El grupo no pertenece a una secta; no alardean de
creencias reverenciales; vienen de las serranías del sudeste, donde sus
ancestros se preocupaban por dar a los animales otra suerte que la vagancia
absurda o la servidumbre, y el sonriente Dun Aires es administrador de un circo
furtivo. Munruf desconfía; se pone a Rubí bajo el capotín. El padre entorna los
ojos como si otease memorias de circo que a lo mejor ni son suyas, pero la
afabilidad de ese hombre todo menos seguro, incluso cauto, lo anima a dejar que
pruebe convencerlo. El público encañonado se remueve en las gradas. Dun Aires habla
no solo para el padre; se echa a gesticular para todos con una afabilidad
propagantística. Él fue en su tiempo de aquellos cuyos bisabuelos contaban cómo
sus vidas esplendían una vez por año con la llegada de los furgonetes del
circo. Bajo la carpa del circo, entre fanfarrías y redobles, humanos y animales
duchos en diversas artes se repartían papeles en insólitos números de
habilidad, gracia desopilante, elegancia, valentía, poder y carácter para
incomparable fascinación de gentes de siete a setenta años. Pero a la par que
entendía mal las necesidades de las especies, la ley propició el descrédito de
los espectáculos de habilidad y riesgo, y así cayó la infamia no sólo sobre la
doma de fieras sino sobre la amazona, los trapecistas, los funámbulos, los simios
bufones, los ballets ratoniles y las fieras mismas que sabían perfectamente
cuándo aceptar una orden y cuándo transgredirla. ¿Quién se atreve hoy a
devolver al público el goce de esas atracciones? ¿Qué público será tan cagón
como para negárselas? La gradas enmudecen. Dun Aires se aparta con el padre de
Munruf; lo instruye en que, a diferencia de mutantes como los huargos o
tegraptores, los perros tienen una inteligencia reforzada por ciclos de
resistencia evolutiva y son muy simpáticos. El padre acepta donarle a Rubí.
Munruf se niega. Con el forcejeo, Rubí empieza a soltar ladriditos y el niño se
desboca en unos alaridos tales que al padre le da una cachetada. Cae la mano,
estupefacta de haber estropeado una historia de comprensión. Acariciando a los dos,
Dun Aires disipa las vergüenzas acomodando a Rubí en un capacho. La perrita se
calma, y padre e hijo se van. Durante el contrito millatro de caminata por la
tundra, un rumor de rotores les revela que tal vez no hayan dado tan mal paso:
al mirar hacia atrás ven que de un gavilónaro con una dudosa divisa oficial se
está desprendiendo sobre la mina del Ruedo de Diversiones una tropa de asalto;
pero al mismo tiempo, una bandada de alegres levitas multicolores se pierde ya
veloz, levemente en el ocaso volando en alademoscas. En la casa de Munruf
transcurren los días sin perra; la ausencia escuece la rutina cálida de la vida
de la familia tanto como un extraño agujero que ha aparecido en el suelo de
diminuto jardín: es un boquete sin fondo visible, con la boca rodeada de un
anillo de materiales subterráneos, no sólo tierra sino escamas de adoblástice y
ladrillina de cimientos, que se hace cada vez un poco más sin que el padre
logre detectar cómo se origina. La cavidad parece un síntoma de que la casa
está incompleta. En ese período de entendimiento, la madre de Munruf pone el
colofón. Dice que es al ñudo debatirse, la vida nada más que de personas es
así. Pero desde el ángulo de Munruf la cavidad del jredincito está además
velada en brumas; y desde el ángulo del espectador, Munruf se ha vuelto un
chico triste como no era al comienzo. Pero ya cuando se presagia que una apatía
melancólica va a adueñarse de todos, una mañana se encuentran, no con un
anuncio neural de publicidad, sino un panfletito impreso que durante la noche
alguien deslizó por debajo de la puerta. En negro sobre amarillo, primorosas
letras informa:
¡EL CIRCO REGRESA! BAJO SUS CANDILES DE FIESTA ESTARÁN
UNA VEZ MÁS OVISTIA LA GALOPERA, DURUBÓ EL HOMBRE LÁSER, LAS GOLONDRINAS DEL
TRAPECIO, BUFONES, ILUSIONISTAS, HUARGOS FEROCES Y LA LEYENDA DEL LOS CUZCOS
DEL LAGO DANZANTE.
Se avisa que la ocasión no es muy frecuente y hay una
fecha y detalladas instrucciones para llegar. Una nota al pie indica: Memorice
los datos incluidos; este escrito se autoeliminará dos horas después de haber
sido tocado. Munruf ha visto poco papel; pero cuando este se prende fuego no lo
lamenta; más bien se ilusiona, como si la magia del circo se hubiera infiltrado
en la casa y la llamita hubiera consumido algo de tristeza. Por eso, cuando la
víspera de la excursión el padre le pregunta si encontrarse con Rubí no le
abrirá de nuevo la herida, Munruf dice que no ve la hora de estar ahí. Al día
siguiente los cuatro toman un autobús hasta una estación fluvial secundaria.
Una hora después se bajan de la lancha en el muelle de una aldea ribereña. Las
lomas donde se escalonan los últimos módulos están surcadas de sendas; por una
casi borrada por matas de eubermia suben una cuesta, bajan por el otro lado,
vadean un arroyo y entran en un bosque, y en la otra linde salen a una suerte
de olla arcillosa al fondo de la cual, pespunteada de lucecitas, rodeada de
ligeros flayfurgones camuflados, la carpa deja escapar una música. Desde otros
puntos llegan niños, padres y abuelos. Delante de una cortina, un sosia de Dun
Aires con la cara entalcada parlotea sin cesar mientras cobra las entradas. A
lo largo de los tablones que rodean una pista circular las caras se expanden en
la espera ferviente de lo nunca visto. De la musicaja brota un redoble y una
fanfarria: Dun Aires anuncia a ¡Ovistia la galopante! La señorita que va cabeza
abajo sobre la montura, desnudas las piernas y cubierto el torso por la levita
caída, puede ser admirable, pero no supera el trote del palafreno negro, tan
esbelto, tan brioso en sus vueltas por el anillo, tan fabulosamente animal, que
el público no sabe si aplaudir o frotarse los ojos. Algunos fuman como
chimeneas, otros se devoran las golosinas que han comprado casi sin
masticarlas, otros simplemente aspiran el tufo del olor del caballo, y eso es
apenas el comienzo, porque después el domador, a fuerza de vibrazots, negocia
con el huargo amarillo hasta que la fiera, no por eso sin rugir, acepta pararse
en dos patas para fundirse con el otro en un abrazo. Luego Merasju la hechicera
parte en dos al bufón Froto, que corre por la arena como loco buscando el torso
que le falta, y el mico Troyo hace cadena con las Golondrinas del Trapecio.
Contando las que siguen, quizá las atracciones sean demasiadas; algunas dan
cierta angustia, en otras los humanos no dominan bien el afán de protagonismo y
mientras tanto la musicaja, a falta de orquesta, se va poniendo machacona. Las
caras cuajan en sonrisas inmóviles. Los viejos se han empachado de caramelis.
Entonces Dun Aires, todo ademanes, pide un aplauso para recibir a los Cuzcos
del Lago Danzante. No es el lago, claro, el que danza, sino un mixto
humano-canino que, al compás de un plácido merigüel, entra en fila india, forma
una rueda, la desdobla, inicia desplazamientos enfrentados y poco a poco se
desintegra en hileras más cortas que confluyen, pero sólo para divergir como
fragmentos de frases enredadas, como varillas a la deriva en propiamente un
lago. Si hay una leyenda implícita, no se entiende. Pero a Munruf no puede
importarle. En medio de esa pequeña muchedumbre caligráfica está Rubí. Llevan
un chal estampado, bonete, gafas oscuras de marco turquesa y, aunque las
patitas traseras casi no se reconocen por el esfuerzo de mantenerse erguida
sobre los zapatos de tacón, el hocico en punta es inconfundible, y se diría que
la naricita húmeda ya tiembla por el influjo del olor de su amigo. Pero no
mueve la cabeza. Concentrada en la música, avanza tres pasitos, se para, repite
y a los seis da marcha atrás, sólo tres cada vez, como para recuperar algo que
olvidó o recoger un herido en combate; como, si realmente en el agua, surfeara
sobre una ola que se repliega para ir después un poco más lejos. Es prodigioso.
La familia toda se babea, pero Munruf ha apoyado la cabeza en las manos. Los
ojos le resplandecen, de lágrimas o de estupor, y del foco en el taconeo
ondulante de la perrita la mirada que no pestañea se eleva al techo de la
carpa, sale al cielo, da la curva a la bóveda del cielo y se desliza hacia
atrás, hasta caer en la tierra y hundirse, mientras la imagen de Rubí se le
desvanece en la oscuridad de un túnel que alguien cava en el subsuelo. De esa
vuelta completa hacia atrás el bracho surge con una expresión inquisitiva. Se
rasca la cabeza. Tanto le acaba de pasar que se ha perdido una parte del
espectáculo, sin gran perjuicio porque, a juzgar por los demás, parece que
empezó a reiterarse. Gentes y bestezuelas flaquean un purlín. El merigüel
languidece. A tiempo se apaga para que todavía Dun Aires pueda repetir Damas y
Caballeros: ¡Los Cuzcos del Lago Danzantes! y el público ovacione, larga,
vivazmente, y la familia de Munruf de la impresión de convencerse de que, entre
la inocultable humillación de los animales y la brillantez que les da la
displina, el saldo para ellos es que han disfrutado. Estarían contentísimos si
ahora que los bailarines saludan y se retiran no les quedase con la diversión
un nudo en el estómago. Seguramente sienten un vacío, si no no se apurarían,
padre y hermana de Munruf, a interceptar a Dun Aires para preguntar cuándo es
la próxima función. Por desgracia, Dun Aires no lo sabe todavía. Sale de la
carpa con ellos, señala los furgonetos, la actividad de los artistas, el trajín
de los guardias y les pide que vean si no están ya están desmontando. Partirán
a medianoche. No pueden jugar con el albur de que los ubique una brigada de la
Bedelía, una horda de traficantes de fauna o una banda de las dos cosas juntas.
La desanimada familia pregunta entonces cuándo. Dun Aires abre los brazos como
un político triunfador. Que esperen el panfletito, les dice. Que esperen
confiados. Lo que más hacen los circos es volver. Ellos también vuelven, más
bien cabizbajos, desposeídos, inermes frente a un desquicio de sensaciones,
aunque Munruf no del todo. ¿Qué te pareció, le pregunta el padre? No sé, papi;
está muy profesional, ¿no? La madre opina que Rubí les ha enseñado que la vida
es así: verdor, desierto y al final del desierto otra vez los árboles. Munruf
asiente, alejado como si todavía estuviese rumiando el paseo por el cielo y el
subuelo. Y cuando después de un viaje encima pesadísimo llegan a la casa, antes
que nada sale al jardinet, se agacha ante del agujero, tantea un rato por
dentro y, sin limpiarse mucho la mano, va a en busca de un librator de dibujos
y le muestra uno al padre. Señala algo. Le pregunta si sabe qué es eso. Sí,
hijo; es un topo, hijo, un animalito industrioso que cava túneles bajo la
tierra. Munruf golpetea el dibujo con un dedo. Ya terminó de pensar. Está tan
agitado que por poco se le cae el librátor. Claro, papá, dice; ¿te das cuenta?;
es un topo; mejor lo dejo que siga escondido.
Este
cuento es de Marcelo Cohen, el gran autor y gran traductor argentino. Esta
historia ocurre en un archipiélago más o menos futurista y dice así:
En
un futuro próximo, el Gobierno llegó a la conclusión de que los animales
debían vivir aislados, en una zona con vallas, donde pudieran interactuar de
forma salvaje. Por eso las personas tenían prohibido, entre otras cosas,
alimentarse con animales o tener mascotas.
Por
eso cuando Benjamín, un nene de nueve años, vio un perrito abandonado en la
calle, se quedó duro: nunca había visto un perro de verdad, todo lo que sabía
de los perros lo había leído en la enciclopedia.
El
perrito estaba muerto de miedo, porque seguro se había escapado de la zona de
vallas, y Benjamín lo metió en su mochila. En su casa le puso nombre, Rubí. No
fue fácil convencer a sus padres, porque tener un animal estaba penado con
cárcel. Pero los padres de Benjamín también estaban maravillados. Dejaban
dormir al perro en la cama, lo adoraban y ti raban la caca a escondidas. Una
noche Rubí se escapó al patio y empezó a ladrarle a un agujero en la tierra.
Salió toda la familia corriendo a guardar al perro, y al otro día tuvieron que
mentirles a los vecinos.
Hasta
que un día pasó lo que temían: golpearon la puerta. Por suerte no era la
Brigada, sino un tipo flaco, con túnica, que fue al grano: ya todo el barrio
sabía que en la casa había un animal, y el perro tenía los días contados. O
llegaba un agente del Gobierno a llevarse al perro y encarcelar al padre, o venía
un traficante a robarles el perro y quizás hacer daño a alguien más. O…
(tercera opción) podían venderle el perro a él, que trabajaba en un circo
clandestino.
¡¿Un
circo?! Los padres de Benjamín trataron de recordar. Les sonaba el nombre, a
veces sus abuelos hablaban de eso. El flaquito de túnica les explicó qué era
un circo, y les compró el animal por muy buena plata.
Los
padres de Benjamín aceptaron, porque tener una mascota era, cada día, un
peligro mayor. A pesar de la tristeza, la familia sintió alivio. Pero con el
paso de las semanas empezaron a extrañar a Rubí. Y descubrieron algo: la vida,
si era solo entre personas, estaba incompleta.
Un
día, cuando no daban más de tristeza, por debajo de la puerta alguien deslizó
un panfleto clandestino que decía: «¡Volvió el circo!».
El
papel daba precisiones para llegar al espectáculo y advertía que, tras
memorizar la dirección exacta de la carpa, había que destruir el
panfleto.
Benjamín
no podía creer que volvería a ver a Rubí.
Al
día siguiente los tres tomaron un barco, bajaron en una isla y caminaron por
una zona salvaje hasta llegar a la carpa. Una vez adentro, se encontraron con
todo eso que nosotros todavía recordamos, pero que nadie en el futuro ha visto
nunca: monos acróbatas, domadores de leones, osos bailarines, tigres de
bengala saltando en aros de fuego. La gente aplaudía, gritaba y lloraba de
emoción.
Hasta
que, en un momento, el flaquito de túnica (al que ellos conocían muy bien) se
paró en el centro de la pista y pidió un aplauso para recibir a «Rubí y el lago
danzante», un nombre pomposo para bautizar a un perro que bailaba en una fuente
de agua. Y ahí estaba Rubí, envuelto en un chal, con sombrero y anteojos
oscuros de marco turquesa, haciendo el esfuerzo por mantenerse erguido sobre
sus patas traseras.
Benjamín
lloraba mirando a su perro. Pero no de emoción. Imaginaba lo que su mascota
había sufrido para aprender a hacer esa idiotez. Pero nadie más que él lloraba.
Cuando terminó el acto todos aplaudieron de pie esa humillación que los hombres
hacían sobre los animales.
Después,
tan pronto como el de túnica se fue con el perro, la familia sintió un vacío.
Se apuraron a preguntar cuándo sería la próxima función, pero les dijeron que
el circo se iba, a medianoche, antes de que la Brigada o los traficantes les
cayeran encima.
La
familia volvió, cabizbaja, sin saber si habían visto algo extraordinario o
algo terrible. Cuando llegaron a casa, Benjamín se fue a llorar al patio,
frente al pozo al que le ladraba Rubí en sus tiempos de mascota. Lloró y
lloró, hasta que dentro del pozo Benjamín escuchó un ruido. Se secó las
lágrimas, se agachó, y con la linterna del teléfono miró dentro del pozo.
Después
entró a su casa, buscó una enciclopedia, le señaló al padre un dibujo y le
preguntó qué era eso. El papá le dijo: «¿Eso? Era un topo. ¿Por qué preguntás?».
Benjamín respondió: «No. Por nada».
Y
después hizo un gran esfuerzo para que nadie, nunca, descubriera su felicidad.