Desde la infancia apenas se me cae
algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a
ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza
con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando
algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el
maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la
verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz
o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terror de
azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de
gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos
con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar
abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la
atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los
terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas
evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual
aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de
la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y
se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se
acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker, o una
dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces
sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los
zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que
se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pero igualmente
putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que
el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los
zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía
alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre
los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y
ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos-gallina que allá arriba
empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el
luis de oro, y cuando estábamos metidos debajo de la mesa, en una especie de
gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era
como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo
me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una
verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar
los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría
agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, lo gallos gerentes me
picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía
de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en
la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo
asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de
episodios todos los días.
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