domingo, 23 de agosto de 2020

La larga risa de todos estos años, de Fogwill

 

No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de decir “sí”, o tal vez habría dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.

 

Salía por las tardes, a las dos, o a las tres. Siempre los martes, miércoles y jueves, después de mediodía, se maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta las nueve de la noche.
A fin de mes, si había dinero, no salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes a jueves nos quedábamos charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la hamaca paraguaya que habíamos colgado en el balcón.
Y si faltaba plata, en la primera semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al centro, hacia algún punto, después volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde. Pero siempre teníamos dinero. Hubo caprichos: el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre cambiando de auto, esos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca nos faltaba plata, ella hacía, puntos entre martes y jueves las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a cocinar.
A veces pienso que por entonces cada día era tan parecido a los otros, que por esa constancia y esa semejanza se producía nuestra sensación de felicidad.

 

Salía temprano. Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminado hacia Sarmiento; a veces se entretenía mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas, estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de las casas de cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el precio de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos la miraba.
Entraba al bar de la esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente alguien la veía y la reconocía y la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
Los hombres no podían olvidarla con facilidad.
Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y en algún quiosco compraba revistas francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería Richmond de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer Florida hacia la Plaza San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro Naval y en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan a sus familias en las bases del sur y sabían de ella.
Si no encontraba un oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía fallar, porque si los mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían andado por ahí buscando una mujer.

 

Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o en algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron –los conocí–, y me consta que, por conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es una mujer.

 

Algunas veces se le acercaban hombres de civil fingiendo que buscaban citas, pero ella los descubría –tenía para eso un olfato especial–, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otro.
Los especiales, los de la División Moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los oficiales nuevos de las comisarías, recién salidos de los cursos, se ofendían y la llevaban detenida a la seccional. Allí tenía que hablar con los de la guardia; mostraba las fotos de publicidad, los documentos, las llaves de casa y las del auto y los jefes le permitían salir.
¿Qué otra cosa podían hacer? Una noche llegó a casa con un subcomisario.
Yo la esperaba trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré hacia la puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
Parecía un profesor de tenis, o un vividor de mujeres ricas. Él notó la expresión de mi cara al oír que me lo presentaban como subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo. Me reconoció por aquella película de la Edad Media –la del whisky– como había pensado que ella vivía sola, miraba mi kimono de yudo, veía el desorden de papeles sobre mi escritorio, y la miraba a ella, averiguando.
Notó un papel de armar entre mis libros. Era un papel americano, con los colores de la bandera yanqui y preguntó si fumábamos. Ella dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció bien y siguió curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo medio trabado, igual que yo, que jamás esperé que me trajera un policía a casa.
Pero después nos hicimos amigos. Se acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garage para anunciar que al rato subiría a tomar algo, o a charlar. Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la cintura, o en esas carteritas que usan ahora, pero él, por respeto a la casa, dejaba todo en el garage.

 

A veces preguntaba por ella: –¿Y Franca…? –Parecía amenazarme: “si decís que no está, seguro que me muero…”.
Y yo le explicaba que estaría haciendo puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con un whisky.
Para no molestar, él se quitaba los zapatos, se acostaba en el sillón del living y se quedaba ahí mirando el techo hasta que ella llegara, sólo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su oficina, una sección especial de vigilancia que funcionaba cerca de casa en la época de la presidencia de Isabel.
Parecía un instructor de tenis, o el encargado de un yate de lujo. Siempre de sport, bronceado; tenía cuarenta y dos años, pero parecía menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
Fuimos bastante amigos. No es fácil ahora confesar amistad hacia un policía, pero no ha sido el único. También siento amistad hacia el inspector Fernández, de la Policía Federal, a la que llaman la mejor del mundo aunque a él lo tenga destinado a una comisaría de mala muerte, en un barrio donde jamás nada sucede. A Solanas lo había conocido haciendo puntos.
Le habrá cobrado, la primera vez, lo mismo que por entonces les cobraba a todos; serían veinte, o veinticinco mil pesos: unos cien dólares, quinientos millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor del dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la gente…? Desde que se hizo amiga de Solanas y lo empezó a traer a casa, nunca volvió a cobrarle.

 

Tampoco creo que haya vuelto a acostarse con él: ella diferenciaba a los amigos de los puntos, y entre los puntos distinguía bien a los clientes estables de aquellos hombres ocasionales que aceptaba sólo cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un conocido. . Si los entraba a casa, significaba que ya era amiga de los puntos. Saldrían del hotel, o del departamentito del hombre y entusiasmados, irían a un bar para seguir charlando. Después, cuando llegaba la hora de volver, ella querría volver –necesitaba volver–, se haría acompañar hasta la puerta y si seguía la charla y le seguía el entusiasmo, lo hacía subir a nuestro departamento.

 

Cuando está comenzando una amistad, nada la puede detener. Por eso, al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y el hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se encerraba a cocinar para los tres.
Los que se hacían amigos cenaban en casa; a los que no se querían ir, les preparábamos una camita en el living, y ahí dormían, sin preocuparse por lo que hacíamos en nuestra habitación.
Hasta venir a nuestro departamento nunca un cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de ellos porque Franca me detallaba todo lo que hacía con los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar, conocer más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada tarde, y hasta trataba de imitar, por la noche, lo que ella había estado haciendo con los puntos durante el día.
Por eso conocí, sin haber ido nunca, todos los hoteles que a ella le gustaban, y hasta podía imaginarme los departamentitos de los solteros, y la decoración de los departamentos que alquilan los casados para escaparse un poco de la mujer. Tenía de cada uno de esos lugares una idea tan nítida como la de Franca, que se acostaba allí dos o tres veces por mes.
Parece mentira, pero la gente, aún en las cosas que hace más en la intimidad, se parece entre sí tanto como en las que hace porque las vio hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a los actores de las propagandas de la televisión.
Después dejé de averiguar. Ella me anunciaba si había hecho algo poco común, aunque eso sucediera muy pocas veces.
Celos jamás sentí. Rabia sí; cuando pensé que me mentía, o cuando sospeché que ella agregaba algún detalle para probar si yo sentía celos.
Con el tiempo aprendí que así como yo nunca le había mentido, ella tampoco a mí me había mentido, y por eso, si alguien hubiera preguntado si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo, que sí, que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y de los celos.

 

Porque ella sí celos sentía.

 

–¿Qué hiciste hoy…? –preguntaba al llegar.
–Y… nada… –decía yo, mostrándole mi yudogui impecable, el cinturón recién planchado, el escritorio cubierto de fichas y de notas, y el mate frío junto a mi cenicero lleno de filtros de cigarrillos terminados.
–Nada… volvía a decirle, disimulando la sonrisa que me nacía al pensar que ella había andado por ahí creyendo que esa tarde yo habría sido capaz de salir o de hacer algo diferente de cualquier otra tarde de mi vida.

 

–¿Qué hiciste hoy? ¿Quién estuvo esta tarde? –volvía a preguntar.
–Y… nadie, Franca, nadie –le repetía yo.
¿Quién iría a estar? –¡Mentiras…! –decía ella–. ¡Mentiras! Te leo en los ojos que hubo alguien. –No. No hubo nadie Franca –le decía, y ya sin sonreír, porque sabía cómo iba a terminar todo eso, empezaba a mirarle los ojos verdes, para que al comprobar que resistía su mirada, ella entendiese que no tenía nada que ocultarle, que nadie había venido, y que yo, aquella tarde, no había hecho nada distinto a lo de todas las otras tardes de la semana.
Entonces ella dejaba de mirarme. Sus ojos verdes se fijaban en la pared y yo veía sólo la parte blanca de los ojos que empezaba a nublarse por lágrimas mezcladas con rimnmel aceitoso disuelto.
(Había algo loco en eso de mirar siempre hacia un costado, siempre al mismo costado, como si la pintura de la pared, o la pintura de los cuadros colgantes de la pared, pudiese responder sus preguntas: “¿Quién vino?” “¿Dónde fuiste?”).Y yo quería consolarla.

 

Alzaba un brazo, trataba de acariciarle el pelo, pero ella se volvía más hacia la pared y miraba algún cuadro, o peor, al zócalo directamente. Gritaba: –¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que mentís? –volvía a gritar, como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no mentía.)
–No nena… No te miento… –juraba yo, riendo, pero ella lloraba cada vez más fuerte y me decía entre sollozos que se iba a ir con un punto que le había prometido un departamento en Manhattan, con otro que la invitaba a un viaje por islas del Caribe, o con aquél que le ofrecía pasar el verano en su estancia del Brasil.
¿Cómo no iba a reír si siempre amenazaba igual: el Brasil, las islas del Caribe, el departamento “studio” en la isla de Manhattan…? Pero debía haber evitado reír. Era peor: ella gritaba más: –¿Ves…? –preguntaba–. ¡Te reís! –se respondía. Y explicaba–: ¡Quiere decir que no te importa que me vaya…! Quiere decir que vos no me querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco! –No nena… –hablaba yo–: ¡No peliés! –rogaba. Yo había dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
–¿Cómo que no peliés? –decía–. ¡Cómo querés que no pelee si me mentís! –Y me miraba y me gritaba:¡Sos insensible! –protestaba cada vez más, gritando más.
Entonces yo miraba la hora y calculaba. Sentía el paso del tiempo. .. Sentía que perderíamos la cena.
Y ella miraba mi escritorio –venía hacia mí y yo temía que comenzase a destrozar los libros, o a revolverme los papeles, o peor, que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi mate al piso, aunque después ella misma tuviese que juntar la ceniza y los restos de yerba, y fregar la mancha verdosa que impregnaría la alfombra. Procuraba proteger mi escritorio; cubría todo con mis brazos abiertos.
–¡No sigás…! –rogaba yo.
Pero seguía, ella. Tac, un libro. Trac: el cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la alfombra; todo caía. Y yo me controlaba, me relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
Entonces dejaba mi escritorio; iba hacia ella, le aplicaba una palanca de radio–cúbito, y la llevaba encorvada hacia el sofá. Trabándola contra los almohadones, sobre el sofá o sobre la alfombra, evitaba que se lastimase tratando de librarse de mi palanca.
–Calmáte amor… no sigas… –le pedía entonces, hablándole contra la oreja.
Pero ella gritaba más: que la iba a matar, que la quería matar. Y yo pensaba en los vecinos, intentando callarla, y aplastaba su boca contra los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
Entonces le vendaba la boca con mi cinturón, tensaba el cinturón bajo su pelo, por la nuca, y con sus cabos le ataba las manos contra la espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la quería, que nadie había venido, que yo no había salido y que sabía que nunca me cambiaría por el de Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y yo apagaba la lámpara y me desnudaba.
Le hablaba despacito. La desnudaba y antes de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y los brazos para probar si estaba relajada. Sólo la castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar por la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
Cuando se ponía bien soltaba el nudo, la besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba todo su cuerpo y la sentía todavía sollozar, o temblar –eran los ecos de tanto que había llorado y gritado y nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír porque reconocía en mi boca el gusto de sus lágrimas mezclado con gusto de tabaco y de rimmel, y así nos abrazábamos como jamás debió haberse abrazado con sus puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos quedábamos por horas amándonos, o hamacándonos hasta que el hambre, la sed o mis absurdas ganas de fumar nos obligaban a separarnos.
Esas noches no cocinaba. Después del baño bajábamos a un restaurante del barrio y nos sentíamos felices.

 

La gente, desde las otras mesas, nos notaría felices y pasábamos días y semanas enteras felices sin pelear.
Si le quedaban marcas, reprochaba –¡Qué van a pensar…! –decía, riéndose, reconociendo que ella había tenido la culpa.

 

Y nos divertíamos pensando que a los puntos de esa semana, las marcas del cuello, la espalda y las muñecas los entusiasmarían más.
Decía que le contaba a algunos –a los que le parecían más sensibles–, que el hombre que vivía con ella se emborrachaba y le pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital. Que no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un asesino y que estaba segura de que tarde o temprano terminaría matándola.
A otros les hacía creer que se había lastimado en una caída del caballo.
Tenía un caballo en el Club Hípico Alemán de Palermo. Lunes y sábados se iba a practicar equitación. Le hacía bien eso a ella, como a mí me hacían bien las prácticas de yudo.

 

Toda la gente debería practicar un deporte violento: teniendo el cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza, se respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse más a lo que debe ser la verdadera felicidad.
El caballo era un alazán. Se llamaba Macri; no sé por qué. Lo conocí un sábado, mientras la esperaba cerca del lago. Ella desmontó, vino hacia mí trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el auto para besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y se puso a golpear, nervioso, el suelo con las patas.
Nunca, dijo ella, se había portado así. Era un caballo que tenía fama de noble y manso, pero algo de mí debía ponerlo mal, porque las pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba, pisoteaba nervioso el césped con sus cascos.
La seguían militares por Palermo. A ella no le gustaban los militares, pero los lunes y los sábados –los días de ella–, muchos van por ahí probando sus caballos.

 

Se le arrimaban. Trataban de hacer citas.

 

Siempre los rechazaba.

 

Nunca hizo puntos por Palermo, ni en el Hípico.
Para ella los caballos, especialmente su caballo, eran una pasión.

 

El cuidador del Macri, lo supimos después, era suboficial de Ejército. Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño sueldito de fin de mes.
Yo luchaba con un capitán. Por mi peso –sesenta y dos kilos–, nunca encontraba en la academia con quién luchar. A veces probaba con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había muchachos jóvenes, de mi peso, con fuerza y con técnica, pero sin la madurez y la concentración que se logran en el yudo sólo mediante años de práctica.
Entonces debía buscar gente de más peso. El capitán –setenta kilos era un hombre moreno y bajito. Cuando Fukuma nos presentó, y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que el maestro le pedía, como favor, que me probase.
Gané los seis primeros lances seguidos. Siempre ganaba.
Una tarde, practicando retenciones, le apliqué algunas técnicas de hapkido y lo noté desesperado por salir. Cuando le hacía un “ojal” con la solapa de su yudogui argentino de loneta, no bien sentía que la circulación cerebral se le dificultaba, en vez de golpear para que lo dejase salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de capilares rojos y yo veía una mirada de odio distinta a la de Franca, no sólo a causa del contraste con el hermoso color verde de ella, sino también porque se entendía que en aquel hombre nadie podría transformar el odio en un sentimiento más elaborado.

 

Mucha gente jamás comprenderá el deporte.
Ahora permiten federarse y competir en torneos a personas llenas de ideas agresivas, a quienes la experiencia del triunfo y el fracaso no les sirve de nada.

 

Habría que averiguar bien qué entiende alguien por éxito y derrota antes de autorizarlo a combatir o a darle un rango que habilita para formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán por desvirtuarse los principios de las artes marciales.
Perder es aprender. Esto me lo enseñó Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan imperial que nunca autorizó la ostentación de colores de rangos en su dojo.

 

“Si yo tuviera tanta fuerza y tanta habilidad…” –decía ella, refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
Pero jamás pudo aprender. Compró kimono, pagó matrícula y el primer mes de un curso con Fukuma, pero al cabo de cuatro clases desistió reconociendo que no alcanzaba a comprender los fundamentos de nuestro deporte.
Franca había nacido para los caballos.
Calculó Olda Ferrer que yo podría ganar una fortuna instalando un gimnasio.
–¿Cuánto ganaría? –le pregunté.
–Mucho –decía ella, mientras su marido, un psicoanalista, aconsejaba a Franca que me impulsase a tomar discípulos.
Para los psicoanalistas, poner un cartelito y arreglar un local donde otra gente pague por asistir es un ideal de la vida humana, que resulta aún más elevado si el lugar se llama “instituto” y el dinero que los clientes pagan es mucho.
–¿Pero cuánto es mucho? –pregunté a la Ferrer, que era una economista bastante conocida, y calculó una cifra: –Diez mil, para empezar. Después más, veinte, o treinta mil…
Dijo eso o cualquier otro número; no sé cuánto valía el dinero por entonces. Recuerdo en cambio que Franca me guiñaba los ojos, porque durante el mes anterior ella había producido treinta y cinco mil sin poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos incapaces de alcanzar objetivo alguno. Pero una vez casi me instalo. Se lo dije a Fukuma. El viejo recomendaba que sí:
–¡Metéte! –dijo, y era gracioso oírlo, porque a causa de su acento, “metéte” nos parecía una palabra japonesa, mientras que a él le sonaría tan natural y tan argentina como cualquiera de las palabras del español que siempre pronunciaba mal.

 

Sucedió en 1975. Estaba intervenida la universidad y echaban a los profesores porque en la facultad habían tolerado a los grupitos de estudiantes que se mezclaron con la guerrilla.
Pensé que me despedirían también a mí. En el segundo cuatrimestre cambié el turno de mis clases y comencé a dictar los teóricos en este horario de lunes y sábados entre ocho y diez de la mañana. Con los nuevos horarios venían menos alumnos, y como las autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y nunca me veían, se fueron olvidando de mí y no tuve necesidad de “meter” un instituto.
Calculaba así: “si con cuatro horas semanales gano mil, y con cuarenta horas ganaría diez mil, cambiar no me conviene”. Las cifras son falsas: nadie recuerda cuánto ganaba por entonces.
Hay algo que se aprende con el estudio de las artes marciales: actuar sobre las partes del enemigo que ofrecen menos resistencia.

 

Escribí “partes”. Una traducción correcta del japonés habría elegido la palabra “puntos”.
Franca reiría si leyese estas notas.
Hablé una tarde con el capitán. Le conté lo que ocurría en la Universidad y hablé de mis temores por mí, por Franca. Prometió ayudarme.
Al tiempo, vino a decirme que había hecho averiguaciones y que como yo no tenía antecedentes, no debía preocuparme.
Pero a mediados del setenta y siete, cuando desapareció un chico del gimnasio al que también le había prometido que no necesitaba preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a Solanas y él me llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a blanquear.
“Blanquear” quería decir contar lo que uno pensaba, lo que sabía que pensaban o hacían los otros y lo que pensaba que hacían, pensaban o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso muy alto que debía ser el jefe, después de hablar y preguntar durante más de tres horas, aconsejó que si algún día me llevaban tenía que convencerlos de que había blanqueado, y reclamar que revisaran mis hojas en el batallón trescientos y pico. Después Solanas me aclaró que haber blanqueado no garantizaba nada, que no se podía poner las manos en el fuego por nadie y que todo aquel trámite  “en el mejor de los casos”, podía ser una ayuda.
Creo que todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora se enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden. Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron, y que si ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es porque se ha hecho una costumbre hablar o pensar distinto, como antes se había vuelto costumbre aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía, pero que no se comprendía.
Se lo aprende en la vida, o en el dojo: siempre es igual que antes. Para la gente, lo importante es vivir mirando hacia donde los otros le señalan, como si nada sucediera detrás, o más adelante.
Si cuando sucedía aquello había que pensar otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que entonces sucedía, indica que no habrá que mirar ni pensar las cosas que suceden en este momento.

 

Ochenta y tres. Empieza otro año y llegan nuevas promociones de alumnos. Cada cuatrimestre los estudiantes me parecen más jóvenes, más niños. Es porque en mi memoria los alumnos de antes han seguido creciendo o envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
En mi memoria crecen y encanecen muchachos y muchachas que murieron poco después de aprobar el examen final, hace cinco o diez años.
Mi memoria de mí continúa intacta. Me imagino como el día que comencé en la cátedra, hace ya doce años.
Tenía veintisiete.
Franca tampoco envejeció. Tiene treinta y nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que el marido no lo sabe.
Vive con él, con los hijitos que tuvieron con él, y con la suegra, que los cuida.
La veo muy pocas veces. Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices.
Ella protesta que es feliz, que ya no siente celos, y que ahora es él –el marido– quien siente celos. Sabe que ella hacía puntos, pero no sabe, o finge que no sabe, que sigue haciendo puntos ahora. Ella dice que él nunca conocerá lo nuestro, porque si se enterase la echaría de la casa, le quitaría los hijos o haría cualquier locura. Lo cree capaz.
Cuenta que, salvo alguna situación en la que debió entrar para satisfacer caprichos de los clientes, jamás ha vuelto a acostarse con mujeres, y que yo fui la única por quién sintió algo frente y sincero en la vida.
Le creo.
Creer, o no creer, no me hace más ni menos feliz, Claudia volvió a leer hasta aquí y quiere saber si éramos felices. Digo que sí: –Como con vos. Igual que con vos, Claudia –le digo y me parece que está por volver a llorar.
¿Llorará? A veces llora.
–No Claudia, celos no, por favor –le ruego, porque siento que comienza a llorar.
Y ella me jura que no son celos de mí, ni de la otra, sino celos de un tiempo en el que fuimos muy felices y ella no estaba conmigo.
–Y ahora, Claudia –pregunto–: ¿No somos felices? Desde el rincón del living me mira sin hablar.
Recién llega de hacer sus puntos y se ha puesto a ordenar los discos. Después de un rato dice: –Sí… somos felices… Pero quisiera que todo esto se te borre de la podrida cabeza…
Y yo soplo. (Algo así ha de haber sentido el caballito de Franca Charreau.) Ella no pudo oírme, pero se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
Acerté.
Se arrima al escritorio. Espía lo que escribo.
Revuelve mis papeles y empieza, como siempre, a hablar de Franca.
–¡Esa puta…! Andaba con mujeres… ¡Se encamaba con todas las putas reventadas de Buenos Aires…! Cuando se pone así, Claudia siempre habla así.
Después me dice que soy una estúpida, una imbécil, y vuelve a repetir que Franca era una puta.
–Igual que vos, mi amor –le digo. Estoy serena. ¿Será necesario que alguna vez pierda el control y que me exalte para calmarla? –Dudás de mí –me dice y llora–: ¡No creés en mí! –No nena –digo–, nunca dudé de vos.
–Claro –responde–, es porque estás segura, porque salís con otras… Porque te ves con esa puta de Franca… Por eso…
Y llora y habla a gritos. ¿Tendré que interpretar? Interpreto: –No, nena, no es así. La que quiere salir con otras debés ser vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi escritorio… Te ponés mal… estás haciendo esto –digo para sentirte mal, para no estar mejor conmigo…
–Y ella… ¿Podía estar bien con vos? –pregunta y me golpea el escritorio.
–Sí, Claudia –digo temiendo que vuelva a romper algo–, como vos: a veces, como vos hoy, ella tampoco podía… Ella no sabe controlar sus reacciones. Tampoco yo sé controlar mis no–reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería distinto. Más violento y confuso –más peligroso pero tal vez sería mejor. Apagaré la luz.
Veo su silueta moverse en la semipenumbra del living y reconozco su intención. Amenazo: –Si seguís, Claudia, sabés lo que te va a pasar…
Pero sigue:
–Sos una mierda… ¡Sos una mierda! ¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas que escribís…! Y grita. Grita cada vez más: –Sos una puta como Franca… –Ahora todos los vecinos la escucharán.
Odio sus miradas indiferentes en el ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no habernos oído nunca. Así son ellos: viven fingiendo, ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el cine? Como en un cine. Como en la vida.
Que termine. Por los vecinos, pido. Que no quiero más humillaciones con los vecinos, digo.
Sigue:
–Podrida… Renga… ¡Como lo que escribís…! ¡Era una puta…! Grita más, sigue gritando hasta que dejo mi silla, la sorprendo por detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo firme su muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
Grita por la nariz. Entiendo cada una de sus sílabas: “Borracha”, “renga”, “podrida”, “curda”.
¡Tantas veces la oí! La vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
Golpea su frente y las orejas contra la alfombra y contra las patas del sofá. No es fácil sujetarla.
Se marcará.
Cuando termino de atar sus manos me desnudo, manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en su cintura. Chilla por la nariz, sacude la cabeza. Todo retumba.
Después, desnuda, comienzo a desnudarla. No es fácil; Claudia es fuerte –pesa cincuenta y ocho–, se mueve y se resiste. Comienzo a acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su pelo húmedo y siento el gusto de su sangre: otra vez se le han abierto las cicatrices de la sien.
La abrazo.
Siento cómo se va calmando lentamente.
Entonces paso mis manos tras su espalda y desato el cinturón. La mano libre de ella se clava en mi cintura, bajo la espalda. Me hiere con sus uñas, pero se está calmando.
Después se aquieta y nos besamos. Se mezclan gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la sangre y los restos de rimmel y de lápiz de labios. Nos abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos abrazadas a la hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y más tarde, después del baño, cuando salimos a comer, vuelve a reír al recordar la escena de esta noche y yo río a la par y la gente nos mira reír ¿Pensarán todos que somos muy felices? Tal vez.
Pero aquí nadie nos conoce. Los que solían comer en estos restaurantes ya no andan más por nuestro barrio.
–Todo cambia –le digo, y querría que entendiese que no le estoy diciendo cualquier frase, que en estas dos palabras hay una enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
–Soy feliz… –me dice, como si hubiera comprendido y confiesa que si encontrase un hombre capaz de darle la cuarta parte de la felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que soy una borracha, que algún día me olvidará como seguramente Franca me ha olvidado.
Y yo río. (¡Tantas veces la gente del restaurante me habrá visto reír…!) Río porque ella está simulando una pelea para probarme –para provocarme–, pero cuando pregunta por qué río, miento y respondo que me río de ella, porque si confesase que río de un país, de una ciudad, de un restaurante y de sus mesas semejantes donde la gente come menús idénticos al nuestro y todo nos parece natural, o real, ella no me creería, sentiría que la engaño y hasta sería capaz de reiniciar otra de sus escenas de violencia.

 

jueves, 20 de agosto de 2020

Robert Louis Stevenson " El distinguido extranjero"

 

 

Una vez llegó a este mundo un visitante de un planeta vecino, y se encontró en el lugar de su descenso con un gran filósofo que iba a encargarse de enseñárselo todo.


   Primero cruzaron un bosque, y el extranjero se fijó en los árboles.

   —¿Quiénes son? —preguntó.

   —Son sólo vegetales. Están vivos, pero carecen de cualquier interés.

   —No sabría yo qué decirle. Parecen muy educados. ¿Nunca hablan?

   —No tienen ese don —dijo el filósofo.

   —Pues a mí me parece que los oigo cantar —dijo el otro.

   —Es sólo el viento entre el follaje —señaló el filósofo— Le explicaré la teoría de los vientos: es muy interesante.

   —Bueno —dijo el extranjero— me gustaría saber qué piensan.

   —No pueden pensar —repuso el filósofo.

   —No sabría yo qué decirle —respondió el extranjero. Posó una mano en un tronco y añadió—:

   —Me gusta esta gente.

   —No son gente —contestó el filósofo—. Sigamos.

   A continuación llegaron a un prado, donde había vacas.

   —Qué gente tan sucia —observó el extranjero.

   —No son gente —respondió el filósofo—. Y le explicó lo que era una vaca, en términos científicos que he olvidado.

   —Eso me da lo mismo —dijo el extranjero— pero ¿por qué no levantan la cabeza?

   —Porque son herbívoros —explicó el filósofo— , y vivir de la hierba, que no es un alimento muy nutritivo, requiere tanta concentración que no tienen tiempo ni de pensar, ni de hablar ni de contemplar el paisaje o asearse.

   —Bueno, supongo que es una forma de vida, aunque yo prefiero a la gente de cabezas verdes dijo el extranjero.

   Finalmente llegaron a una ciudad, llena de hombres y mujeres.

   —Qué gente tan extraña —observó el extranjero.

   —Son los habitantes de la nación más grande de este mundo —dijo el filósofo.

   —¿De verdad? —preguntó el extranjero—. No lo parecen.

 

miércoles, 12 de agosto de 2020

Dino Buzzati " Siete plantas"

 

Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero aun así quiso hacer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando su pequeña maleta de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, pareciéndole que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.




Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy aquí... –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente...
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante –respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone –añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien...
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? –preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se imagina siempre lo peor...
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.

Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona.
–Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días, podrá volver aquí arriba
–Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños... Un favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal agüero.

De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición, padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se empezaba de verdad.
De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los "casi sanos".
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en la mitad más "grave" de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección había "empeorado" ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente...
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá.
Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–. La sexta podría estar bien.
Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.

Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles... Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo, tiene auténtica obsesión por sanar... si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo...
–Pues diga, diga, doctor...
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran directamente en la...
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–, ¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa–, usted me aconseja...
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–, añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho podría deprimir la "moral"; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con nosotros o incluso más arriba, según sus "méritos", incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir...
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación.
Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.

En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse.
Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía– se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los "condenados", vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.

Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–. ¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati.
El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada... Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo... ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación.
De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama. Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.
Traducción Javier Setó