viernes, 20 de septiembre de 2019

"Lo perecedero" de Sigmund Freud



Hace algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, le parecía carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado. Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo. Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado clara mente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto; por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. Manifesté, pues, mi incomprensión de que la caducidad de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra existencia vemos agotarse para siempre la belleza del rostro y el cuerpo humano , mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche. Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo. Aunque estos argumentos me parecían inobjetables, pude advertir que no hacían mella en el poeta ni en mi amigo. Semejante fracaso me llevó a presumir que éstos debían estar embargados por un poderoso factor afectivo que enturbiaba la claridad de su juicio, factor que más tarde creí haber hallado. Sin duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de lo bello. La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea de su índole perecedera. Al profano le parece tan natural el duelo por la pérdida de algo amado o admirado, que no vacila en calificarlo de obvio y evidente. Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema, uno de aquellos fenómenos que, si bien incógnitos ellos mismos, sirven para reducir a ellos otras incertidumbres. Así, imaginamos poseer cierta cuantía de capacidad amorosa —llamada «libido»— que al comienzo de la evolución se orientó hacia el propio yo, para más tarde —aunque en realidad muy precozmente— dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos explicarnos —ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto— por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo. La plática con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió a la guerra. Un año después se desencadenó ésta y robó al mundo todas sus bellezas. No sólo aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y artistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre sí. La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una educación multisecular. Cerró de nuevo el ámbito de nuestra patria y volvió a tornar lejano y vasto el mundo restante. Nos quitó tanto de lo que amábamos y nos mostró la caducidad de mucho que creíamos estable. No es de extrañar que nuestra libido, tan empobrecida de objetos, haya ido a ocupar con mayor intensidad aquellos que nos quedaron; no es curioso que de pronto haya aumentado nuestro amor por la patria, el cariño por los nuestros y el orgullo que nos inspira lo que poseemos en común. Pero esos otros bienes, ahora perdidos, ¿acaso quedaron realmente desvalorizados ante nuestros ojos sólo porque demostraran ser tan perecederos y frágiles? Muchos de nosotros lo creemos así; pero injustamente, según pienso una vez más. Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, simplemente porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad. Cabe esperar que suceda otro tanto con las pérdidas de esta guerra. Una vez superado el duelo, se advertirá que nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Volveremos a construir todo lo que la guerra ha destruido, quizá en terreno más firme y con mayor perennidad.

jueves, 15 de agosto de 2019

"Cómo escribir una historia de detectives " por G.K. Chesterton




Que quede claro que escribo este articulo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un gran hombre de estado o estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya desde lo alto de cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello no requieren de tan agotadora experiencia.
En cualquier caso, he notado que al pensar en la teoría de los cuentos de misterio me pongo lo que algunos llamarían teórico. Es decir que empiezo por el principio, sin ninguna chispa, gracia, salsa ni ninguna de las cosas necesarias del arte de captar la atención, incapaz de despertar o inquietar de ninguna manera la mente del lector.
Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.
Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es Resplandor plateado (Silver Blaze).
El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.
En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, Resplandor plateado. Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: ¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del medico? Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: ¿Porque el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?. El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.
Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.




De G.K.’s Weekly, 17 de octubre de 1925; reimpreso en The Spice of Life.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Czesław Miłosz (AŠeteniai, Lituania, 1911-Cracovia, 2004)




¿Arte poética?


Yo siempre he aspirado a una forma más amplia
Que fuera libre de los reclamos de la poesía y la prosa
Y nos dejara entendernos unos a otros sin exponer
Al lector ni al autor a sublimes agonías.

En la verdadera esencia de la poesía hay algo indecente:
De nuestro interior brota una creación sin saber que estaba  ahí
Así que parpadeamos como si fuese un tigre que apareció
Erguido  en medio de la luz, azotando con su cola.

Por eso se dice correctamente que la poesía es dictada por un demonio
Si bien es una exageración sostener que es un ángel
Es difícil llegar a saber de dónde viene la vanidad de los poetas
Pues a menudo se avergüenzan cuando es revelada su debilidad.

¿Qué hombre razonable quisiera ser una ciudad para los demonios,
que se comportan como si esa fuera su casa, hablan diferentes lenguas,
Y , no contentos con robar sus labios y sus manos,
Se esfuerzan en cambiar su destino a su conveniencia?

Es cierto que lo mórbido es altamente valorado en estos días
Así que tú debes pensar que yo sólo estoy bromeando,
O que yo he descubierto una forma más
De alabar el Arte mediante la ironía.

Hubo un tiempo en que sólo se leían libros sabios
Que nos ayudaban a soportar el dolor y la miseria
Después de todo no es lo mismo
Que hojear miles de páginas recientes de la psiquiatría clínica

Y todavía este mundo es diferente a lo que parece ser
Y nosotros somos muy distintos a como nos vemos en nuestros desvaríos
La gente sigue conservando su silenciosa integridad
De este modo son respetados por familiares y vecinos

El sentido de la poesía es recordarnos
Cuán difícil es seguir siendo una sola persona
pues nuestra casa está abierta, las puertas están sin llave,
e  imperceptibles invitados entran y sales a su antojo.

Lo que estoy diciendo aquí no es poesía, estoy de acuerdo,
Los poemas se escriben  muy de vez en cuando y a disgusto,
Bajo una insoportable coacción y sólo con la esperanza
De que los buenos espíritus, y no los malvados, nos eligan como su instrumento.

 ¿Ars poética?
Zawsze tęskniłem do formy bardziej pojemnej,
Która nie byłaby zanadto poezją ani zanadto prozą
I pozwoliłaby się porozumieć nie narażając nikogo,
Autora ni czytelnika, na męki wyższego rzędu.

W samej istocie poezji jest cos nieprzystojnego:
Powstaje z nas rzecz o której nie wiedzieliśmy że w nas jest,
Więc mrugamy oczami, jakby wyskoczył z nas tygrys
I stał w świetle, ogonem bijąc się po bokach.

Dlatego słusznie się mówi, że dajmoniom,
Choć przesadza się utrzymując, że jest na pewno aniołem.
Trudno pojąć skąd się bierze ta duma poetów
Jeżeli wstyd im nieraz, że widać ich słabość.

Jaki rozumny człowiek zechce być państwem demonów,
Które rządzą się w nim jak u siebie , przemawiają mnóstwem języków,
A jakby nie dość im było skraść jego usta i rękę
Próbują dla swojej wygody zmienić jego los?

Ponieważ co chorobliwe jest dzisiaj cenione,
Ktoś może myśleć, że tylko żartuję
Albo, że wynalazłem jeszcze jeden sposób
Żeby wychwalać Sztukę z pomocą ironii.

Był czas, kiedy czytano tylko mądre książki
Pomagająca znosić ból oraz nieszczęście.
To jednak nie to samo co zaglądać w tysiące
Dzieł pochodzących prosto z psychiatrycznej kliniki.

A przecie świat jest inny niż nam się wydaje
I my jesteśmy inni niż w naszym bredzeniu.
Ludzie więc zachowują milczącą uczciwość,
Tak zyskując szacunek krewnych i sąsiadów.

Ten pożytek z poezji, że nam przypomina
Jak trudno jest pozostać tą samą osobą,
Bo dom nasz jest otwarty, we drzwiach nie ma klucza
A niewidzialni goście wchodzą i wychodzą.





domingo, 28 de julio de 2019

Osvaldo , creer o reventar

Creer o reventar

Aunque este mundo se parezca a un caos (mi propia vida, sin ir más lejos) creo que hay un orden secreto. Un orden que el pensamiento, incansable, trata de descifrar, y que los poetas descubren cada vez que escriben un poema, ese pequeño cosmos en miniatura. Desde luego, si hay un orden, esta idea me lleva a la idea de un Dios que junta estas cosas, como las palabras en un poema, cuyo sentido profundo,-como es lógico- ninguno de nosotros puede comprender. No importa. Ese orden está ahí, para que creamos en él, o para que no creamos. En mi caso, con el solo hecho de ponerme a escribir poesía, me di cuenta que soy un creyente. Puedo entender que la ausencia de mi padre me haya dejado tan desquiciado, tan solo, que busqué un sustituto. Un Dios que guardara todo en su memoria y que fuera extremadamente comprensivo conmigo (y con todas las cosas del universo). Y desde luego, que siempre estuviera... Aun así, esta simple sustitución de una imagen por otra, no justifica la fe. Creer o reventar, decía mi abuela Amalia, y yo creo y no reviento.; todo lo contrario. De ahí que la idea de Dios aparezca todo el tiempo en los últimos poemas que escribí, junto con los muchachos (los chicos malos) que van y vienen, se acercan y se alejan, sin mucha explicación. O con una explicación que sólo Dios tiene, y vaya uno a saber cuál es. Aunque se trate nada más que de una figura poética. A mí me tranquiliza. Que haya un orden secreto para todas las cosas, aunque yo no lo vea, y nadie lo vea en realidad. Y que nada se pierda, nada se olvide en este libro infinito, que lo registra todo. Aunque el olvido sea una de las posibilidades más hermosas que haya inventado cualquier Dios: que cada cosita esté guardada en esa memoria mágica y universal. Se llame como se llame. A mi me gusta llamarla Dios. Qué le voy hacer, soy así.

Osvaldo

no registre el apellido del autor ....

sábado, 27 de julio de 2019

Ambrose Bierce ( Muerto en Resaca )



El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los dos ede
canes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún regimiento de Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación que todavía seguía unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se extendieran al ámbito de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.
El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.
Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía como admiración, y con sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone’s River -nuestro primer combate desde que él se unió a nosotros-, que poseía uno de los defectos más criticables e indignos de un militar: se envanecía de su valentía. En el transcurso de las vicisitudes y alternancias de aquel odioso enfrentamiento, tanto cuando nuestras tropas se batían en los campos abiertos de algodón, o en los bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del terraplén del ferrocarril, él no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó expresamente el general, que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las vidas de los oficiales de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.
En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con nosotros, ocurrió lo mismo. Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre, entre una tormenta de balas y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera que su deber, requiriéndole acudir, le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún problema y en beneficio de su reputación de hombre con sensatez, hubiera podido situarse a resguardo, en la medida de lo posible, en esos breves momentos de inacción personal que se dan en una batalla.
Su comportamiento era el mismo cuando andaba a pie, por necesidad o por deferencia a su comandante y a sus compañeros apeados. Se erguía como una roca en campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto. Mientras hombres de más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable coraje, preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas para el servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente ocioso en aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del fuego más nutrido.
Cuando los combates se desarrollan en campo abierto, a menudo sucede que los soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante horas a la simple distancia de una pedrada, se aprietan contra la tierra como si estuvieran enamorados de ella. Los mismos oficiales, en los puestos asignados, se aplastan contra el suelo, y los oficiales superiores, cuando han matado a sus caballos o los han enviado a la retaguardia, se agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos de plomo y aullidos de acero, sin pensar en su dignidad.
En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado mayor de brigada no es, evidentemente, «una vida feliz»; tanto por su precaria duración como por los nerviosos cambios emocionales a que está expuesto. De una posición de relativa seguridad -de la que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede salvarse «de milagro»- puede ser enviado a transmitir una orden al coronel de algún regimiento situado en el frente de combate; una persona poco visible en ese momento y difícil de encontrar sin una intensa búsqueda entre hombres preocupados por otras cosas, en una madriguera en que tanto preguntas como respuestas se realizan por señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la cabeza y a escabullirse galopando a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un objeto de extraordinario interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta… bueno, no suele haber vuelta.
La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su caballo al cuidado de su asistente -amaba mucho a su caballo- y se encaminaba muy tranquilo a cumplir su peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas de todos con su espléndida figura realzada por el uniforme. Lo observábamos conteniendo la respiración y con el corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero de nuestras filas se emocionó tanto que me gritó:
-Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes de que llegue a-al f-foso.
No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba seguro de que lo matarían.
Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre valiente. De todas las veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la menor baladronada ni el subsiguiente relato de sus hazañas. En las pocas ocasiones en que alguno de nosotros se había aventurado a reprenderlo, Brayle había sonreído amablemente y había dado una respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir con el tema. Un día le habló al capitán:
-Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar sus consejos, espero que su querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome al oído las benditas palabras: «Ya se lo dije… »
Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar por qué. Cuando aquella tarde le dispararon, hasta casi hacerlo pedazos en una emboscada, Brayle permaneció junto a su cuerpo mucho tiempo, colocando bien sus miembros con extrema delicadeza… ¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla y botes de humo! Es fácil censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse de imitarlas, pero es imposible no respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado por aquella debilidad, que se expresaba de modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera locuras, pero perseveró en su actitud hasta el final, resultando a veces gravemente herido, pero retornando siempre al cumplimiento de su deber, cuando estaba repuesto.
Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que ignora la ley de las probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca, en Georgia, durante el transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta. Enfrente de nuestra brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos a lo largo de la suave cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el sotobosque, en cada extremo de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas de ocupar aquel claro hasta la noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos camino como topos y surgir de las madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el límite del bosque, a medio kilómetro del enemigo. Más o menos formábamos una especie de semicírculo en el que la línea enemiga quedaba como la cuerda del arco.
-Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque tanto como pueda, manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos innecesarios. Puede usted dejar su caballo.
Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos en el margen del bosque, en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se hallaba en el extremo izquierdo. La sugerencia, hecha por el general, de dejar el caballo, significaba, obviamente, que Brayle debía tomar el camino más largo, a través del bosque y por en medio de los hombres. En realidad, era una sugerencia innecesaria. Ir por el camino más corto suponía fracasar con toda seguridad en la entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido interponerse, Brayle cabalgaba a medio galope por el campo abierto y de las trincheras enemigas surgía un fuego crepitante.
-¡Paren a ese maldito loco! -aulló el general.
Un soldado raso de la escolta, con más ambición que cerebro, espoleó al caballo hacia delante para obedecer, y en diez metros él y su caballo quedaron muertos en el campo del honor.
Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas. Galopaba tranquilamente, en paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de distancia. ¡Parecía un cuadro admirable! El sombrero había volado o saltado de un disparo de su cabeza y su largo cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento del caballo. Se sentaba muy erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas con la mano izquierda, y con la derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida mirada a su hermoso perfil cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba que el interés con que tomaba lo que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna afectación.
El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo alguno teatral. Sucesivas hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba y pronto nuestra línea, en el linde del bosque, se rompió en una visible y sonora defensa. Sin más preocupación por sí mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros compañeros se pusieron en pie de un salto y se precipitaron al campo abierto lanzando láminas de balas hacia la chispeante cima de las fortificaciones enemigas, que respondieron abriendo un bestial fuego sobre los grupos desprotegidos, con efectos mortales. La artillería de las dos partes se unió a la batalla, puntuando el crepitar y el clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra y rasgando el aire con ensordecedoras tormentas de metralla. Desde el lado enemigo la metralla astillaba los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el humo de sus armas con nubes de polvo que se levantaban de sus trincheras.
El combate general había concentrado mi atención por un momento, pero después, mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre aquellas dos nubes de tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible ahora para los dos bandos, condenado por igual por amigos y adversarios, estaba de pie en medio de aquel espacio barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo. A pocos metros, su caballo yacía en el suelo. Al instante vi lo que lo había detenido.
Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas del día había hecho un apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé que en aquel punto había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo por el medio hasta las líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto. Desde la posición donde nos encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente, desconocía su existencia. Sin duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le hubieran proporcionado una completa seguridad si se hubiera contentado con el milagro que, sin duda, se había producido ya en su favor, y hubiera saltado dentro. No podía avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie, aguardando la muerte. No lo hizo esperar mucho.
Por una misteriosa coincidencia, el fuego cesó casi en el mismo instante en que cayó. Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos, acentuaron más el silencio, en lugar de romperlo. Era como si los dos bandos se hubieran arrepentido súbitamente de su inútil crimen. Poco después, cuatro de nuestros camilleros, seguidos por un sargento con bandera blanca, avanzaron por el campo sin ser molestados y se dirigieron directamente hacia el cuerpo de Brayle. Varios oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro y, descubriéndose, los ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras filas, oímos tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores… una marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.
Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada cartera de cuero de Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro amigo, que hizo el general, en calidad de administrador.
Un año después del final de la guerra, en mi vuelta a California, la abrí y la inspeccioné sin mucha atención. De un compartimiento que había pasado por alto cayó una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita con letra de mujer y empezaba con unas palabras de cariño, pero sin encabezamiento. Estaba fechada en: «San Francisco, Cal., 9 de julio de 1862». La firma era: «Querida», entre comillas. De manera casual, la autora de la carta daba su nombre y apellidos en medio del texto: Marian Mendenhall.
La carta mostraba indicios de cultura y educación en su autora, pero era una carta de amor corriente, si es que una carta de amor puede ser corriente. No había en ella nada interesante, a excepción de un párrafo:
«El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello) ha ido contando que en una batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio agazapado detrás de un árbol. Estoy segura de que quiere despreciarte ante mis ojos, como sabe que ocurriría si creyera tal historia. Podría soportar recibir la noticia de la muerte de mi amante soldado, pero no la de su cobardía.»
Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada, en una lejana región, habían matado a un centenar de hombres. ¿Las mujeres son débiles?
Una noche visité a la señorita Mendenhall para devolverle su carta. Tenía la intención, también, de contarle lo que ella había provocado, aunque sin decirle que había sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincón Hill. Era hermosa y bien educada; en una palabra, encantadora.
-Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así? -empecé, de una manera algo brusca-. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en batalla. Entre sus efectos se encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión al venir aquí es entregársela personalmente.
Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se ruborizó. Luego, mirándome con una sonrisa, dijo:
-Es muy amable de su parte, aunque estoy segura de que no merecía la pena que se molestara.
De pronto se sobresaltó y cambió de color.
-Esta mancha… -dijo-, es… seguramente, no será…
-Señorita -dije yo-, discúlpeme, pero sí, es la sangre del corazón más fiel y más valeroso que ha palpitado jamás.
Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes carbones de la chimenea.
-¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre -exclamó-. ¿Cómo murió?
Me había levantado instintivamente para rescatar aquel pedazo de papel, sagrado hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo la pregunta volvió la cara ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en sus ojos y le tintó una mejilla con un color carmesí igual que el rojo de la mancha del papel. Jamás había visto nada tan hermoso como aquella odiosa criatura.
-Lo mordió una serpiente -respondí.

jueves, 25 de julio de 2019

Orhan Veli Kanik( 1914, 1950 Estambul )





No lo puedo explicar

Si llorara, ¿podrías oír
Mi voz en mis poemas?
¿Podrías tocar mis lágrimas
Con tus manos?

Antes de caer presa de este dolor,
Nunca supe que las canciones fueran tan encantadoras
Y las palabras tan suaves.

Sé que hay un lugar
Donde se puede hablar acerca de todo;
Siento que estoy cerca de ese lugar,
Sin embargo no lo puedo explicar.

Anlatamıyorum

Ağlasam sesimi duyar mısınız, 
Mısralarımda; 
Dokunabilir misiniz, 
Gözyaşlarıma, ellerinizle? 

Bilmezdim şarkıların bu kadar güzel, 
Kelimelerinse kifayetsiz olduğunu 
Bu derde düşmeden önce. 

Bir yer var, biliyorum; 
Her şeyi söylemek mümkün; 
Epeyce yaklaşmışım, duyuyorum; 
Anlatamıyorum. 

lunes, 15 de julio de 2019

Fermine Maxence (Albertville, 1968)





Capitulo 7 del libro  "Nieve"




El frío es penetrante
 beso una flor de ciruelo
 en sueños
Sóseki


La nieve posee cinco características princi­pales.
Es blanca.
Hiela la naturaleza y la protege.
Se transforma continuamente.
 Es una superficie resbaladiza.
Se convierte en agua.

Cuando se lo comentó a su padre, éste no vio en ello más que aspectos negativos, como si la extraña pasión de su hijo por la nieve hiciese a sus ojos más aterradora aún la estación invernal.
-Es blanca. Por lo tanto es invisible y no merece existir.
Hiela la naturaleza y la protege. ¿Quién es esa orgullosa para pretender convertir el mundo en estatua?
Se transforma continuamente. Luego no es de fiar.
Es una superficie resbaladiza. Así que ¿quién puede disfrutar resbalando en la nieve?
Se convierte en agua. Lo hace para inundar­nos más en la época de deshielo.

Yuko, en cambio, veía en su compañera cin­co cualidades distintas, que eran un puro deleite para su talento artístico.
-Es blanca. Luego es una poesía. Una poesía de gran pureza.
«Hiela la naturaleza y la protege. Luego es una pintura. La pintura más delicada del
 in­vierno.                   
»Se transforma continuamente. Luego es una caligrafía. Existen diez mil modos de escribir la palabra nieve.
»Es una superficie resbaladiza. Luego es una danza. En la nieve, todo hombre puede creerse funámbulo.
»Se convierte en agua. Luego es una músi­ca. En primavera, troca los ríos y torrentes en sinfonías de notas blancas.

-¿Todo eso es para ti la nieve? -preguntó el sacerdote.
-Representa muchísimo más aún.
Aquella noche el padre de Yuko Akita comprendió que el haiku no bastaría para colmar los ojos de su hijo con la belleza de la nieve.


traducido por
Javier Albiñana