domingo, 29 de enero de 2017

Samuel Beckett ( Dublin 1906 ,Paris 1989 )









ESTRAGON: Para hacer  bien las cosas habría que matarme, como el otro.
VLADIMIR: ¿Qué otro? (un tiempo) ¿Qué otro?
ESTRAGON: Como  billones de otros.
 VLADIMIR (sentencioso): A cada cual  su  pequeña  cruz. (Suspira)
Hasta que esté muerto (un tiempo)  y olvidado.
ESTRAGON: Entretanto, hagamos lo posible para conversar sin exaltarnos, ya que somos incapaces de callar.
VLADIMIR: Es verdad, somos inagotables.
ESTRAGON: Es para no pensar.
VLADIMIR: Tenemos excusas.
 ESTRAGON: Es para no escuchar.
VLADIMIR: Tenemos nuestras razones.
 ESTRAGON: Todas las voces muertas.
 VLADIMIR: Hacen un ruido de alas.
ESTRAGON: De hojas.
VLADIMIR: De arena.
 ESTRAGON: De hojas.

De Esperando a Godot , Acto Segundo

version de Pablo Palant revisada por el autor

domingo, 22 de enero de 2017

El progreso de la ciencia de Silvina Ocampo








En otros tiempos los hombres no sólo conocieron la curación de la ceguera, sino el secreto del rejuvenecimiento. Un rey piadoso, cargado de virtudes e infinitamente bello, que tenía un solo defecto, la presunción, al sentir que envejecía mandó cegar a todos los súbditos, que trataban de imitarlo, para que no sufrieran un desencanto. El rey pensó que al no ser vista su desdicha, dejaría de existir. Se equivocó. No podía hacer nada sino lamentar su vejez. Más uno de los súbditos, que era sabio, con el correr del tiempo decidió salvar a ese rey que amaba tanto a su pueblo. El sabio y sus compañeros, con el vehemente deseo de salvar al rey, hallaron el modo de rejuvenecerlo. Como primera medida los sabios ordenaron la construcción de un palacio de hielo, donde encerraron al rey. Nunca se supo con qué productos químicos lo alimentaron durante varios meses. Al cabo de un tiempo, que pareció larguísimo al rey y brevísimo a los sabios, el rey volvió a ser como cuando tenía veinte años. Al verse en el espejo, tan hermoso, el rey suspiró de alegría y se contempló durante tres días y tres noches, sin comer ni dormir. No podía hacer nada, sino alegrarse de ser joven. Llamó a los súbditos para que lo admiraran, pero hombres, mujeres y niños miraron para otro lado, con sus miradas blancas. Llamó a todos los animales del reino, pero los animales no saben lo que es un hombre hermoso. Si hubiera sido una mujer, tal vez un mono se hubiera enamorado de él, pero no era mujer y no había monos en todo el territorio. Al cabo de un tiempo se cansó de los espejos, de vestirse y de peinarse, entristeció y quiso morir. –De qué me sirve mi belleza, si nadie la ve. Mi juventud está en los ojos que me miran –dijo, y llamó a los sabios, que llegaron guiados por sus perros lanudos. –Ustedes tienen que devolver la vista a los ciegos –dijo el rey, que seguía lamentándose– o moriré. ¿Quién me mira?–Majestad, los animales tienen ojos que ven.

–Los animales me aburren. –Juegue al diábolo. Es un juego solitario.–Quiero que las personas me vean –gritó desconsoladamente. Los sabios se encerraron en sus casas para leer y estudiar, pero los libros para ciegos se leen lentamente, y las manos aprenden lentamente a reemplazarlos ojos que no ven. Hicieron experimentos con muchos reptiles, animales feroces y domésticos. El rey lloró tanto que envejeció de nuevo en poco tiempo. Las lágrimas dejaban huellas en sus ojos y sus dos cejas afligidas marcaban arrugas en la frente. "¿Qué hacen los sabios?" pensaba, con resentimiento nocivo. Los sabios, que no alardeaban de sus descubrimientos, preparaban una sorpresa para el rey: en un día determinado devolverían la vista a todos los ciegos. Fue difícil organizar las cosas. El rey, al ver llegar ese ejército de videntes, que llenaba las calles, se ocultó en el palacio de hielo. Se cubrió la cara con una máscara verde, y el mismo día ordenó a los sabios, bajo pena de muerte, que cegaran de nuevo a los súbditos, hasta que él rejuveneciera. Varias veces el rey recuperó la juventud y los ciegos la vista, siempre a destiempo, con igual zozobra que la primera vez, pues los sabios no podían comprobar, por ser ciegos, en qué momento el rey había rejuvenecido; pero la vida no es eterna y tiene que terminar, aun para los que rejuvenecen. Por eso mismo el rey, después de cien años en plena juventud, antes de morir, destruyó el secreto de los sabios."No quiero –dijo en su testamento– que otros reyes rejuvenezcan, ni que los ciegos recobren la vista, si no es para mirarme a mí. Quiero que la historia de mi reino, con su dicha y su dolor, sea única en el mundo. Además esta costumbre que hemos adquirido podría convertirse en moda, y detesto la moda. El plagio no se practica sólo en literatura, detesto también el plagio. Conozco un pelagatos, rey de no sé dónde que pretendía arrancar los ojos de su cónyuge para que no le viera los párpados hinchados. Otro pelagatos más conocido, rey también, hizo perforar los tímpanos de sus discípulos (un famoso orador) para que no oyeran los desvaríos de su vejez."Después de redactar su testamento el rey se suicidó con los sabios, que le agradecieron, hasta en el último suspiro, el honor que les hacía de morir con ellos, sin advertir que lo hacía por egoísmo, o más bien dicho, por interés, para poder disponer de ellos en el cielo o en el infierno, donde creyó que también envejecería.

sábado, 21 de enero de 2017

Marguerite Yourcenar ( Bruselas 1903 , Maine EEUU 1987)




 


"Me adormecí. El reloj de arena me probó que apenas había llegado a dormir una hora. A mi edad, un breve sopor equivale a los sueños que en otros tiempos abarcaban una semirrevolución de los astros; mi tiempo está medido ahora por unidades mucho más pequeñas. Pero una hora había bastado para cumplir el humilde y sorprendente prodigio: el calor de mi sangre calentaba mis manos; mi corazón, mis pulmones, volvían a funcionar con una especie de buena voluntad; la vida fluía como un manantial poco abundante pero fiel. En tan poco tiempo, el sueño había reparado mis excesos de virtud con la misma imparcialidad que hubiera aplicado en reparar los de mis vicios. Pues la divinidad del gran restaurador lo lleva a ejercer sus beneficios en el durmiente sin tenerlo en cuenta, así como el agua cargada de poderes curativos no se inquieta para nada de quién bebe en la fuente.
Si pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un tercio de toda vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar sus bondades. Dormidos, Cayo Calígula y Arístides el Justo se equivalen; yo no me distingo del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral. ¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños? El hombre que no duerme —y demasiadas ocasiones tengo de comprobarlo en mi desde hace meses— se rehúsa con mayor o menor conciencia a confiar en el flujo de las cosas. Hermano de la Muerte... Isócrates se engañaba, y su frase no es más que una amplificación de retórico. Empiezo a conocer a la muerte; tiene otros secretos, aún más ajenos a nuestra actual condición de hombres. Y sin embargo, tan entretejidos y profundos son estos misterios de ausencia y de olvido parcial, que sentimos claramente confluir en alguna parte la fuente blanca y la fuente sombría. Nunca me gustó mirar dormir a los seres que amaba; descansaban de mí, lo sé; y también se me escapaban. Todo hombre se avergüenza de su rostro contaminado de sueño."

Extracto del texto traducido por Julio Cortazar

domingo, 25 de diciembre de 2016

La tragedia del doctor Fausto de Marco Denevi







La tragedia del doctor FAUSTO
    
    En casa de FAUSTO, una noche. FAUSTO, agobiado por los achaques, lee a la luz de una vela. Llaman a la puerta.
    —Adelante.
 Entra MEFISTÓFELES con un portafolio. FAUSTO se pone trabajosamente de pie. El recién llegado le dice:
    —Ya habrás adivinado quién soy. ¿O necesito presentarme?
    —No. Sentaos.
    Se sientan frente a frente. MEFISTÓFELES habla con toda familiaridad.
    —Conozco la causa de tus tribulaciones. Eres viejo, te gustaría ser joven. Eres aborrecible, quisieras ser hermoso. Amas a Margarita, Margarita no te ama. Miserias concéntricas y simultáneas que te tienen prisionero sin posibilidad de escapatoria. Eso crees. Pero ponerte en libertad es para mí un juego de niños. La llave de tu cárcel está aquí, en este portafolio. Te propongo un pacto, cuyo precio es...
    —Ya lo sé. Mi alma.
    —A cambio de un cuerpo joven, fuerte y atractivo.
    —Pero mi alma no es calderilla, señor. Exijo un cuerpo bien proporcionado, musculoso sin exceso, piernas largas, cuello robusto, nuca corta. La fisonomía, de facciones regulares. Un leve estrabismo no me vendría mal. He notado que da cierta fijeza maligna a la mirada y enloquece a las mujeres. En cuanto a la voz...
    —En cuanto a la voz, un cuerno. Yo no fabrico hombres. Esa es la labor del Otro. Lo único que puedo es extraerte el alma de tu carne vieja y débil e introducirla en la carne de otro ser vivo. ¿Comprendiste? Un trueque. El alma del doctor Fausto en el cuerpo de un joven y el alma de ese joven en el cuerpo del doctor Fausto. Pero a ese joven debes elegirlo, como quien dice, en el mercado.
    —¿Qué me proponéis? ¿Que recorra el mundo en su busca? ¿O tendré que hacerlos desfilar por mi cuarto, uno por uno, a todos esos buenos mozos, hasta que los vecinos murmuren y me denuncien a la policía?
   —No te pongas insolente. Aquí traje un álbum con los retratos de los hombres más apuestos de que dispone la plaza.
    Extrae del portafolio un álbum y se lo muestra a FAUSTO, quien vuelve lentamente las páginas. De pronto señala con el índice.
    —Este.
    —Tienes buen ojo. Perfectamente. Firmemos el pacto.
    —Un momento. ¿Me garantizáis la vida de este hombre?
  —Nadie está libre del veneno, del puñal, de morir bajo las ruedas de un carruaje o aplastado por una piedra desprendida de alguna vieja catedral.
   —No me refiero a eso. Me refiero al corazón, los pulmones, el estómago y todo lo demás. Ese joven semeja un Hércules, pero podría sufrir de alguna enfermedad mortal, y sea un lindo cadáver a corto plazo lo que estéis ofreciéndome.
    —Y luego dicen que los sabios son malos negociantes. Quédate tranquilo. El material es de primera calidad. Se trata de un atleta que se exhibe en las quermeses. Levanta esferas de hierro de cien libras cada una. Tuerce el eje de una carreta como si fuese de latón. Come por diez, bebe por veinte y jamás ha tenido indigestiones. ¿No oíste hablar de él, de Grobiano?
    —Hace años que no salgo de casa. Estoy dedicado a la lectura.
    —Los maridos les tienen prohibido a sus mujeres asistir a las exhibiciones de este joven. Se afirma que las deja embarazadas con sólo mirarlas. Recuerdo haberlo visto en la feria de Wolfstein. Cuando apareció, vestido con una malla muy ajustada, hasta los hombres bajaron los ojos. Una muchacha, enloquecida, empezó a aullar obscenidades.
    —¡Basta! No sigáis. Firmemos el pacto.
   Firman el pacto mientas resuenan a lo lejos las doce campanadas de la medianoche. MEFISTÓFELES hace castañetear los dedos. Truenos, relámpagos. Una nube de azufre oscurece la escena. Cuando la nube se disipa, MEFISTÓFELES ha desaparecido y FAUSTO es un joven alto, de físico estupendo, que yace tendido en el suelo. Al cabo de unos instantes despierta, se pone de pie, se palpa el cuerpo, corre a mirarse en un espejo, ríe con risa brutal, hablará con una voz poderosa.
    —El bribón no me engañó. Soy hermoso, soy joven, soy fuerte. Siento correr la sangre por las venas. ¡Y qué musculatura! En este mismo momento el otro, el tal Grobiano, enloquecerá de desesperación. Quizás el cambio lo haya sorprendido en plena función. ¡La cara de los espectadores! Tengo hambre, tengo sed. Mi cuerpo hierve de todos los deseos. Iré a casa de Margarita. Esa es otra que, cuando me vea, se llevará una linda sorpresa. No le daré tiempo a que me pregunte nada. Me arrojaré sobre ella y la poseeré, la violaré salvajemente.
    Se dirige hacia la puerta. Al pasar delante de los anaqueles colmados de libros se detiene. Los mira, toma uno, lo hojea, lo coloca en su sitio, se encamina hacia la salida, vuelve sobre sus pasos, coge otro libro, da vuelta las páginas, lee, con el libro entre las manos va hacia la mesa.
    —Debo ir a visitar a Margarita.
    Pero se sienta y lee el libro. El libro es voluminoso, polvoriento, ajado. Es un libro infinito entre cuyas páginas FAUSTO va hundiendo la nariz, la frente, la cabeza, va encorvándose, achicharrándose, arrugándose. Al cabo de un rato FAUSTO es otra vez el viejo del comienzo.
    Se oye una remota campanada. Llaman a la puerta.
    —Adelante.
   Reaparece MEFISTÓFELES con guantes, galera y bastón. FAUSTO intenta incorporarse pero no puede. Gime con voz cascada:
    —Es usted. Me ha engañado como a un niño. Míreme. ¿Dónde están la juventud, la fuerza y la apostura que me prometió? ¿Es así como cumple con sus compromisos? Usted, señor, no tiene palabra.
  MEFISTÓFELES se sienta, se quita parsimoniosamente los guantes, enciende un cigarrillo con petulancia.
    —Poco a poco, doctor Fausto. ¿Era o no era un magnífico cuerpo de atleta el que encontraste al despertar?
    —Me duró menos de una hora.
   —Y sigues leyendo, sigues acumulando datos. Demasiada memoria, doctor Fausto. Vuelves viejo todo cuanto tocas.
    —¿Qué debía hacer, según usted?
   —Acabo de ver a Grobiano. Le bastaron unos pocos minutos para volver a ser el espléndido joven que hechiza a las mujeres. Eso sí, ni una idea, ni buena ni mala, debajo de aquella frente. Ningún intelectualismo. Un hermoso animal. La vejez, amigo mío, es el precio de la inteligencia.
    —Vendí mi alma a cambio de esa moraleja cínica.
    —Y ahora llegó el momento de que me acompañes.
    —¿Tan pronto?
  —Es la hora. Has acabado con ese cuerpo inundándolo del dolor de la ciencia, de la bilis de la memoria, de la mala sangre del conocimiento. Te espero afuera.
    MEFISTÓFELES sale. FAUSTO se pasa la mano por los ojos. Parece tan viejo como el mundo. Reinicia la lectura. Bruscamente se desploma sobre el libro y la vela se apaga.

De "Falsificaciones"