Carta abierta a Romain Rolland
Mí querido amigo:
Perentoriamente invitado a contribuir con algún
escrito mío a la celebración de su septuagésimo cumpleaños, durante largo
tiempo me he esforzado por hallar algo que pudiera ser, en algún sentido, digno
de usted y que atinara a expresar mi admiración por su amor a la verdad, por el
coraje de sus creencias, por su afección y devoción hacia la humanidad. Algo
que, además, diera fe de mi gratitud para con un poeta que me ha procurado
tanto goce y tantos momentos de exaltación. Mas fue en vano; yo soy diez años más
viejo que usted, y mi capacidad de producción está agotada. Lo único que
finalmente puedo ofrecerle es el regalo de un venido a menos que «ha visto una
vez días mejores». Usted sabe que mi labor científica tuvo por objeto aclarar
las manifestaciones singulares, anormales o patológicas de la mente humana, es
decir, reducirlas a las fuerzas psíquicas que tras ellas actúan y revelar al
mismo tiempo los mecanismos que intervienen. Comencé por intentarlo en mi
propia persona, luego en los demás, y finalmente, mediante una osada extensión,
en la totalidad de la raza humana. En el curso de los últimos años surgió
reiteradamente en mi recuerdo uno de esos fenómenos que hace una generación, en
1904, experimenté en mí mismo y que nunca llegué a comprender. Al principio no
atiné a explicarme el motivo de la recurrencia, pero finalmente me resolví a
analizar el pequeño incidente, y aquí le comunico el resultado de tal estudio.
Al hacerlo debo rogarle, naturalmente, que no preste a ciertos datos de mi vida
personal una atención mayor de la que en otras circunstancias merecerían. Cada
año, hacia fines de agosto o primeros de septiembre, solía yo emprender con mi
hermano menor un viaje de vacaciones que duraba varias semanas y que nos
llevaba a Roma, a otra región de Italia o hacia alguna parte de la costa
mediterránea. Mi hermano es diez años menor que yo, o sea que tiene la misma edad
que usted, coincidencia ésta que sólo ahora me llama la atención. En ese año
particular mi hermano me comunicó que sus negocios no le permitirían una
ausencia prolongada, que sólo podría disponer de una semana y que tendríamos
que abreviar nuestro viaje. Así, decidimos dirigirnos, pasando por Trieste, a
la isla de Corfú, para permanecer allí los pocos días de nuestras vacaciones.
En Trieste
mi hermano visitó a un amigo de negocios allí radicado, y yo lo acompañé.
Nuestro amable huésped nos preguntó también acerca de los planes de viaje que
teníamos, y oyendo que pensábamos ir a Corfú, trató de disuadirnos con
insistencia: «¿Qué los lleva a ir allí en esta época del año? El calor es tal
que no podrán hacer nada. Será mucho mejor que vayan a Atenas. El vapor del
Lloyd parte esta misma tarde; tendrán tres días para visitar la ciudad y los
recogerá en el viaje de vuelta. Eso sí merece la pena y será mucho más
agradable.» Al dejar a nuestro amigo triestino nos encontrábamos ambos de
extraño mal humor. Discurrimos el plan que nos había propuesto, lo encontramos
completamente impracticable y sólo vimos dificultades en su ejecución; también
estábamos convencidos de que sin pasaportes no podríamos desembarcar en Grecia.
Pasamos las horas hasta la apertura de las oficinas del Lloyd recorriendo la
ciudad, descontentos e indecisos. Pero cuando llegó el momento nos acercamos a
la ventanilla y compramos pasajes para Atenas como algo natural, sin
preocuparnos en lo mínimo por las supuestas dificultades y hasta sin haber
comentado entre nosotros las razones de nuestra decisión. Tal conducta
resultaba a todas luces enigmática. Más tarde reconocimos haber aceptado
inmediatamente y de buen grado la sugerencia de ir a Atenas en lugar de Corfú.
¿Por qué entonces habíamos pasado el intervalo hasta la apertura de las
oficinas de tan mal humor, imaginándonos sólo obstáculos y dificultades? Cuando
finalmente, la tarde de nuestra llegada me encontré parado en la Acrópolis,
abarcando el paisaje con la mirada, vínome de pronto el siguiente pensamiento,
harto extraño: «¡De modo que todo esto realmente existe tal como lo hemos
aprendido en el colegio!». Para describir la situación con mayor exactitud, la
persona que expresaba esa observación se apartaba, mucho más agudamente de lo
que generalmente se advierte, de otra persona que percibía dicha observación, y
ambas se sentían sorprendidas, aunque no por el mismo motivo. La primera se
conducía como si, bajo el impacto de una observación incuestionable, se viera
obligada a creer en algo cuya realidad habíase parecido hasta entonces dudosa.
Exagerando un tanto la nota, podría decir que se comportaba como alguien que,
paseando a lo largo del Loch Ness de Escocia, se encontrara de pronto con el cuerpo
del famoso monstruo arrojado a la playa, viéndose obligado a reconocer: «¡De
modo que realmente existe esa serpiente marina en la que nunca quisimos
creer!». La segunda persona, en cambio, sentíase justificadamente sorprendida,
porque nunca se le había ocurrido que la existencia real de Atenas, de la
Acrópolis y del paisaje circundante pudiera ser jamás objeto de duda. Esperaba
oír más bien expresiones de encanto o de admiración. Sería ahora fácil
argumentar que el extraño pensamiento que se me ocurrió en la Acrópolis sólo
estaría destinado a destacar el hecho de que ver algo con los propios ojos es
cosa muy distinta que oír o leer al respecto. Aun así, empero, nos
encontraríamos con un disfraz harto singular de un lugar común carente de
interés. También podríase sostener que, si bien es cierto que siendo estudiante
creí estar convencido de la realidad de Atenas y de su historia, dicha
ocurrencia en la Acrópolis me demostró que en el inconsciente no creí tal cosa
y que sólo ahora, en Atenas, habría llegado a adquirir una convicción
«extendida también al inconsciente». Semejante explicación suena muy profunda;
pero es más fácil sustentarla que demostrarla; además, sería fácil rebatirla
teóricamente. No; yo creo que ambos fenómenos -la desazón en Trieste y la
ocurrencia en la Acrópolis- están íntimamente. El primero de ellos es más
fácilmente inteligible y nos ayudará a explicar el segundo. La experiencia de
Trieste también es, según advierto, sólo una expresión de incredulidad.
«¿Llegaremos a ver Atenas? Pero ¡si no es posible! ¡Será demasiado difícil!» La
distimia acompañante correspondería entonces a la desazón por la imposibilidad:
«Pero ¡habría sido tan hermoso!» Y ahora sabemos a qué atenernos. Trátase de
uno de esos casos de «too good to be true» [*], que tan bien conocemos. Es un
ejemplo de ese escepticismo que surge tan a menudo cuando somos sorprendidos
por una buena nueva, como la de haber acertado en la lotería, ganado un premio,
o en el caso de una muchacha secretamente enamorada, la de enterarse de que el
amado acaba de solicitar su mano. Una vez comprobado un fenómeno, la primera
cuestión que surge se refiere, naturalmente, a su causación. Semejante
incredulidad representa, sin duda, un intento de rechazar una parte de la
realidad, pero hay en él algo extraño. No nos asombraría lo más mínimo que tal
intento se refiriese a una parte de la realidad que amenazara producirnos
displacer: nuestro mecanismo psíquico se halla, en cierto modo, adaptado para
tal objeto. Pero ¿a qué se debe semejante incredulidad frente a algo que
promete, por el contrario, procurarnos sumo placer? ¡He aquí una reacción
realmente paradójica! Recuerdo, empero, haberme referido cierta vez al caso similar
de aquellas personas que, como entonces lo formulé, «fracasan ante el éxito»
[*]. Por regla general, las gentes enferman ante la frustración, a consecuencia
del incumplimiento de una necesidad o un deseo de importancia vital. Pero en
esos casos sucede precisamente lo contrario: enferman o aun son completamente
aniquilados, porque se les ha realizado un deseo poderosísimo. Mas el contraste
de ambas situaciones no es tan diametral como al principio parecería. En el
caso paradójico sucede simplemente que una frustración interior ha venido a
ocupar la plaza de la exterior. Uno no se permite a sí mismo la felicidad: la
frustración interior le ordena aferrarse a la exterior. Pero ¿por qué? Porque
-así reza la respuesta en cierto número de casos- no nos atrevemos a esperar
tales favores del destino. He aquí, pues, nuevamente el «too good to be true»,
la expresión de un pesimismo que en muchos de nosotros parece hallar abundante
cabida. Otras personas se conducen exactamente como aquéllos que fracasan ante el
éxito, aquejándolos un sentimiento de culpabilidad o de inferioridad que podría
traducirse así: «No soy digno de tal felicidad, no la merezco.» Pero, en el
fondo, estas dos motivaciones se reducen a una y la misma, siendo la una sólo
la proyección de la otra. En efecto, como ya hace tiempo sabemos, ese destino
por el cual se espera ser tan maltratado no es sino una materialización de
nuestra conciencia, del severo superyo que llevamos dentro y en el cual se ha
condensado la instancia punitiva de nuestra niñez. Con esto, según creo,
quedaría explicada nuestra conducta en Trieste. Simplemente, no atinábamos a
creer que nos fuera deparada la felicidad de ver Atenas. La circunstancia de
que la parte de realidad que pretendíamos rechazar fuese, al principio, sólo
una posibilidad, determinó el carácter de nuestras reacciones inmediatas. Pero
cuando nos encontramos luego en la Acrópolis, la posibilidad se había
convertido en realidad, y el mismo escepticismo asumió entonces una expresión
distinta, pero mucho más clara. Una versión no deformada de la misma sería
ésta: «Realmente, no habría creído posible que me fuese dado contemplar a
Atenas con mis propios ojos, como ahora lo hago sin duda alguna». Si recuerdo
el apasionado deseo de viajar y de ver el mundo que me dominó en el colegio y
posteriormente, y cuánto tardó dicho deseo en comenzar a cumplirse, no puedo
asombrarme de esa repercusión que tuvo en la Acrópolis, pues yo contaba
entonces cuarenta y ocho años. No pregunté a mi hermano menor si él también
sentía algo parecido. Toda esa vivencia estaba dominada por cierta fascinación
que había interferido ya en Trieste nuestro intercambio de ideas. Si he
adivinado correctamente el sentido de mi ocurrencia en la Acrópolis, si ésta
expresaba realmente mi alborozada sorpresa por encontrarme en ese lugar,
entonces surge la nueva cuestión de por qué este sentido hubo de adoptar en la
ocurrencia misma un disfraz tan deformado y tan deformante. Con todo, el
contenido esencial de dicho pensamiento se conserva aún en la deformación: es
el de la incredulidad. «Según el testimonio de mis sentidos, me encuentro ahora
en la Acrópolis, pero no puedo creerlo». Sin embargo, esta incredulidad, esta
duda acerca de una parte de la realidad, es doblemente desplazada en su
manifestación real: primero, es relegada al pasado; segundo, es transportada de
mi relación con la Acrópolis a la existencia misma de la Acrópolis. Así surge
algo equivalente a la afirmación de que en algún momento de mi pasado yo habría
dudado de la existencia real de la Acrópolis, cosa que mi memoria rechaza por
incorrecto y aun como imposible. Las dos deformaciones implican dos problemas
independientes entre sí. Podemos tratar de penetrar más profundamente en el
proceso de transformación. Sin particularizar por el momento en cuanto a la
manera en que me vino la ocurrencia, quiero partir de la presunción de que el
factor original debe haber sido la sensación de que la situación contenía en
ese momento algo inverosímil e irreal. Dicha situación comprende mi persona, la
Acrópolis y mi percepción de la misma. No me es posible explicar esa duda, pues
no puedo dudar, evidentemente, de mis impresiones sensoriales de la Acrópolis.
Recuerdo, empero, que en el pasado había dudado de algo que precisamente tenía
relación con esa localidad, y así se me ofrece el expediente de desplazar la
duda al pasado. Pero al hacerlo cambia el contenido de la duda. No recuerdo,
simplemente, que en años anteriores haya dudado de que llegara a verme jamás en
la Acrópolis, sino que afirmo que en esa época ni siquiera habría creído en la
realidad de la Acrópolis. Es precisamente este resultado de la deformación el
que me lleva a concluir que la situación actual en la Acrópolis contenía un
elemento de duda de la realidad. Es evidente que hasta aquí no he logrado
aclarar el proceso, de modo que quiero declarar brevemente, en conclusión, que
toda esa situación psíquica, aparentemente confusa y difícil de describir,
puede resolverse claramente aceptando que entonces, en la Acrópolis, tuve (o
pude haber tenido) por un momento la siguiente sensación: Lo que aquí veo no es
real. Llámase a este fenómeno «sensación de extrañamiento» . Hice el intento de
rechazar esa sensación, y lo logré a costa de un pronunciamiento falso sobre el
pasado. Estas sensaciones o sentimientos de extrañamiento («desrealizamientos»)
son fenómenos harto curiosos y hasta ahora escasamente comprendidos. Se los
describe como «sensaciones», pero se trata evidentemente de procesos complejos,
vinculados con determinados contenidos y relacionados con decisiones relativas
a esos mismos contenidos. Surgen con frecuencia en ciertas enfermedades
mentales; pero tampoco faltan en el hombre normal, a semejanza de las
alucinaciones, que también se encuentran ocasionalmente en el ser sano. No
obstante, es indudable que se trata de disfunciones, de estructuras anormales,
a semejanza de los sueños, que, a pesar de su ocurrencia regular en el ser
normal, nos sirven como modelos de los trastornos psíquicos. Dichos fenómenos
pueden ser observados en dos formas: el sujeto siente que ya una parte de la
realidad, ya una parte de sí mismo, le es extraña. En el segundo caso hablamos
de «despersonalizaciones», pero los desrealizamientos y las
despersonalizaciones están íntimamente vinculados entre sí. Existe otro grupo
de fenómenos que cabe considerar, en cierto modo, como las contrapartidas «en
positivo» de los anteriores: trátase de la llamada «fausse reconnaissance», del
«déjà vu» y el «déjà raconté» [*], o sea, ilusiones en las cuales tratamos de
aceptar algo como perteneciente a nuestro yo, tal como en los desrealizamientos
nos esforzamos por mantener algo fuera de nosotros. Un intento de explicación
ingenuamente místico y apsicológico pretende ver en los fenómenos del déjà vu
la prueba de existencias pretéritas de nuestro yo anímico. La
despersonalización nos lleva a la extraordinaria condición de la «double
conscience» , que sería más correcto denominar «escisión de la personalidad».
Todo este terreno, empero, es aún tan enigmático, se halla tan sustraído a la
exploración científica, que debo abstenerme de seguir exponiéndolo. Para los
propósitos que aquí persigo bastará con que me refiera a dos características
generales de los fenómenos de extrañamiento o desrealizamiento. La primera es
que sirven siempre a la finalidad de la defensa; tratan de mantener algo
alejado del yo, de repudiarlo. Ahora bien: desde dos direcciones pueden
llegarle al yo nuevos elementos susceptibles de incitar en él la reacción
defensiva: desde el mundo exterior real y desde el mundo interior de los
pensamientos e impulsos que emergen en el yo. Es posible que esta alternativa
de los orígenes coincida con la diferencia entre los desrealizamientos
propiamente dichos y las despersonalizaciones. Existe una extraordinaria
cantidad de métodos -«mecanismos» los llamados nosotros- que el yo utiliza para
cumplir sus funciones defensivas. En mi más íntima cercanía veo progresar
actualmente un estudio dedicado a dichos métodos defensivos: mi hija, la
analista de niños, escribe un libro al respecto. El más primitivo y absoluto de
estos métodos, la «represión», fue el punto de partida de toda nuestra
profundización en la psicopatología. Entre la represión y lo que podríamos
calificar como método normal de defensa contra lo penoso o insoportable, por
medio de su reconocimiento, consideración, llegar a un juicio y emprender una
acción adecuada al respecto, existe toda una vasta serie de formas de conducta
del yo, con carácter más o menos claramente patológico. ¿Puedo detenerme un
instante para recordarle un caso límite de semejante defensa? Sin duda conocerá
usted la célebre elegía de los moros españoles, ¡Ay de mi Alhama!, que nos
cuenta cómo recibió el rey Boabdil la noticia de la caída de su ciudad, Alhama.
Siente que esa pérdida significa el fin de su dominio; pero, como «no quiere
que sea cierto», resuelve tratar la noticia como «non arrivé». La estrofa dice
así: «Cartas le fueron venidas de que Alhama era ganada; las cartas echó en el
fuego y al mensajero matara.» [*] Fácilmente se adivina que otro factor
determinante de tal conducta del rey se halla en su necesidad de rebatir el
sentimiento de su inermidad. Al quemar las cartas y al hacer matar al mensajero
trata de demostrar todavía su plenipotencia La segunda característica general
de los desrealizamientos -su dependencia del pasado, del caudal mnemónico del
yo y de vivencias penosas pretéritas, quizá reprimidas en el ínterin-no es
aceptada sin discusión. Pero precisamente mi vivencia en la Acrópolis, que
desemboca en una perturbación mnemónica, en una falsificación del pasado,
contribuye a demostrar dicha relación. No es cierto que en mis años escolares
haya dudado jamás de la existencia real de Atenas: sólo dudé de que llegara
alguna vez a ver Atenas. Parecíame estar allende los límites de lo posible el
que yo pudiera viajar tan lejos, que «llegara tan lejos», lo cual estaba
relacionado con las limitaciones y la pobreza de mis condiciones de vida
juveniles. No cabe duda de que mi anhelo de viajar expresaba también el deseo
de escapar a esa opresión, a semejanza del impulso que lleva a tantos adolescentes
a huir de sus hogares. Hacía tiempo había advertido que gran parte del placer
de viajar radica en el cumplimiento de esos deseos tempranos, o sea, que
arraiga en la insatisfacción con el hogar y la familia. Cuando por vez primera
se ve el mar, se cruza el océano y se experimenta la realidad de ciudades y
países desconocidos, que durante tanto tiempo fueron objetos remotos e
inalcanzables de nuestros deseos, siéntese uno como un héroe que ha realizado
hazañas de grandeza inaudita. Ese día, en la Acrópolis, bien podría haberle
preguntado a mi hermano: «¿Recuerdas aún cómo en nuestra juventud recorríamos
día tras día las mismas calles, camino de la escuela; cómo domingo tras domingo
íbamos al Prater o a alguno de esos lugares de los alrededores que teníamos tan
archiconocidos?… ¡Y ahora estamos en Atenas, parados en la Acrópolis!
¡Realmente, hemos llegado lejos!» si se me permite comparar tal insignificancia
con un magno acontecimiento: cuando Napoleón I fue coronado emperador en
Notre-Dame, ¿acaso no se volvió a uno de sus hermanos (seguramente debe haber
sido el mayor, José) y le observó: «¿Qué diría de esto Monsieur nôtre Père si
ahora pudiera estar aquí ?» Aquí, empero, nos topamos con la solución del
pequeño problema de por qué nos habíamos malogrado ya en Trieste el placer de
nuestro viaje a Atenas. La satisfacción de haber «llegado tan lejos» entraña
seguramente un sentimiento de culpabilidad: hay en ello algo de malo, algo
ancestralmente vedado. Trátase de algo vinculado con la crítica infantil contra
el padre, con el menosprecio que sigue a la primera sobrevaloración infantil de
su persona. Parecería que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos
que el propio padre y que tratar de superar al padre fuese aún algo prohibido.
A estas motivaciones de carácter general se agrega todavía, en nuestro caso,
cierto factor particular: el tema de Atenas y la Acrópolis contiene en sí mismo
una alusión a la superioridad de los hijos, pues nuestro padre había sido
comerciante, no había gozado de instrucción secundaria y Atenas no podía
significar gran cosa para él. Lo que perturbó nuestro placer por el viaje a
Atenas era, pues, un sentimiento de piedad. Y ahora, sin duda, ya no se
admirará usted de que el recuerdo de esa vivencia en la Acrópolis me embargue
tan a menudo desde que yo mismo he llegado a viejo, desde que dependo de la
ajena indulgencia y desde que ya no puedo viajar. Muy cordialmente suyo lo
saluda
Sigmund Freud