Hay un camino en Roma que cruza un templo antiguo, en
otra edad preferido por los dioses; corre rodeando una gran muralla y muy por
debajo de él está el piso del templo, de mármol blanco y rojo.
Contemplé
en el suelo del templo hasta trece gatos hambrientos. Unas veces, se decían
entre ellos, vivieron aquí los dioses, otras los hombres, y ahora vivimos los
gatos. Gocemos de la luz del sol sobre el caliente mármol antes de que otros
seres vengan…
Únicamente
en las horas de la siesta podía mi fatigada fantasía oír las voces melosas y
silenciosas de los felinos. Su espantosa flacura me movió a ir a una pescadería
próxima y comprar algunos pescados. Volví y los arrojé por encima de la baranda
que corría sobre el muro. Con un chasquido, cayeron desde treinta pies de
altura sobre el sagrado mármol. En otra ciudad que no fuera Roma, o en la mente
de otros gatos cualesquiera, la vista de unos pescados que parecen caer del
cielo habría causado sorpresa y maravilla, pero estos gatos se levantaron
lentamente, se estiraron, se acercaron con pereza a los pescados y se dijeron
en silencio:
–¡Bah!,
solo se trata de un milagro.
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