Nataniel a
Lotario
Sin duda
estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará
enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado
por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón
y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el
rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos
transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando
volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la
violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis
pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos
presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como
nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me
ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi
alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar
solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar
mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios
ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En
pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento
evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de
octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su
mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero
se marchó al instante.
Sospechas
sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida
conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto.
Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas
de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de
comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!»
¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis
cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio
de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en
cuestión.
Salvo en las
horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco.
Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las
antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con
nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi
padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos
contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba
que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una
astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo
nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón
apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En
este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve,
exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo
oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos;
debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más
escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
-¡Oye mamá!
¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá?
¿Qué aspecto tiene?
-No existe
tal Hombre de Arena, cariño -me respondió mi madre-. Cuando digo “viene el
Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se
cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta
de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre
había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo
oía siempre subir las escaleras.
Lleno de
curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté
a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era
aquel personaje.
-¡Ah mi
pequeño Nataniel! -me contestó-, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a
buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de
arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los
lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y
tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde
entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma
terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con
el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía
entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de
Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición
me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya
la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus
hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era
del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un
espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al
despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus
visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía
acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido
no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más
mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y
el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena,
aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo
de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada
me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y
duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la
del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los
armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez
años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos
de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía
oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de
mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible vapor se extendía por
toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese
crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se
había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre
habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder
verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el
gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el
semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche
que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la
sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la
calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron
desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron
apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de
mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la
puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un
armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada
vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El
corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso
sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente.
Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio
de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de
Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces
se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera
causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos
hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas
bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz
gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida
se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y
unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes
irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una
hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y
zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello,
terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo
vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá
en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella
cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a
nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las
dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta
de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que
nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba
viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y
repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta,
cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba
a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente
viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos.
Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba
permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel
personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más
pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante
Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su
despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad.
Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango
superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de
ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver
entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre
de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la
niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de
lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se
presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo estaba
como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y
cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.
-¡Vamos! ¡al
trabajo! -exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.
Mi padre,
con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras.
Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho
donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul.
Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad.
Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi
anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión
honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se
parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los
carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin
ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
-¡Ojos,
ojos! -gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí
al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.
-¡Pequeña
bestia! ¡Pequeña bestia! -dijo haciendo crujir los dientes de un modo
espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis
cabellos.
-Ahora
-exclamó- ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! -Y con sus
manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar
a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas, le imploró:
-¡Maestro!
¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se
echó a reír de forma estrepitosa.
-Que el niño
conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto
que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus dedos
apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me
retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
-¡Esto no
está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido
perfectamente!
Coppelius
murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y
confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más.
Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de
la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
-¿Está aquí
el Hombre de Arena? -balbucí.
-No, mi
niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi
madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era
devuelto.
¿Para qué
cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y
cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una
ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre
de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo
de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia;
después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me
parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa
nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no
volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había
transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre,
estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos
contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su
juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes
de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo
hasta las escaleras.
-¡Es
Coppelius! -dijo mi madre palideciendo.
-Sí, es
Coppelius -repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas
asomaron a los ojos de mi madre:
-¡Padre! ¿es
preciso?
-Por última
vez -respondió-. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas
noches.
Yo estaba
petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del
brazo.
-Ven,
Nataniel -me dijo-. Me dejé llevar a mi habitación-. Estate tranquilo y
acuéstate. ¡Duerme! -me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no
pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus
ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era
cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un
arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante
de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
-¡Es
Coppelius! -grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la
habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo
asfixiante, y una criada gritaba:
-¡El señor!
El señor!
Delante del
horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis
hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído
inmóvil junto a su marido.
-¡Coppelius,
monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! -grité. Y caí sin sentido. Dos días
más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a
ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó
mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a
la condenación eterna.
La explosión
había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades,
que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius.
Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.
Si te
dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable
Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga
aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado
profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además,
Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí -según tengo
oído-, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy
decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi
madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con
una mayor presencia de ánimo.
Queda con
Dios, etcétera.
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