sábado, 4 de julio de 2020

La ventana, Olga Tocarczuk,





Desde la ventana veo un morus blanco, un árbol que me fascina y que fue una de las razones por las que vivo aquí. El morus es una planta generosa -alimenta a docenas de aves durante toda la primavera y el verano con sus frutos dulces y saludables-. Ahora, sin embargo, el morus no tiene hojas, así que veo un trozo de calle silenciosa por la que raramente pasa alguien caminando hacia el parque.
El tiempo en Wroclaw es casi de verano, el sol es deslumbrante, el cielo es azul y el aire es claro. Hoy, durante el paseo con mi perro, vi a dos urracas ahuyentando a un búho de su nido. El búho y yo nos miramos a los ojos desde una distancia de solo un metro.
Tengo la impresión de que los animales también están esperando a lo que va a pasar.
Para mi, ya desde hace largo tiempo, fue demasiado del mundo. Demasiado, demasiado rápido, demasiado ruidoso.
  
Así que no tengo “trauma de aislamiento” y no sufro por el hecho de no poder quedar y verme con la gente. No lamento que hayan cerrado los cines, no me importa si los centros comerciales no funcionan. Sólo me preocupo cuando pienso en todos los que perdieron sus trabajos.
Cuando me enteré de la cuarentena preventiva, sentí cierto alivio y sé que mucha gente se siente de la misma manera, aunque se avergüencen de ello. Mi introversión, largamente estrangulada y maltratada por los dictados de los extrovertidos hiperactivos, se agitó y salió del armario.
Miro por la ventana a mi vecino, un abogado muy ocupado, al cual hace poco tiempo solía ver salir por la mañana hacia los juzgados con su toga colgada al hombro. Ahora, con un chándal holgado lucha con una rama en el jardín, creo que se ocupó de poner el orden. Veo a una pareja de jóvenes paseando un perro viejo, que apenas camina desde el invierno pasado. El perro se tambalea sobre sus patas, y ellos pacientemente lo acompañan, caminando con él a un paso más lento. El camión está recogiendo la basura con mucho ruido.
La vida continúa, cómo no, pero a un ritmo completamente diferente. Limpié el armario y llevé los periódicos que había leído al contenedor de papel. Replanté las flores. Recogí la bicicleta del taller. Me encanta cocinar.
Vuelven obstinadamente las imágenes de mi infancia, cuando había mucho más tiempo y se podía “malgastar”, mirando por la ventana durante horas, observando las hormigas, tumbada bajo la mesa e imaginando que es un arca. O leyendo una enciclopedia.
¿No será que hemos vuelto a un ritmo de vida normal? ¿Que no es el virus lo que es anormal, sino lo contrario, que el mundo agitado antes del virus era anormal?
El virus nos recordó lo que estábamos reprimiendo con tanta pasión: que somos seres frágiles, construidos con la materia más fina. Que morimos, que somos mortales.
Que no estamos separados del mundo por nuestra «humanidad» y singularidad, sino que el mundo es una especie de gran red en la que estamos atrapados, conectados a otros seres con hilos invisibles de dependencias e influencias. Que dependemos unos de otros y que no importa de qué lejano país vengamos, el idioma que hablemos o el color de nuestra piel, nos enfermamos por igual, igual tenemos miedo e igual morimos.
Nos hizo darnos cuenta, de que no importa cuán débiles y vulnerables nos sintamos ante el peligro, a nuestro alrededor hay gente aún más débil y que necesita ayuda. Nos recordó lo delicados que son nuestros viejos padres y abuelos y lo mucho que merecen nuestro cuidado.
Nos mostró, que nuestra agitada movilidad amenaza al mundo. Y evocó la misma pregunta, que rara vez tuvimos el coraje de hacernos a nosotros mismos: ¿Qué buscamos realmente?
El miedo a la enfermedad nos hizo retroceder del camino trillado y nos recordó la existencia de los nidos de los que venimos y donde nos sentimos seguros. Y aunque hayamos sido no sé cuán grandes viajeros, en una situación como ésta, siempre seremos empujados a algún hogar.
Así, se nos revelaron las tristes verdades, que en el momento de peligro, vuelve el pensamiento en encerronas y excluyentes categorías de naciones y fronteras. En este difícil momento se reveló lo débil que es en la práctica la idea de la comunidad europea.
La Unión, prácticamente ha entregado el combate al luchador, pasando en tiempos de crisis, las decisiones a los estados nacionales. Considero que el cierre de las fronteras estatales es el mayor fracaso de esta época miserable – volvieron los viejos egoísmos y las categorías «míos» y «otros», es decir, algo con que hemos luchado durante los últimos años con la esperanza de que no volverá a formatear nuestras mentes.
El temor al virus evocó automáticamente las más simples creencias atávicas, de que algunos extraños son los culpables y siempre traen el peligro de algún lugar. En Europa el virus es «de alguna parte», no es nuestro, es alienígena. En Polonia, todos los que regresan del extranjero se han convertido en sospechosos.
La ola de cierre de fronteras, monstruosas colas en los puntos de control, para muchos jóvenes fue probablemente una sorpresa. El virus es un recordatorio: las fronteras existen y siguen ahí.
También temo, que el virus nos recordará rápidamente otra vieja verdad, lo desiguales que somos. Algunos de nosotros volarán en aviones privados a casa en una isla o en un retiro del bosque, mientras que otros se quedarán en las ciudades para operar las plantas de energía y los suministros de agua. Otros arriesgarán su salud trabajando en tiendas y hospitales. Algunos se forrarán con la epidemia, otros perderán los ahorros de vida.
La crisis que se avecina probablemente socavará los principios que nos parecían estables; muchos países no podrán superarla y ante la descomposición de ellos despertarán nuevos órdenes, como suele ocurrir después de las crisis.
Nos quedamos en casa, leemos libros y vemos series de televisión, pero en realidad nos preparamos para la gran batalla por una nueva realidad que ni siquiera podemos imaginar, entendiendo poco a poco que nada será igual que antes.
La situación de cuarentena forzosa y el encuartelamiento de la familia en el hogar puede hacer que nos demos cuenta de lo que no queríamos admitir en absoluto: que la familia nos cansa, que los lazos matrimoniales se están deshaciendo desde hace tiempo. Nuestros hijos saldrán de la cuarentena adictos a internet, y muchos de nosotros nos daremos cuenta del sinsentido y la asepsia de una situación en la que mecánicamente y con el poder de la inercia nos encontramos. ¿Y si aumenta el número de asesinatos, suicidios y enfermedades mentales?
Ante nuestros ojos, se está desintegrando como el humo el paradigma de la civilización que nos ha conformado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que podemos hacerlo todo y que el mundo nos pertenece.
Se acercan nuevos tiempos.
 traducido al español por Michal Góral

No hay comentarios: