—A
las tres de la madrugada, a todo el mundo le vienen a la cabeza muchas
cosas.
Pensamos en esto y en lo de más allá. A todos nos ocurre lo mismo. Y
todos
debemos encontrar nuestro propio método para evitarlo.
—Sí,
tal vez —admití.
—A
las tres de la mañana, también los animales piensan, ¿sabes? —me lo
dijo
como si se le hubiera ocurrido de repente—. ¿Has ido alguna vez al zoo a
medianoche?
—No
—le respondí distraído—. No,claro que no.
—Yo
fui una vez. Conozco a un hombre que trabaja en el zoológico y, una vez que tenía
turno de noche, le insistí mucho para que me llevara. Es que no se puede, ¿sabes?
—dijo él agitando el vaso—. Fue una experiencia realmente extraña. Es imposible
explicarlo
con palabras, pero me dio la sensación de que la tierra se abría en silencio y
de que algo salía reptando de su interior. Y que esa cosa invisible que se había
escurrido hacia fuera vagaba libremente por la oscuridad de la noche.
Era
algo parecido a una masa de aire helado. Yo no lo veía. Pero los animales
lo
sentían. Y yo sentía lo que los animales sentían. Porque, en definitiva, la faz
de la tierra que nosotros pisamos conduce al mismo centro del globo terráqueo,
y éste, a su vez, ha absorbido una cantidad asombrosa de tiempo.
Yo
permanecía en silencio.
—No
pienso volver jamás a un zoológico a medianoche.
—¿Es
mejor con los tifones?
—Sí —dijo—.
Muchísimo mejor
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