Nuestra
cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto.
No hay nadie a quien no arrebate su canto: esto debe valorarse porque nuestra
raza, en general, no ama la música. La quietud es nuestra música más querida.
Nuestra vida es difícil, y no podemos -siquiera cuando tratamos de
desprendernos de todos los cuidados diarios- elevarnos hasta cosas tan lejanas
como la música. Sin embargo, no nos quejamos: no llegamos a tanto, consideramos
que nuestra mayor virtud es una astucia práctica, que por cierto necesitamos
con extrema urgencia, y con la sonrisa de esa astucia solemos consolarnos de
todo, hasta de añorar la dicha que tal vez produce la música (pero esto no
sucede). Pero Josefina es la excepción: ama la música y también sabe comunicarla:
es única, y cuando nos deje desaparecerá la música de nuestra vida, quién sabe
hasta cuándo. Suelo preguntarme qué sucede realmente con esa música. Puesto que
somos nulos para ese arte, cómo comprendemos el canto de Josefina (pero
Josefina niega nuestra comprensión, tal vez sólo creamos comprenderla). La
respuesta más simple sería que es tan grande la belleza de este canto, que
hasta los sentidos más torpes no pueden resistirla, pero esa respuesta no
satisface. Si así fuera debería tenerse, de inmediato y siempre ante ese canto,
la sensación de que en esa garganta resuena algo que nunca se oyó antes y que
podemos oír porque Josefina, y sólo ella, nos capacita para oírlo. Pero
justamente, según mi opinión, no sucede así, no siento eso y no he notado que
otro sintiera algo parecido. En círculos íntimos, confesarnos abiertamente que
el canto de Josefina no es nada extraordinario como canto. ¿Es siquiera un
canto? A pesar de que no sentimos la música tenemos tradiciones de canto. En
los antiguos tiempos de nuestro pueblo hubo canto, las leyendas lo cuentan y
hasta se han conservado canciones que, por cierto, ya nadie puede cantar.
Tenemos, pues, cierta noción de canto: a esta noción no corresponde el arte de
Josefina. ¿Y es arte, en verdad, o siquiera canto? ¿No es, tal vez, chillido?
Por cierto, todos sabemos chillar; es nuestra peculiar expresión vital y no una
habilidad artística. Muchos de nosotros chillamos sin darnos cuenta, sin saber
siquiera que chillar es una de nuestras características. Si la verdad fuera que
Josefina no canta sino chilla, o apenas sobrepasa nuestro común chillido (quizá
no alcance su fuerza a la de cualquier trabajador que silba todo el día además
de su trabajo), si todo esto, repito, fuera cierto, se refutaría así lo que Josefina
presenta como su arte; pero entonces habría que resolver el enigma de su gran
efecto. Porque no sólo es un chillido lo que ella emite. Si uno se aleja un
poco cuando Josefina canta en medio de otras voces, y uno trata de reconocer la
de ella, no se oye sino un chillido vulgar que apenas se distingue por su
delicadeza o debilidad. Pero si uno está ante Josefina, no sólo es eso: para
sentir su arte es necesario verla además de oírla, y aunque su canto se
redujera a nuestro cotidiano chillido, he aquí lo extraño: que uno se prepare
solemnemente para hacer un acto vulgar. Cascar una nuez, no es, por cierto, un
arte difícil, y por eso nadie osaría convocar un público y para divertirlo se
pondría a cascar nueces. Pero si alguien lo hace y tiene éxito, algo habrá en
su ejecución por encima de ese arte, dado que todos lo poseemos, y hasta podría
convenir al efecto del nuevo cascador mostrarse menos hábil en cascar nueces
que la mayoría de nosotros. Tal vez acontece lo mismo con el canto de Josefina:
admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por lo demás, ella está
fundamentalmente de acuerdo con nosotros. Yo estaba presente una vez en que
alguien, como suele suceder, se refirió tímidamente al chillido popular, y eso
bastó para irritar a Josefina. Nunca he visto una sonrisa tan desdeñosa y
arrogante como la suya; ella, que en su exterior es la delicadeza personificada
(notable por eso hasta en nuestro pueblo, tan rico en tales tipos femeninos);
ella, con su gran sensibilidad, advirtió que esa sonrisa era vulgar y se
dominó, pero negó toda relación entre su arte y el chillido común. Por los de
opinión contraria no tiene sino desprecio y, probablemente, odio inconfesado.
Esto no es vanidad, pues tales opositores, entre los que de algún modo me
cuento, no la admiramos menos que la multitud, pero a Josefina no le basta la
admiración; requiere una admiración especial. Cuando uno está frente a ella, la
comprende (sólo desde lejos la atacan: ante ella se sabe que lo que chilla no
es chillido). Ya que chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes, podría
suponerse que también chilla el auditorio de Josefina. Nos sentimos satisfechos
por su arte, y chillamos cuando estamos satisfechos; pero su auditorio no
chilla, está mudo, calla como si participara en la ansiada paz de la que
nuestro chillar nos aparta. ¿Nos extasía su canto o el solemne silencio que
rodea su débil voz? Ocurrió, una vez, que una ratita cualquiera se puso
inocentemente a chillar mientras Josefina cantaba. Ahora bien: ese chillido era
idéntico al que nos hacia oír Josefina. En el escenario, los chillidos aún
débiles, pese a la maestría de la cantora; en el público los chillidos
involuntarios; era imposible distinguir. Y, sin embargo, silbamos y siseamos en
seguida para silenciar a la intrusa, aun cuando no era menester, pues ella
misma, al darse cuenta, se hubiera arrastrado fuera, de miedo y vergüenza,
mientras Josefina entonaba su chillido triunfal y se enardecía, con los brazos
extendidos y el cuello estirado. Por lo demás, ella siempre es así. Cualquier
pequeñez, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del piso,
un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación, le parecen apropiados
para dar realce a su canto. Según ella, todos los oídos son sordos, y aunque no
le faltan aprobación y entusiasmo, hace ya mucho que ha renunciado a ser
realmente comprendida. Por eso le convienen las interrupciones y molestias:
todo lo que desde afuera se opone a la pureza de su canto y que, en lucha fácil
o hasta sin lucha, se vence con sólo afrontarlo, puede contribuir a despertar a
la multitud y a enseñarle, si no comprensión, un respeto religioso. Si le
sirven así las cosas chicas, ¡cuánto más las grandes! Nuestra vida es muy
inquieta: cada día nos trae sorpresas, temores, esperanzas, sustos: sería
imposible soportarla sin el apoyo de los camaradas; pero aun así es muy
difícil. A veces, miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno
solo. Entonces Josefina cree que llegó su hora. Pronto se halla listo el débil
ser, con el pecho vibrando de un modo alarmante, como si reuniera toda su poca
fuerza en el canto, como si se desnudara y se entregara por entero a la
protección de los espíritus buenos, como si al estar arrobada dentro del canto
le quedara tan poca vida fuera de la música, que un leve hálito frío pudiera
matarla. Y viendo esto los presentes solemos decir: "Ni siquiera puede
chillar bien; es espantoso cómo se violenta, no para cantar -no hablemos ya de
cantar- sino para alcanzar más o menos el chillido usual". Así nos parece
y, sin embargo, esta impresión inevitable es fugaz y muy pronto nos sumergimos
en la sensación de la multitud que, conteniendo el aliento, escucha
tímidamente, en cálida proximidad. Y para reunir en torno a ella esta multitud
de nuestro pueblo, tan errabundo, a Josefina casi siempre le basta echar la
cabeza hacia atrás, poner los ojos en alto y entreabrir la boca: signos que
anuncian su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, aunque
sea en un rincón elegido al azar. En seguida cunde la noticia y empieza a
acudir la procesión de sus devotos. Pero a veces surgen impedimentos, pues
Josefina canta de preferencia en tiempos de excitación, cuando los cuidados y
las necesidades nos dispersan por múltiples caminos y entonces, pese a la mejor
voluntad del mundo, no podemos reunirnos tan pronto como Josefina lo desea. Y
ella permanece algún tiempo en su gran actitud, sin suficiente número de
oyentes, y entonces se pone verdaderamente rabiosa, patea el suelo, blasfema de
modo poco virginal y hasta muerde. Pero tal conducta ni siquiera daña su fama;
en vez de tratar de refrenar sus exageradas pretensiones, todos tratan de
satisfacerla secretamente; envían mensajeros por todos los caminos para traer
oyentes y se los ve apresurando con sus gestos a los que llegan. Esta faena
prosigue hasta reunir un número pasable. ¿Qué impulsa al pueblo a tomarse tanta
molestia por Josefina? Es un problema no más fácil de resolver que el mismo
canto de Josefina. Se dirá que el pueblo es incondicionalmente adicto de Josefina
a causa de su canto. Pero no es este el caso: nuestro pueblo es incapaz de una
adhesión incondicional. Es un pueblo que, sobre todo, ama la astucia inocua, la
charla infantil e inocente que apenas mueve los labios. Eso lo sabe la misma
Josefina, y lo combate con todas las fuerzas de su débil garganta.
Claro está
que no debemos ir tan lejos con tales reflexiones. El pueblo está sometido a
Josefina, pero hasta cierto punto. Por ejemplo: es incapaz de reírse de ella.
Llega a admitir que en Josefina hay mucho de ridículo; pese a todas las
miserias de nuestra vida, reímos fácilmente; una leve risa nos es peculiar.
Pero de Josefina no nos reímos. Muchas veces me parece que el pueblo concibe su
relación con Josefina como si este ser frágil, necesitado de indulgencia,
notable de algún modo, según ella misma por el canto, estuviera confiado a él.
El motivo no es claro para nadie, pero el hecho es indiscutible. No hay que
reírse de lo que nos ha sido confiado. Seria faltar a un deber. La mayor
malignidad de que son capaces los más malignos consiste en decir: "La risa
se nos acaba cuando vemos a Josefina". Así cuida el pueblo a Josefina,
como un padre cuida al hijo que le tiende la mano, no se sabe si para pedir o
para exigir. Podría pensarse que nuestro pueblo es incapaz de esos deberes
paternales; pero los llena ejemplarmente, a lo menos en este caso; ningún
individuo sería capaz de lo que hace el pueblo en conjunto. Por cierto, la
diferencia de fuerzas entre todo el pueblo y un individuo es inmensa. Basta que
el pueblo hospede a su protegido con el calor de su proximidad para que éste se
halle seguro. Claro está que nadie se atreve a tratar estas cosas con Josefina.
"La protección de ustedes me tiene sin cuidado", dice ella.
"Tienes razón; más bien somos nosotros quienes deberíamos cuidarnos de
ti", pensamos para nuestros adentros. Y además, no hay contradicción si
ella se nos rebela; son únicamente modos y gratitud infantiles, y modo del
padre es no tenerlos en cuenta. Hay otra cosa más difícil de explicar, en las
relaciones del pueblo con Josefina. Josefina piensa al contrario que es ella
quien protege al pueblo. Y parecería, en efecto, que su canto nos salva de
malas situaciones políticas o económicas; cuando no ahuyenta la desgracia, nos
da siquiera la fuerza para soportarla. Josefina no lo afirma exactamente, pues
habla poco, y es silenciosa si se la compara con nosotros. Pero esta afirmación
brilla en sus ojos y se puede leer en su boca cerrada (entre nosotros muy pocos
pueden tener la boca cerrada; ella la tiene). A cada mala noticia -y hay
períodos en que las malas noticias abundan diariamente, y entre ellas también
las falsas y las semiverdaderas- se alza Josefina de inmediato (ella que, en
general, se arrastra cansadamente por el suelo), se yergue, estira el cuello y
trata de dominar con la mirada su rebaño, como un pastor ante la tormenta. Es
verdad que hay niños con pretensiones análogas, pero esas pretensiones no dejan
de tener en Josefina más fundamento que en los niños... No nos salva ni nos da
ninguna fuerza, por supuesto, y es fácil darse por salvador a posteriori de
este pueblo tan acostumbrado a la desgracia, nada indulgente consigo mismo,
rápido en tomar decisiones, buen conocedor de la muerte, tan sólo temeroso en
apariencia, dentro de la atmósfera de temeridad en que siempre vive y, además,
tan fecundo como arriesgado; es fácil -digo- hacer el salvador a posteriori de
este pueblo que siempre supo salvarse a sí mismo de uno u otro modo, aunque sea
mediante sacrificios que hacen temblar de espanto al investigador histórico (en
general, descuidamos por completo la investigación histórica). Y sin embargo,
es verdad que en situaciones angustiosas escuchamos mejor que otras veces la
voz de Josefina. Las amenazas suspendidas sobre nosotros nos vuelven más quietos,
más modestos, más dóciles al mandato de Josefina; con gusto nos reunimos, con
gusto nos amontonamos, sobre todo porque el motivo es ahora muy distinto de la
tortura dominante. Es como si bebiéramos rápidamente en común -si, hay que
apurarse: esto lo olvida Josefina demasiadas veces- todavía una copa de paz
antes del combate. Resulta menos un concierto de canto que un mitin popular y
un mitin, por cierto, en el cual todos permanecemos mudos, salvo Josefina. La
hora es demasiado seria para perderla en charlas. Naturalmente, estas
circunstancias no satisfacen a Josefina. A pesar de toda su inquietud y
nerviosidad, hay cosas que muchas veces ella no ve (la ciega su engreimiento) y
también, sin gran esfuerzo, se le pueden hacer preterir muchas más, pues de esto
se encarga un enjambre de aduladores. Pero, cantar inadvertida, en segundo
orden, o en un rincón de una asamblea popular, eso nunca. Lo cual no sucede,
pues su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos ocupados en otra
cosa, y no sólo a causa del canto guardamos silencio, y muchos ni siquiera la
miran, hundiendo el hocico en el pellejo del vecino, y Josefina allá arriba
parece agitarse en vano, es indudable que algo de su chillido nos alcanza. Este
chillido que se eleva sobre el obligado silencio general, es casi un mensaje
del pueblo al individuo. El tenue chillar de Josefina, en medio de las graves
decisiones, es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del
tumulto enemigo. Josefina se afirma y se abre camino hasta nosotros. Reconforta
pensar que se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza. Si pudiera existir
entre nosotros un verdadero artista del canto, no lo soportaríamos en tales
momentos. De una manera unánime, rechazaríamos su concierto como una
insensatez. Esperemos que Josefina no descubra que el solo hecho de oírla
nosotros es una prueba en contra de su canto. Ella, sin duda, lo vislumbra. Por
eso niega con tanto ardor que la escuchamos; sin embargo, vuelve siempre a
cantar, a diluirse en su chillido, más allá de esta sospecha. Pero siempre
tendrá un consuelo: la escuchamos quizá del mismo modo con que se escucha a un
artista del canto. Y Josefina consigue efectos que un gran artista tratarla en
vano de alcanzar y que corresponden, precisamente, a sus precarios medios
vocales. Esto se debe, sobre todo, a nuestro modo de vivir. En nuestro pueblo
se ignora la juventud. Apenas se conoce una mínima niñez. Es cierto que
garantizamos a los niños una libertad especial, que debemos reconocer su
derecho a cierta negligencia y a cierta travesura y ayudarlos un poco; nada más
plausible que tales exigencias: todos las reconocen; pero nada menos admisible
en la realidad a nuestra vida, y los esfuerzos que hacemos en tal sentido son
efímeros. Entre nosotros, en cuanto un niño puede corretear un poco y enterarse
de lo que lo rodea, ya tiene que ganarse la vida como un adulto. Los distritos
en que vivimos dispersos, por razones económicas, son demasiado grandes.
Nuestros enemigos son tan numerosos y los peligros que nos acechan tan
incalculables, que no podemos mantener a los niños alejados de esta lucha por
la vida. Si no lucharan, ellos también morirían. A estas causas tristes se
añade otra, muy relevante: la fecundidad de nuestra raza. Una generación empuja
a la otra; LOS NIÑOS NO TIENEN TIEMPO de ser niños. En los demás pueblos, los
niños son criados con especial esmero y aunque se erijan escuelas y de ellas
salgan torrentes, siempre, durante algún tiempo, son los mismos niños quienes
se forman allí. Nosotros no tenemos escuelas, y de nuestro pueblo, a cortísimos
intervalos, mandan bandadas incontables de niños, siseando o pipiando hasta que
pueden chillar; revolcándose o rodando bajo la presión del montón, hasta que pueden andar solos; arrollando torpemente con
su masa todo lo que encuentran, hasta que pueden ver. Y no como los niños de
las escuelas, que siempre son los mismos. No, siempre nuevos, sin fin, sin
interrupción. Apenas aparece un niño ya no es niño, y lo empujan los nuevos
hocicos, indistinguibles su multitud y premura. Por bello que esto sea y por
mucho que otros nos envidien, no nos es permitido dar a nuestros niños una
verdadera niñez. Eso trae consecuencias: una perpetua y arraigada puerilidad
penetra nuestro pueblo. En contraste directo con nuestra mejor condición, que
es el entendimiento práctico, obramos muchas veces del modo más tonto,
justamente como los niños, derrochadores irreflexivos y generosos. Y aunque
nuestra alegría ya no puede conservar la fuerza de la alegría infantil, algo
nos queda, sin duda. Hace tiempo que Josefina aprovecha esta puerilidad. Pero
nuestro pueblo no sólo es infantil; también es prematuramente viejo. No tenemos
juventud, somos adultos en seguida, y permaneceremos adultos durante tanto
tiempo que cierta desesperación y cierto cansancio dejan su huella en el
carácter aplicado y optimista de nuestro pueblo. Esa es tal vez la causa de
nuestra falta de musicalidad. Sois demasiado viejos para la música: su
agitación, su vuelo no convienen nuestra pesadez. Cansados, la rechazamos con
el gesto: nos hemos reducido a chillar. Nos bastan unos pocos chillidos, de
tiempo en tiempo. Es posible que no haya talentos musicales entre nosotros,
pero, de haberlos, el carácter de nuestras gentes los suprimiría antes de la
madura Josefina, en cambio, puede chillar o cantar o como ella quiera llamarlo.
Eso no nos molesta. Lo soportamos bien. Si hay alguna música en sonidos que
emite, esa música es mínima. Una cierta tradición musical se conserva de este
modo, sin que nos pese. En sus conciertos, tan sólo los muy jóvenes se
interesan por la cantante, la miran con asombro cuando ella mueve los labios y
expulsa el aire entre los menudos incisivos, embelesada con sus propios tonos.
Languidece y utiliza este caimiento pasa destacar nuevas habilidades cada vez
menos comprensibles, hasta para ella misma. Pero la multitud se mantiene
recogida y en suspenso. Soñamos en las escasas treguas de la lucha; es como si
a uno se le aflojaran las piernas, es como si pudiéramos, una vez, echarnos y
relajarnos en la cálida cama del pueblo. Y en medio del sueño, de vez en
cuando, se oye el chillar de Josefina. Ella dice que es chispeante. A nosotros
nos parece fastidioso. En esta música hay algo de nuestra pobre y corta niñez,
algo de la dicha perdida que ya no encontraremos. Pero también hay algo de
nuestra activa vida presente, de su vivacidad pequeña, incomprensible y, sin
embargo, tan pertinaz. Todo esto no se expresa con una gran voz, sino muy
despacio. Bisbiseando en confianza, muchas veces con ronquera, a fuerza de
chillidos, por mortecinos que sean, puesto que así es la lengua de nuestro
pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y ni siquiera lo advierten. Aquí,
al contrario, el chillido está liberado de las ataduras de la vida cotidiana y
nos libera también, aunque sea por un momento. En verdad, nos apenaría dejar de
oír estos conciertos. Pero de esto a la afirmación de Josefina de que su música
infunde nuevas fuerzas, hay una gran distancia. Hablo, bien entendido, del
común de las gentes y no de algunos partidarios incondicionales. "¿Cómo
podría ser de otro modo?" dicen con arrogancia estos últimos. "¿Cómo
podría explicarse la gran concurrencia, sobre todo en momentos de grave e
inmediato peligro y que ha estorbado, más de una vez, nuestra oportuna defensa
contra ese mismo peligro?" Por desgracia, esto último es verdad, y no es
precisamente un título de gloria para Josefina, sobre todo si consideramos que muchas veces el
enemigo dispersó nuestras reuniones, matando a muchos de los nuestros, y que
Josefina, la culpable de todo -tal vez atrajo al enemigo con su chillar-, se
reservó siempre el lugar más seguro y desapareció la primera, con la
complicidad de sus partidarios. Todos lo sabemos, y sin embargo, nos
apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar. De aquí podría deducirse
que Josefina está por encima de la ley, que se le permite hacer lo que quiere,
aunque perjudique a la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, se
explicarían las pretensiones de Josefina. Hasta podría verse en esta libertad
que le da su pueblo, en este regalo extraordinario y, por cierto, contrario a
las leyes, nunca otorgado a otro, el reconocimiento de que su pueblo como ella
afirma no la entiende, se asombra y pasma ante su arte y sintiéndose indigno de
ella, trata de compensar con un favor supremo que llega a la muerte, las penas
que le causa con su incomprensión. Así como el arte de Josefina está fuera del
alcance general, el pueblo coloca también fuera del poder de sus órdenes a la
persona de Josefina y a sus caprichos: en lo pequeño, tal vez así suceda, tal
vez el pueblo capitule demasiado pronto ante Josefina. Pero no es su adicto
incondicional. Desde hace mucho, quizá desde el principio de su carrera,
Josefina lucha para que no la obliguen a trabajar; deberían eximiría, por lo tanto,
de toda preocupación económica. Un entusiasta fácil -entre nosotros hubo
algunos- podría pensar que el solo hecho de formular pretensión semejante, la
justifica. Pero así no lo entiende nuestro pueblo y rechaza con calma la
pretensión de la cantora. Tampoco se esfuerza mucho en refutar los fundamentos
de la demanda. Josefina, por ejemplo, hace notar que los esfuerzos del trabajo
dañan la voz; que el trabajo la priva de toda posibilidad de descansar después
del canto y de fortalecerse para la próxima función; que en esa forma se agota
por completo y no puede alcanzar su capacidad máxima. El pueblo la escucha y
pasa a otro asunto. Este pueblo, tan fácil de conmover, sabe también mostrarse
insensible. El rechazo es a veces tan terminante que la misma Josefina se
sorprende y parece entrar en razón. Entonces trabaja como es debido, canta lo
mejor que puede. Pero luego vuelve a la carga. En el fondo se ve claro que
Josefina no desea de verdad lo que pretende. Es razonable, no le teme al
trabajo -temor desconocido entre nosotros- y además, si le otorgaran lo que
exige, seguiría viviendo como de costumbre: el trabajo no le impediría cantar;
el canto no sería más bello. Lo que Josefina desea es el reconocimiento
público, unánime, imperecedero, de su arte. Esto, aunque todo lo demás parezca
accesible, fracasa tenazmente. Quizá le hubiera convenido encarar la cuestión
por otro lado; quizá ella misma reconoce el error. Pero no puede echarse atrás.
Le parecería una deslealtad consigo misma; está obligada a seguir hasta la
victoria o la muerte. Si fuera verdad que tiene enemigos, podrían divertirse
con esta lucha; pero no tiene enemigos, y aun cuando la critican, esta lucha no
divierte a nadie. El pueblo se muestra en fría actitud de juez. En el rechazo
del pueblo, como en la pretensión de Josefina, lo significativo no es el asunto
sino el hecho de que seamos implacables con una persona a quien, por otra
parte, protegemos paternalmente. Si en vez del pueblo se tratara de un
individuo, podría creerse que éste había ido cediendo ante los ardientes
pedidos de Josefina, hasta cansarse al fin y poner coto a las concesiones; se
podría creer también que han accedido a todas sus exigencias para provocar una
última exigencia desaforada y poder rechazarla.
Pero el
pueblo no necesita de tales astucias y su veneración por Josefina es sincera y
probada; además, la vanidad de Josefina es tan fuerte que hasta un niño hubiera
previsto el resultado; sin embargo puede ser que dada la idea que Josefina se
ha hecho del asunto, tales suposiciones estén también en juego y añadan
amargura a su dolor. Pero aunque ella suponga esas cosas, no se deja espantar y
en los últimos tiempos aguzó la lucha; si antes luchaba de palabra ahora
empieza a usar otros medios, según ella, más eficaces, pero según nosotros más
peligrosos para ella misma. Muchos creen que Josefina se pone tan apremiante
porque se está sintiendo vieja, la voz muestra fallas, y le parece urgente
librar el último combate para ser definitivamente reconocida. No lo creo.
Josefina no sería ella si esto fuera verdad. Para ella no hay ni vejez ni
debilitamiento de la voz. Cuando pretende algo no es por motivos superficiales
sino por lógica íntima. Extiende la mano hacia la corona más alta; si
dependiera de ella, la colgaría más alto aun. Este desprecio por las
dificultades externas no le impide emplear los medios más indignos. Su derecho
le parece indiscutible. Juzga, además, que los medios dignos fracasarían en
este mundo. Quizá por eso mismo ha desplazado la lucha hacia otro terreno,
menos importante para ella. Su séquito ha hecho circular dichos suyos, según
los cuales es capaz de cantar de tal modo que diera placer a todo el pueblo.
Pero, añade Josefina, no hay que adular al vulgo: las cosas han de quedar como
están. Así, por ejemplo se difundió el rumor de que Josefina tiene intención,
si no la complacen de abreviar los trinos. Yo no entiendo nada de trinos y
nunca los he notado en su canto. Pero Josefina quiere abreviar los trinos, no
suprimirlos, sólo abreviarlos. Ha publicado su amenaza; yo, por mi parte, no he
notado ninguna diferencia entre sus recitales de ahora y los de antes. El
pueblo escucha como siempre sin manifestarse en cuanto a los trinos, y no ha
cambiado su conducta hacia las pretensiones de Josefina. El modo de pensar de Josefina,
como su figura, tiene algo de gracioso. Así, por ejemplo, como si su decisión
respecto a los trinos fuera demasiado implacable, declaró después que en lo
sucesivo volvería a cantar sus trinos completos. Pero en el otro concierto lo
repensó y resolvió que los grandes trinos se habían acabado y no volverían sino
por una decisión favorable a ella. El pueblo signe benévolo, pero inaccesible,
como un adulto preocupado que no escucha las palabras de un niño. Pero Josefina
no cede. Hace poco afirmó que en el trabajo se había hecho una lastimadura que
le impedía estar de pie durante el canto; como sólo se puede cantar de pie,
ahora debe abreviar sus cantos. Aunque renquea y se deja sostener por su
séquito, nadie cree en su lastimadura; aun teniendo en cuenta la especial
sensibilidad de su cuerpo, no hay que olvidar que Josefina pertenece a un
pueblo de trabajadores; si por cada raspadura en la piel nos pusiéramos a
renquear, todo el pueblo andaría con muletas. Pero que la lleven como inválida,
que se exhiba en ese estado lamentable, no importa; el pueblo oye agradecido su
canto y no hace mucho caso de la abreviación de los trinos. Como no puede
cojear perpetuamente, inventa otras cosas: cansancio, debilidad, mal humor.
Estamos condenados a ver al séquito de Josefina suplicándole cantos. La
consuelan, la halagan, la llevan casi en andas al lugar elegido. Al fin
consiente con lágrimas inexplicables; pero cuando va a empezar, con los brazos
no abiertos como otras veces, sino colgantes -lo que hace que parezcan cortos-,
cuando quiere entonar, un estremecimiento involuntario la irrumpe y se desploma
ante nuestra vista. Luego se domina con energía y canta, creo que más o menos
como siempre; quizá el que note los más finos matices, distinga una ligera
excitación que la favorece. Al final parece menos cansada que antes: camina
segura, si es lícito hablar así de huidizo pataleo, y se aleja rechazando toda
ayuda de sus cortesanos y desafiando con mirada fría la multitud respetuosa que
le abre paso. Sin embargo, la última vez que se esperaba su canto, Josefina
desapareció. Ahora no sólo la busca su séquito; muchos se enrolan en la busca;
Josefina ha desaparecido, no quiere cantar ni quiere que se lo pidan; ahora nos
ha abandonado por completo. Es extraño lo mal que calcula esa astuta, tan mal
que uno creería que no calcula, sino que está llevada por la corriente de su
destino, que nuestro mundo sólo puede ser triste. Ella misma se aparta del
canto, ella misma destruye el poder que había conseguido. ¿Cómo logró ese
poder, ya que tan mal conoce a su pueblo? Se oculta y no canta; pero el pueblo,
tranquilo, sin desilusión visible, señoril, una masa descansando en sí misma,
que formalmente, aunque la apariencia sea contraria, sólo puede dar regalos,
nunca recibirlos, ni aun de Josefina, este pueblo -repito- sigue su camino.
Pero Josefina debe de estar en decadencia. Pronto vendrá el momento en que
sonará su último chillido y quede muda para siempre. Josefina es un episodio en
la historia eterna de nuestro pueblo, y este pueblo superará la pérdida. No nos
será fácil; ¿cómo serán posibles las asambleas en completo silencio? Pero, ¿no
eran silenciosas también con Josefina? ¿Era su chillar efectivo, notablemente
más fuerte y vivaz de lo que será en el recuerdo? ¿Acaso, en vida, era más que
un mero recuerdo? ¿O habremos enaltecido el canto de Josefina porque era
imperdible? Quizá nosotros no perdamos mucho; pero Josefina, redimida de los
afanes terrestres, a los que, según ella, están predestinados los elegidos, se
perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo,
y pronto, ya que no nos interesa la historia, entrará, como todos sus hermanos,
en la exaltada liberación del olvido.
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