Me quedé levantado toda la noche y al fin terminé un
cuento de cuarenta páginas. Era una obra trivial, de entretenimiento, incapaz
de hacer bien o mal.
"En esta época uno no puede escribir cuentos
que hagan bien o mal; es inevitable", me dije mientras aseguraba el
manuscrito con un clip y lo metía en un sobre.
En cuanto a si hay en mí materia prima para escribir
cuentos que puedan hacer bien o mal, hago todo lo posible por no pensar en eso.
Si me pusiera a pensar en eso, tal vez quisiera intentarlo.
El sol de la mañana me hirió los ojos cuando me puse
los zuecos de madera y abandoné la casa con el sobre. Como aún faltaba un
tiempo para que llegara el primer camión postal, dirigí mis pasos hacia el
parque. Por la mañana no vienen niños a este parque, un simple cuadrado de
ochenta metros en medio de un barrio residencial apiñado. Aquí se está
tranquilo. Así que siempre incluyo el parque en mi caminata matutina. Hoy día
hasta el escaso verde suministrado por diez o doce árboles es invalorable en la
megalópolis.
Tendría que haber traído un poco de pan, pensé.
Mi perrogajo favorito se alza cerca del banco del parque. Es un perrogajo
afectuoso de piel color ante, bastante grande por tratarse de un perro mestizo.
El camión de fertilizante líquido acababa de pasar
cuando llegué al parque; el suelo estaba húmedo y había un tenue olor a cloro.
El caballero mayor a quien veía a menudo estaba sentado en el banco cercano al
perrogajo, alimentando el poste color ante con lo que parecía carne picada. Por
lo común los perrogajos tienen un apetito excelente. Tal vez el fertilizante
líquido, absorbido por las raíces bien hundidas en el suelo y que sube a través
de las patas, deja algo que desear.
Comen cualquier cosa que uno les dé.
—¿Le trajo algo? Hoy salí apurado. Olvidé traer mi
pan le dije al hombre mayor.
Se volvió hacia mí con ojos amables y una suave
sonrisa.
—Ah, ¿a usted también le gusta este muchacho?
—Sí —contesté, sentándome junto a él—. Se parece
como una gota de agua a un perro que yo tenía.
El perrogajo alzó hacia mí una mirada de ojos
grandes, negros, y meneó la cola.
—En realidad, yo también tenía un perro parecido a
este muchacho —dijo el hombre, rascando el pelo del cuello del perrogajo—. Lo
convirtieron en perrogajo a los tres años. ¿No lo ha visto? Entre la lencería y
la tienda de artículos de cine, sobre la costanera. ¿No vio allí un perrogajo
que se parece a este muchacho?
Asentí con un movimiento de cabeza, agregando:
—¿Así que ése era suyo?
—Sí, era nuestro favorito. Se llamaba Hachi. Ahora
está vegetalizado por completo. Un hermoso perrárbol.
—Ahora que lo dice, se parece mucho a este muchacho.
Tal vez provenían de la misma raza.
—¿Y su perro? —preguntó el hombre mayor—. ¿Dónde
está plantado?
—Nuestro perro se llamaba Buff —contesté, sacudiendo
la cabeza—. Lo plantaron junto a la entrada del cementerio que está a las
afueras de la ciudad. Pobrecito, murió apenas lo plantaron. Los camiones de
fertilizante no van por allí con mucha frecuencia, y quedaba tan lejos que yo
no podía llevarle de comer todos los días. Tal vez lo plantaron mal. Murió antes
de convertirse en árbol.
—¿Lo arrancaron entonces?
—No. Por suerte en esa zona no importa demasiado que
huela o no, así que lo dejaron allí y se secó. Ahora es un esquelegajo. Me
enteré de que es un material espléndido para las clases de ciencias de la escuela
primaria cercana.
—Qué maravilla.
El hombre mayor acarició la cabeza del perrogajo.
—Me pregunto cómo llamaban a este muchacho antes de
que se convirtiera en perrogajo.
—Prohibido llamar a un perrogajo por su nombre
original —dije—. ¿No es una ley extraña?
El hombre me miró con ojos penetrantes, después
contestó con tono casual:
—¿Acaso no se limitaron a extender a los perros las
leyes que tenían que ver con las personas? Por eso pierden el nombre cuando se
transforman en perrogajos —asintió mientras rascaba la mandíbula del
perrogajo—. No sólo los nombres antiguos: uno tampoco puede darles un nombre
nuevo. Porque no hay nombres propios para las plantas
Caramba, por supuesto, pensé.
Miró mi sobre, que tenía las palabras MANUSCRITO
ADJUNTO.
—Disculpe —dijo—. ¿Usted es escritor?
Me sentí un poco embarazado.
—Bueno, sí. Hago algunas cositas triviales.
Después de mirarme con atención, el hombre siguió
acariciando la cabeza del perrogajo.
—Yo también acostumbraba escribir algo.
Logré reprimir una sonrisa.
—¿Cuántos años hace que dejé de escribir? Parecen
muchos.
Miré el perfil del hombre. Ahora que él lo decía,
era un rostro que me parecía haber visto antes en alguna parte. Empecé a
preguntarle el nombre, vacilé, y me quedé en silencio.
El hombre mayor dijo bruscamente:
—El mundo se ha vuelto difícil para escribir.
Bajé los ojos, avergonzado de mí mismo, que aún
seguía escribiendo en semejante mundo.
El hombre se disculpó confundido ante mi repentina
depresión.
—Fue grosero de mi parte. No lo estoy criticando a
usted. Soy yo quien tendría que sentirse avergonzado.
—No —le dije, después de mirar con rapidez a nuestro
alrededor—. No puedo dejar de escribir, porque no tengo el valor necesario.
¡Dejar de escribir! Caramba, después de todo, ese sería un gesto contra la
sociedad.
El hombre mayor siguió acariciando al perrogajo.
Después de una larga pausa habló:
—Es doloroso dejar de escribir de pronto. Ahora que
hemos llegado a esto, creo que me sentiría mejor si hubiese seguido escribiendo
temerariamente crítica social, y me hubiesen arrestado. Incluso hay momentos en
que creo eso. Pero sólo era un diletante, nunca conocí la pobreza, perseguía
sueños de tranquilidad. Deseaba llevar una vida cómoda. Como persona de gran
dignidad, no podía soportar verme expuesto a los ojos del mundo, ridiculizado.
Así que dejé de escribir. Una historia lamentable.
Sonrió y sacudió la cabeza.
—No, no, no hablemos de eso. Nunca se sabe quién
puede estar oyendo, incluso aquí, en la calle.
Cambié de tema.
—¿Vive cerca?
—¿Conoce el salón de belleza de la calle principal?
Pase por allí. Me llamo Hiyama —hizo un movimiento de cabeza hacia mí—. Venga a
visitarme alguna vez. Estoy casado, pero. . .
—Muchísimas gracias.
Le dí mi nombre.
No recordaba a ningún escritor llamado Hiyama. Sin
duda escribía con seudónimo. No tenía intenciones de visitar su casa. Estamos
en un mundo en que incluso dos o tres escritores que se reúnen son considerados
asamblea ilegal.
—Es hora de que pase el camión postal.
Miré mi reloj pulsera mientras me paraba.
—Temo que es mejor que me vaya —dije.
Volvió hacia mí una triste cara sonriente y se
inclinó. Después de acariciar un poco la cabeza del perrogajo. abandoné el
parque.
Desemboqué en la calle principal, pero sólo había
una cantidad ridícula de coches que pasaban; los peatones eran pocos. Junto a
la acera estaba plantado un gatárbol, de treinta o cuarenta centímetros de
altura.
A veces doy con un gatogajo que acaba de ser
plantado y aún no se ha convertido en gatárbol. Los gatogajos nuevos me miran
la cara y maúllan o gimen, pero aquellos cuyas cuatro patas plantadas en el
suelo se han vegetalizado, con los rostros verdosos rígidamente inmóviles y los
ojos bien cerrados, sólo mueven las orejas de vez en cuando. Después están los
gatogajos a quienes les brotan ramas del cuerpo y puñados de hojas. La mente de
estos parece estar vegetalizada por completo: ni siquiera mueven las orejas.
Aun cuando pueda distinguirse un rostro de gato, sería mejor llamarlos gatárboles.
Tal vez sea mejor convertir a los perros en
perrogajos, pensé. Cuando se les termina la comida, se vuelven malos
y hasta atacan a la gente. ¿Pero por qué tienen que convertir a los gatos en
gatogajos? ¿Hay demasiados gatos perdidos? ¿Para mejorar la condición
alimenticia, aunque sea un poco? O tal vez para reverdecer la ciudad...
Cerca del hospital enorme que se encuentra en la
esquina donde se intersectan las autopistas hay dos hombrárboles, y junto a
estos árboles un hombregajo. Este hombregajo viste uniforme de cartero, y no se
puede distinguir hasta qué punto se le han vegetalizado las piernas, por los
pantalones. Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, es alto, un poco
encorvado de hombros.
Me acerqué a él y le tendí mi sobre, como siempre.
—Por certificado, entrega especial, por favor.
El hombregajo, asintiendo en silencio, aceptó el
sobre y sacó estampillas y un formulario de correo certificado de su bolsillo.
Me di vuelta con rapidez después de pagar el
franqueo. No había nadie más a la vista. Decidí tratar de hablarle. Siempre le
llevo el correo cada tres días, y aún no había tenido oportunidad de hablar con
él con cierta calma.
—¿Qué hizo? —le pregunté en voz baja.
El hombregajo me miró sorprendido. Después, una vez
que recorrió la zona con los ojos, contestó con expresión amarga:
—Decir cosas innecesarias no me hará ningún bien. Se
supone que ni siquiera tengo que contestar.
—Lo sé —dije, mirándolo a los ojos. Cuando vio que
no me iba, suspiró hondo.
—Sólo dije que la paga es baja. Lo que es más, me
oyó el patrón. Porque la paga de un cartero es realmente baja. —Con
expresión sombría, sacudió la mandíbula hacia los dos hombrárboles que estaban
juntos a él—. A estos tipos les pasó lo mismo. Sólo por dejar escapar algunas
quejas acerca de la paga baja. ¿Los conoce? —me preguntó.
Señalé a uno de los hombrárboles.
—Recuerdo a éste, porque le entregué una gran
cantidad de correspondencia. Al otro no lo conozco. Ya era un hombrárbol cuando
me mudé aquí.
—Ese era mi amigo —dijo.
—¿El otro no era encargado, o jefe de sección?
Asintió.
—Correcto. Era encargado.
—¿No tiene usted hambre, o frío?
—No se siente demasiado —contestó, aún inexpresivo.
Cualquiera que es convertido en hombregajo pronto se vuelve inexpresivo—.
Incluso creo que ya me parezco bastante a una planta. No sólo en cómo siento
las cosas, sino también en el modo en que pienso. Al principio era triste, pero
ahora no importa. Solía tener mucho hambre, pero dicen que la vegetalización se
desarrolla más rápido cuando uno no come.
Me miró con ojos opacos. Era probable que esperase
convertirse pronto en hombrárbol.
—Dicen que a la gente con ideas radicales les hacen
una lobotomía antes de convertirlos en hombregajos, pero tampoco me hicieron
eso. No había pasado un mes desde que me plantaron aquí y ya no me sentía
furioso.
Le dio un vistazo a mi reloj pulsera.
—Bueno, ahora será mejor que se vaya. Casi es la
hora de llegada del camión postal.
—Si —pero aun no podía irme, y vacilé, inquieto.
—Oiga —dijo el hombregajo—. ¿Por casualidad algún
conocido suyo fue convertido hace poco en hombregajo?
Herido en lo más hondo, lo miré a la cara por un
momento, después asentí lentamente.
—Mi esposa, para ser precisos.
—Aja, su esposa, ¿eh? —Por unos instantes me miró
con el mayor interés—. Me preguntaba si no se trataba de algo así. De otro modo
nadie se molesta en hablarme. ¿Qué hizo entonces, su esposa?
—Se quejó de que los precios eran altos en una
reunión de amas de casa. Si eso hubiera sido todo, perfecto, pero además
criticó al gobierno. Estoy empezando a tener éxito como escritor, y creo que la
ansiedad de ella por ser la esposa de ese escritor hizo que lo dijera. Una de
las mujeres la delató. La plantaron sobre el costado izquierdo del camino
mirando desde la estación hacia el ayuntamiento, cerca de la ferretería.
—Ah, en ese lugar —cerró los ojos un poco, como
recordando el aspecto de los edificios y los negocios de la zona—. Es una calle
bastante tranquila. Mejor así, ¿verdad? —Abrió los ojos y me miró,
inquisitivo—. No va a ir a verla, ¿no? Es mejor no verla con mucha frecuencia.
Tanto para ella como para usted. Así los dos pueden olvidar más pronto.
—Sí, lo sé.
Dejé caer la cabeza.
—¿Su esposa? —preguntó, con un matiz comprensivo en
la voz—. ¿Alguien le ha hecho algo?
—No. Hasta ahora nada. Sólo está allí, de pie, pero
aún así...
—Eh —el hombregajo que hacía las veces de buzón alzó
la mandíbula para llamarme la atención—. Llegó. El camión postal. Mejor que se
vaya.
—Tiene razón.
Di unos pasos tropezantes, como empujado por su voz.
Luego me detuve y me di vuelta.
—¿Quiere que haga algo por usted?
Logró arrancar una sonrisa a sus mejillas y sacudió
la cabeza.
El camión rojo del correo se detuvo junto a él.
Seguí mi camino, más allá del hospital.
Pensé en ir a mi librería favorita y entré en una
calle de negocios atestados. Se suponía que mi libro saldría en cualquier
momento, pero ese tipo de cosas ya no me hace feliz en lo más mínimo.
Un poco antes de la librería, sobre la misma acera,
hay una pequeña heladería barata, y a la orilla de la calle, frente a ella, se
encuentra un hombregajo a punto de convertirse en hombrárbol. Es un varón
joven, al que plantaron hace ya un año. El rostro ha adquirido un tinte marrón
matizado de verde, y tiene los ojos cerrados con fuerza. Con la larga espalda
un poco doblada, está levemente inclinado hacia adelante. Las piernas, el torso
y los brazos, visibles a través de las ropas reducidas a harapos por la
exposición al viento y la lluvia, ya están vegetalizados, y aquí y allá brotan
ramas. Se ven hojas tiernas en los extremos de los brazos, alzados por encima
de los hombros como alas batientes. El cuerpo, que se ha convertido en árbol, e
incluso el rostro, ya no se mueve en absoluto. El corazón se ha hundido en el
tranquilo mundo de las plantas.
Imaginé el día en que mi esposa llegaría a ese
estado, y una vez más se me retorció el corazón de dolor, tratando de olvidar.
Era la angustia de tratar de olvidar.
Si en la esquina de esta heladería doblo y sigo
derecho, pensé, puedo ir hasta donde está mi esposa, de pie, puedo
encontrarme con mi esposa. Puedo ver a mi esposa. Pero no es conveniente
ir, me dije. No hay modo de saber quién podría verte; si la mujer que
la delató te interrogara, te verías realmente en problemas. Me detuve ante
la heladería y me asomé calle abajo. El movimiento de peatones era el de
siempre. Perfecto. Cualquiera lo pasará por alto si sólo te detienes y
hablas un poco. Si sólo intercambias una o dos palabras. Desafiando a mi
propia voz que gritaba " ¡No vayas!" avancé vivamente por
la calle.
Con el rostro pálido, mi esposa estaba de pie al
borde de la acera, frente a la ferretería. Sus piernas no habían cambiado, y
sólo daba la impresión de que los pies se hubieran enterrado en el suelo hasta
los tobillos. Inexpresiva, como esforzándose por no ver nada, por no sentir
nada, miraba fijamente hacia adelante. Comparadas con cómo se las veía dos días
antes, sus mejillas parecían un poco huecas. Dos obreros que pasaban la
señalaron, hicieron una broma vulgar, y siguieron su camino, con risotadas
estruendosas. Me acerqué a ella y alcé la voz.
—¡Michiko! —le grité al oído.
Mi esposa me miró, y la sangre le invadió las
mejillas. Se pasó una mano por el cabello enredado.
—¿Viniste otra vez? No tendrías que hacerlo, en
serio.
La empleada de la ferretería, que vigilaba el
negocio, me vio. Con aire de fingida indiferencia, apartó los ojos y se retiró al
fondo del local. Lleno de gratitud por su consideración, me acerqué unos pasos
más a Michiko y la enfrenté.
—¿Te vas acostumbrando?
Reunió todas para lograr una sonrisa en el rostro
endurecido.
—Mmmm. Estoy acostumbrada.
—Anoche llovió un poco.
Mirándome aún con ojos amplios, oscuros, asintió
levemente.
—Por favor no te preocupes. Apenas si siento algo.
—Cuando pienso en ti no puedo dormir —dejé caer la
cabeza—. Siempre estás de pie, afuera. Cuando pienso en eso, me resulta
imposible dormir. Anoche hasta pensé en traerte un paraguas.
—Por favor, no higas nada de eso —mi esposa frunció
apenas el entrecejo—. Seria terrible que hicieras algo así.
Un camión grande pasó detrás de mí. El polvo blanco
cubrió el cabello y los hombros de mi esposa con un tenue velo, pero a ella no
pareció molestarle.
—En realidad estar de pie no es tan desagradable
—habló con deliberada despreocupación, esforzándose por impedir que yo me
preocupara.
Percibí un cambio sutil en las expresiones y el modo
de hablar de mi esposa respecto a dos días antes. Parecía como si sus palabras
hubiesen perdido algo de delicadeza, y como si el alcance de sus emociones se
hubiese empobrecido hasta cierto punto. Observarla así, desde afuera, ver
como se vuelve poco a poco inexpresiva, es aún más desolador por haberla
conocido como era antes: las respuestas agudas, su alegre vivacidad, las
expresiones ricas, plenas.
—Esa gente —le pregunté, señalando con los ojos
hacia la ferretería—, ¿se portan bien contigo?
—Bueno, sí. Tienen buen corazón. Sólo una vez me
dijeron que les pidiera cualquier cosa que necesitara. Pero aún no han hecho
nada por mí.
—¿No tienes
hambre?
Sacudió la cabeza.
—Es mejor no comer.
Eso es. Incapaz de soportar ser una mujergajo,
esperaba convertirse en mujerárbol aunque fuera un solo día antes.
—Así que por favor no me traigas nada de comer.
—Clavó los ojos en mí—. Por favor olvídame. Estoy segura de que incluso sin
hacer ningún esfuerzo en especial, voy a olvidarte. Me alegra que hayas venido
a verme, pero después la tristeza dura mucho más. Para los dos.
—Tienes razón, desde luego, pero... —Despreciando a
ese ser que no podía hacer nada por su propia esposa, dejé caer otra vez la
cabeza—. Pero no te olvidaré —hice un movimiento afirmativo con la cabeza.
Llegaron las lágrimas—. No olvidaré. Nunca.
Cuando alcé la cabeza y la miré otra vez, ella tenía
clavados en mí ojos que habían perdido algo de su brillo, con todo el rostro
resplandeciendo en una sonrisa tenue como una imagen tallada de Buda. Era la
primera vez que la veía sonreír así.
Sentí que estaba teniendo una pesadilla. No, me
dijo, ésta ya no es tu esposa.
El traje que llevaba puesto cuando la arrestaron se
había ensuciado y arrugado terriblemente. Pero como es lógico no me permitirían
llevarle ropa para cambiarse. Mis ojos captaron una mancha oscura que tenía en
la falda.
—¿Eso es sangre? ¿Qué pasó?
—Oh, esto —habló temblorosa, bajando los ojos hacia
la falda, confundida—. Anoche dos borrachos me hicieron una broma.
—¡Bastardos! —sentí una rabia feroz ante la
inhumanidad de los borrachos. Si la hubiera expresado ante ellos, habrían dicho
que dado que mi esposa ya no era humana, no importaba lo que ellos hicieran.
—¡No pueden hacer ese tipo de cosa! ¡Es contra la
ley!
—Es cierto. Pero no puedo reclamar.
Y como es lógico yo tampoco podía ir a la policía y
reclamar. Me considerarían aún más una persona problemática.
—Te verán —dijo mi esposa con ansiedad—. Te lo
ruego, no te entregues.
—No te preocupes —le sonreí, autodespreciándome—. Me
falta valor para eso.
—¡Bastardos! Qué es lo que... —me mordí el labio. El
corazón me dolía casi hasta romperse—. ¿Sangró mucho?
—Mmmm, un poco.
—¿Duele?
—Ya no duele.
Michiko, que había sido antes tan orgullosa, ahora
sólo dejaba ver un poco de tristeza en la cara. La forma en que había cambiado
me sacudió. Un grupo de muchachos y muchachas, que nos compararon
penetrantemente a mí y a mi esposa, pasaron detrás de mí.
—Ahora debes irte.
—Cuando seas una mujerárbol —dije al separarnos—,
pediré que te transplanten a nuestro jardín.
—¿Puedes conseguirlo?
—Tendría que ser capaz de conseguirlo —asentí con
energía—. Tendría que ser capaz.
—Me gustaría mucho que lo lograras —dijo mi esposa,
inexpresivamente.
—Bueno, hasta la próxima.
—Me sentiría mejor si no regresaras —dijo ella en un
murmullo, con los ojos bajos.
—Lo sé. Esa es mi intención. Pero es probable
que venga, de todos modos.
Nos quedamos unos minutos en silencio.
Después mi esposa habló bruscamente.
—Adiós.
—Ummm.
Empecé a caminar.
Cuando miré hacia atrás al llegar a la esquina,
Michiko me seguía con la mirada, aun sonriendo como un Buda tallado.
Con un corazón que parecía a punto de partirse en
dos, caminé. De pronto advertí que había llegado frente a la estación. Sin
querer, había regresado a mi trayecto de costumbre.
Frente a la estación hay una pequeña cafetería a la
que siempre voy, llamada Punch. Entré y me senté en un reservado de
un rincón. Pedí café, lo tomé amargo. Hasta entonces siempre lo había bebido
con azúcar. El sabor áspero del café sin azúcar, sin crema, me atravesó el
cuerpo, y lo saboreé con masoquismo. De ahora en adelante lo beberé
siempre amargo. Eso fue lo que resolví.
En el apartado vecino tres estudiantes hablaban
sobre un crítico que acababan de arrestar y a quien habían convertido en un
hombregajo.
—Oí que lo plantaron en plena avenida Ginza.
—Le gustaba el campo. Siempre vivió en el campo. Por
eso lo ubicaron en un lugar como ése.
—Parece que le hicieron una lobotomía.
—Y los estudiantes que trataron de recurrir a la
fuerza en la Asamblea, protestando por el arresto... los arrestaron a todos y
también los convertirán en hombregajos.
—¿No eran casi treinta? ¿Dónde los plantarán a
todos?
—Dicen que los plantarán frente a su propia
universidad, a ambos lados de una calle llamada Camino de los Estudiantes.
—Ahora tendrán que cambiarle el nombre. Ponerle
Avenida de la Violencia, o algo así.
Los tres dejaron escapar risitas.
—Eh, no hablemos más de eso. Puede oírnos alguien.
Se callaron los tres.
Cuando abandoné la cafetería y enfilé hacia casa, me
di cuenta de que ya empezaba a sentirme yo mismo como un hombregajo.
Canturreando para mis adentros las palabras de una canción popular, seguí mi
camino.
Soy un hombregajo al costado del camino. Tú también
eres una mujergajo. Qué diablos importa, nosotros dos, en este mundo. Hierbas
secas que nunca florecen.
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