Un hombre sin suerte
El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba
que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de
lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco,
después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza
vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
–Abi-mi-dios
–eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más
en ponerse en movimiento.
La
sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco
respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo
Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la
taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un
vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró
también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi
de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso
de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando
me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche
ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo
cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba
sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que
yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos
las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta
del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico
estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital!
¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y
milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más
adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de
tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una
cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el
espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate
la bombacha.
Tenía
puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era
algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el
pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a
mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate
la puta bombacha!
Y yo
me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar
bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y
tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era
chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia
encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió
sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron
el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás
mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme:
estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la
encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de
afuera su puerta.
–Vamos,
vamos –dijo papá.
Abrió
mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro
cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos
hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las
enfermeras.
–Quedate
acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me
senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé
cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en
todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que
alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha.
Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de
la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a
mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi
moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a
morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al
lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué
tal? –preguntó.
Pensé
en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta,
aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien
–dije.
–¿Estás
esperando a alguien?
Lo
pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es
lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
–¿Y
por qué estás sentada en la sala de espera?
No
sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una
gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas.
Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
–Acá
está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.
El
papelito tenía el número 92.
–Vale
por un helado, yo te invito –dijo.
Dije
que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero
es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No.
Miré
al frente y nos quedamos en silencio.
–Como
quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó
del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del
consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante
estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier
discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es
mi cumpleaños –dije.
“Es
mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz
marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de
tener otra vez su atención.
–Pero...
–dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las
mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era
un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así,
apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces
dije:
–No
tengo bombacha.
No
sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era
algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se
había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención,
había algo grosero en lo que acababa de decir.
–Pero
es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No
es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya
sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la
injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
El
se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban
al estacionamiento.
–Yo
sé dónde conseguir una bombacha –dijo.
–¿Dónde?
–Problema
solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé
en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía
si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó. con
una mano a las asistentes.
–Ya
mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la
virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la
puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos
al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía
junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me
quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió
acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien
juntas.
–Mi
dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio
luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No
digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me
gustó cómo lo dijo él.
–Ok,
darling –dijo.
–Quiero
saber a dónde vamos.
–Te
estás poniendo muy quisquillosa.
Y no
dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping
bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia
una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá
conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era
fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las
asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera.
Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras
había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los
basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta
algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría
alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
–Es
acá –dijo.
Estábamos
rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano
podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo
podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas
bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
–Esas
no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más
pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré
un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas
que había sin moño.
–Esta
–dije–. Pero no tengo dinero.
Se
acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso
no hace falta.
–¿Sos
el dueño de la tienda?
–No.
Es tu cumpleaños.
Sonreí.
–Pero
hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok
Darling –dije.
–No
digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó
sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me
hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos
puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y
estaba vacío.
–Todavía
podés elegir el otro.
Toqué
el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una
negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que
parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño
que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay
que probarla –dijo.
Apoyé
la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los
probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no
sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era
lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean
en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo
peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo
te llamás? –pregunté.
–Eso
no puedo decírtelo.
–¿Por
qué?
El
se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
–Porque
estoy ojeado.
–¿Ojeado?
¿Qué es estar ojeado?
–Una
mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé
que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías
escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si
lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo
llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero
no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con
decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
–¿Y
cómo se enteraría?
–La
gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso
no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo
sé lo que te digo.
Miramos
juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar
terminando.
–Pero
es mi cumpleaños –dije.
Y
quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me
llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido,
cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un
momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz,
escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces
antes de dármelo.
–No
lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé
pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y
meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para
verlo y nos sonreímos.
Me
probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me
quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca
me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo
hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué
bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de
que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no
tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las
alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al
espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando
salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco
más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la
bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta
vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida.
Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor
suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la
entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el
cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos
los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio,
todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del
estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando
hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento.
Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora
señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi
nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron
ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano
suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron
qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me
abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la
mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra
bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y
grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no
caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de
puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los
guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca
y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no
olvidármelo nunca.
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