Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.
Y digo con gran atención, la que mi difunto esposo me
había enseñado en cierta ocasión en la que, cansada de mirar, me quejé de que
me aburría viendo siempre las mismas caras: mujeres ancianas y marchitas que
permanecían sentadas allí durante horas en sus sillones, antes de que se
atrevieran a apostar una ficha; astutos profesionales y las cocottes de la mesa
de juego, toda esa sociedad cuestionable y avejentada que, ya sabe, es
significativamente menos pintoresca y romántica de lo que siempre se describe en
novelas miserables, como si fuera la fleur d’élégance y de la aristocracia de
Europa. Y que conste que hace veinte años el casino era infinitamente más
atractivo de lo que lo es hoy en día; en aquel entonces todavía rodaba el
dinero en efectivo, el dinero tangible y visible, en billetes crujientes, en
napoleones de oro, o en insolentes monedas de cinco francos, mientras hoy en el
pomposo sancta sanctorum del juego, recientemente construido según la última
moda, un público burgués de Viajes Cook pulveriza en vano aburridas fichas de
juego carentes de todo carácter. Pero ya entonces encontraba muy poca atracción
en esta monotonía de rostros indiferentes hasta que mi esposo, cuya pasión
privada era la quiromancia, la interpretación de las manos, me mostró una
forma muy especial de observar aquel entorno, de hecho mucho más interesante,
mucho más excitante y tenso que el desordenado y mero ir de mesa en mesa, a
saber: no mirar nunca a la cara, sino solo el cuadrado de la mesa y allí, a su
vez, solo observar las manos de la gente, ver su peculiar comportamiento. No sé
si usted ha tenido la oportunidad de observar con sus propios ojos esos tapetes
verdes, ese verde cuadrilátero en cuyo centro la bola va tropezando como un
borracho de número en número y, dentro de los campos delimitados por cuadrados,
caen girando, como si fuera una siembra, trozos de papel o redondas piezas de
plata y oro, que a continuación el rastrillo del croupier con un crujido
estridente como el de una guadaña o bien los recoge o bien los agavilla para el
ganador. Desde este posicionamiento de perspectiva, lo único que cambia son las
manos, las numerosas manos que, pálidas y siempre en movimiento, están
expectantes en torno a la mesa verde, asomando desde las cuevas cambiantes de una
manga, cada una de las cuales es un animal depredador al acecho, cada una
diferente en forma y color: algunas limpias y otras enjaezadas con anillos y
cadenas que tintinean; algunas peludas como de animales salvajes y otras
húmedas y torcidas como anguilas, pero todas vibrantes y presas de una inmensa
impaciencia. Siempre, de manera instintiva me venía a la mente la imagen de una
pista de carreras, en la que, al comienzo, los excitados caballos son dominados
a duras penas para que no salgan disparados antes de tiempo: de igual manera
tiemblan, se agitan y piafan esas manos. A través de esas manos, por la forma
cómo esperan, cómo agarran y flaquean se puede reconocer a cualquiera: al
codicioso por el agarrotamiento; al derrochador por la soltura; al calculador
por la calma; el desesperado por la muñeca temblorosa. Cientos de caracteres se
manifiestan de inmediato a través del gesto de cómo agarran el dinero, ya sea
que alguien se desmorone o se doble nerviosamente o que, agotado, con las
palmas cansadas, las pose mientras la ruleta está circulando. En el juego, el
hombre se manifiesta a sí mismo con una docena de palabras, lo sé, pero le digo
que sus propias manos le traicionan aún más claramente durante el juego. Debido
a que todos o casi todos los jugadores que están apostando pronto han aprendido
a domeñar sus rostros, por encima del cuello de su camisa usan la fría máscara
de la impasibilidad, fuerzan el gesto alrededor de la boca, y dominan su
excitación apretando los dientes, mientras con sus ojos niegan la evidente inquietud,
suavizan los músculos del rostro que se abren en una indiferencia artificial,
elegantemente estilizada. Pero, debido a que precisamente toda su atención se
concentra espasmódicamente en dominar su rostro como la parte más visible de su
ser, se olvidan de sus manos y no se dan cuenta de que hay personas que
adivinan a través de ellas todo lo que, arriba, sus labios, rizados por una
sonrisa, y sus miradas, aposta impasibles, quieren esconder. Pero sus manos
manifiestan de una manera descarada su más profunda intimidad. Porque
inevitablemente llega un momento en el que todos esos dedos, a duras penas
dominados, aparentemente dormidos, se arrancan de su noble indiferencia. En el
segundo ardiente en que la bola de la ruleta cae en la pequeña casilla y se
canta el número ganador, en ese preciso segundo cada una de esas cien o
quinientas manos hace de manera instintiva un movimiento personalísimo,
individual que responde a un instinto primigenio. Y si estás acostumbrado a
observar ese estadio en el que son las manos las que compiten, tal y como mi
esposo me enseñó esta especie de hobby, el estallido, siempre diferente e
inesperado, de temperamentos es más emocionante que el teatro o los conciertos.
No puedo enumerarle en absoluto cuántas variedades de manos hay: las hay de
bestias salvajes, con dedos peludos y torcidos que atrapan el dinero como una
araña; las hay nerviosas, temblorosas, con uñas pálidas que apenas se atreven a
tocarlo; las hay nobles y bajas, brutales y tímidas, astutas, y otras que
parecen vacilar, pero cada una actúa de manera diferente, pues cada uno de
estos pares de manos expresa una vida particular, a excepción de los cuatro o
cinco de los croupiers. Las de estos son máquinas perfectas que, en comparación
con las otras, vivas hasta el extremo, funcionan con una precisión objetiva y
profesional, y actúan con una total indiferencia como si se tratara de cajas
registradoras que se cierran con su sonido metálico. Pero incluso estas manos
sobrias impresionan tanto más profundamente gracias al contraste con sus
hermanas, que están apasionadamente avizor. Podría decirse que es como si
estuvieran con diferente uniforme, como agentes de policía en medio de una
enardecida revuelta popular que crece. A esto se añade el incentivo personal
que supone el que a los pocos días uno ha podido familiarizarse con las
múltiples costumbres y pasiones de las manos individuales. Después de unos días
ya había trabado conocimiento con algunas de ellas y, como si fueran personas,
las dividí en simpatizantes y hostiles; algunas me repugnaban tanto por su
picardía y codicia que siempre apartaba la mirada de ellas como si de una
indecencia se tratara. Pero cada nueva mano en la mesa era una experiencia y
una curiosidad para mí: a menudo me olvidaba de observar la cara, que, arriba,
sujeta al cuello, permanecía impasible como una fría máscara social puesta
encima de la camisa del smoking o una brillante pechera
ANTE LA NOTICIA DE LA ENFERMEDAD DE UN PODEROSO
ESTADISTA
Si el hombre
imprescindible arruga la frente
tiemblan dos imperios planetarios.
Si el hombre
imprescindible muere
el mundo mira a
su alrededor
como una madre sin leche para su niño.
Si el hombre
imprescindible volviera una semana después de su muerte,
no se le
encontraría en todo el imperio ni un puesto de portero.
LA MÁSCARA DEL MAL
En mi pared cuelga un trabajo japonés en madera,
la máscara de
un demonio malo, dorada con laca.
Identificándome con su sentir,
observo las
hinchadas venas de la frente,
que indican qué
esfuerzo cuesta ser malo
HOLLYWOOD
Todas las mañanas,
para ganarme el
pan,
salgo al
mercado donde se compran mentiras.
Esperanzado me alineo entre los vendedores.
VERIFICACIÓN
Al volver todavía no tenía el pelo gris.
Entonces me
alegré.
Las fatigas de
las montañas quedan detrás de nosotros.
Ante nosotros quedan las fatigas de las llanuras.
SOBRE UN LEÓN CHINO DE RAÍCES DE TÉ
Los malos temen tus garras.
Los buenos disfrutan con tu gracia.
Algo así
me gustaría oír
decir
de mi verso.
Poemas traducidos por Josi María Valverde
—Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos —señala Francisco.
—Eran paganos —replica el jesuita—: no podían conocer la verdad.
—Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos, de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.
—La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.
—Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?
Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado. Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible.
Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance?
Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura, o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.
Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades —también en sermones— marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.
—Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales —le clava la mirada—, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje —enfatiza—, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come...
.......................................................................................................................................................
Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo —piensa Francisco— sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno. El silencio, la quietud y la tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:
—Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgarlo. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia —hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción—. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»... ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?
Andrés Hernández junta las manos.
—¡Por favor! —ruega—. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor...
—Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.
A Hernández le saltan las lágrimas.
—¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?
—Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza. Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.
El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.
—¿No está relacionada mi condena a muerte —dice— con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?
—Es absurdo... Por favor, por piedad, por el cielo... —implora el jesuita—. No se cierre a la luz, a la vida.
Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.
Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
—No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano —exclama—. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.
Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen el crucifijo.
—No soy yo —la ironía es triste— quien condena.
—Su testarudez lo condena.
—El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.
Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
—Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?
Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo.
El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil. Con los párpados enrojecidos, el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó,
nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el
primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más
limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo,
o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir
muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció
sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina.
Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa.
Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios.
Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me
inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de
un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a
poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un
tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con
ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el
Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus
servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe
que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la
insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis
fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella
tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me
perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata,
como quien dice.
|
|
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
|
Salmo 68.10
En la mitad del salmo 68.10
justo cuando Dios provee al pobre
me acercó su cajita para depositar donaciones.
Puse un billete de veinte mil
me agradeció con una mueca de sorpresa.
En ese instante pensé en el dinero
como un objeto religioso
y mi correcta decisión de continuar su falsificación.
Cuando alcé la vista para irme
el cordero de Dios que perdona
los pecados del mundo
parecía sonreírme.
El laberinto
Encerrado durante años en el laberinto
agotado, explorando una salida
decidí un día detenerme y dejar de buscar.
En el mismo instante, el concepto de encierro
se esfumó de mi mente.
Ahora, los límites del mundo
son los bordes de esta hoja
que me impiden salir
Los ciegos y los lobos disfrazados de corderos
La asociación de ciegos decidió festejar
su aniversario
la sala de festejos desbordaba de no videntes
el plato principal del banquete fue cordero asado
exquisito menú, sostenían los comensales.
Mi tarea de organizador llegaba a su fin
todo había salido como ellos lo soñaron
guardé las pieles en una bolsa, encendí un cigarrillo
y partí
La casa de empeños
Entré de madrugada a la casa de empeños
el boquete que había abierto desde una pared lateral
me dejó junto a las obras de arte más valiosas
tomé todas las que pude y al pasar alcancé a guardar
diamantes y otras joyas preciosas en mis bolsillos.
Al costado de esta sala estaban las almas empeñadas
la mía seguía colgada en la misma percha de siempre
todas parecidas, sin signos de envejecimiento
El malentendido
Frotó la lámpara de los deseos
y pidió los tres que primero vinieron a su mente
antes de que venciera el tiempo que le otorgaron
el tercer deseo, el de la vida tranquila
debe haber sido el problema
nadie sueña ser el guardián del cementerio
Buda en el infierno
Cuando bajamos con Buda al infierno
dejamos nuestras identificaciones, abonamos
la entrada
descendimos en el ascensor hasta el subsuelo
más profundo
recorrimos todos los pisos tomando nota
de las diferentes formas del sufrimiento humano.
Al volver a la superficie
yo aún seguía horrorizado por lo que había visto
para Buda, el más estremecedor era el piso
de los que no pueden sonreír