martes, 29 de diciembre de 2020

Famosa Laika, por Rául Tamargo

 




 


 

1.

Su aullido persistente alertó al buscador de astronautas. La encontró en un callejón perdido, en cuyo extremo la luna llena se ofrecía más a los viajeros que a los enamorados. Hasta que no estuvo oscuro, Laika no se dejó atrapar. Luego, se entregó a las promesas del hombre. Por primera vez estuvo en brazos de un ser humano; por primera vez, recibió una caricia.

    En el laboratorio del Programa Espacial Soviético le dijeron que viajaría a la luna. De haber sabido que los hombres eran capaces de mentir, habría igualmente aceptado, tal era su pasión por aquel medallón de luz blanca. Y aunque se trataba de hombres de ciencia, que medían, comparaban y evaluaban, libres de todo sentimiento, fue la pasión de Laika la que los decidió. Otros dos perros entrenaron tan duramente como ella, pero fueron devueltos a la calle y al olvido.

 

2.

 


El Sputnik 2 fue lanzado al espacio el 3 de noviembre de 1957. Laika no regresó. Varias versiones circularon sobre su final. El gobierno soviético aceptó su muerte 6 días después del lanzamiento. El oxígeno disponible en la cabina estaba a punto de agotarse; practicaron eutanasia a control remoto. Desde luego, nadie, en Occidente, creyó la versión oficial. En plena guerra fría, los rusos eran los seres más despiadados del planeta. Hacia el 2002, habían mejorado su imagen. Tal vez por eso dejaron saber que la perra astronauta murió pocas horas después del lanzamiento, como producto de un recalentamiento general del cubículo donde viajaba.

   Yo prefiero imaginar que todavía está orbitando la tierra. Puede que se trate de una visión ingenua, pero en absoluto edulcorada. Laika fue víctima de engaño. El destino de la nave no era la luna. Laika fue enviada a una Siberia espacial. Se sabía que el Sputnik orbitaría en un punto opuesto al de la luna, de modo que jamás, Kudryavka volvería a ver ese misterioso círculo de plata.

 3.

 Kudryavka fue su verdadero nombre. Quienes saben ruso dicen que se podría traducir como “pequeña de pelo rizado”. Un nombre particular, quizás no único, pero sí mucho menos genérico que aquel con el que se hizo famosa y que designa una variedad de razas de perros siberianos. La elección de un segundo nombre pudo haber tenido razones diversas. Los rusos son afectos a los sobrenombres; así conocimos a Stalin, de quien no recordaríamos su nombre si tuviéramos que llamarlo Iósif Vissariónovich. El régimen soviético tendió a debilitar la importancia del individuo confundiendo lo colectivo con lo uniforme. Cualquiera fuera la razón del cambio, opino que resultó un acierto, porque hacia fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, millones de mascotas en el mundo fueron llamadas Laika, un nombre cuyas dos sílabas pueden ser pronunciadas por hablantes de cualquier idioma.

 4.

 La Rusia postsoviética quiso agregar a aquel homenaje espontáneo y universal, uno propio. Apeló, paradójicamente, a su memoria estalinista. En 2008 erigió, en el centro de Moscú, un monumento de bronce, de altura considerable. Se trató de una nave espacial que en la mitad de su desarrollo se convertía en cinco dedos apretados entre sí, rígidos y sin ninguna mano de referencia. Sobre la base de la nave, una pequeña escultura de Laika, casi perdida entre la horrorosa inmensidad del soporte. El animal representado era el único elemento que transmitía sensaciones vitales. Parecía estar a punto de escaparse, como si quisiera volver al callejón donde ladraba a la luna.

 

Íntima Laika

 

Conocí una Laika con mejor destino. Dos cosas la hicieron memorable. La primera es de orden íntimo: fue la única mascota familiar de mi infancia. Esta Laika era negra, de pelo largo, tamaño mediano y una ternura infinita, tal vez producto de la gratitud; mis tíos la rescataron de una muerte segura en el bajo Belgrano. La recordaré siempre porque me enseñó lo que un perro puede significar para un niño. En el barrio, tal vez todavía haya quien la recuerde, pero por otras razones.

   Excursionistas jugaba un partido decisivo para mantener la categoría. El estadio estaría lleno y nosotros no podíamos faltar. Entró toda la familia junta, pero enseguida los adultos se acomodaron en los tablones y se olvidaron de los chicos. El partido comenzó y en la misma medida que el público levantaba temperatura, nosotros perdíamos atención. Bajamos a la explanada que corría al lado del alambrado y soltamos a Laika. Le tirábamos una rama que ella nos devolvía disciplinadamente. En algún momento, el pedazo de madera pasó el alambrado y entró en el campo de juego. El animal encontró pronto la manera de entrar y recuperar la pieza perdida, pero no supo desandar el camino y comenzó a correr en medio de los jugadores. El partido estuvo detenido varios minutos. Todos corrían detrás de Laika, como si fuera la pelota. Terminado el episodio, esperábamos una reprimenda, pero recibimos un premio inmerecido. Nuestro equipo pasaba un mal momento y la interrupción del partido le dio el respiro necesario para reorganizar sus líneas y finalmente ganar. Todos creyeron que lo habíamos hecho adrede. Nos ganamos la simpatía de la hinchada. A partir de entonces, se pudo ver en las tribunas una extraña bandera verde y blanca con la figura de una perra negra en su centro.

  

domingo, 27 de diciembre de 2020

Amina Saïd (Túnez 1953)

 








Siempre en el poema 


Yo escucharé el silencio 

antes que la palabra, 

abrevaré en su propia boca, 

entonces nacen las cosas,

 las palabras el mundo. 


Digo: siempre en el poema 

escucharé el silencio antes que las palabras


 y tú respondes: si existe un dios

 es allí donde habita. 


Yo descubro la exacta vertiente

 de la sombra y de la luz,

 donde termina, donde comienza,

  y el silencio palpita como el mar

 en su vientre de sal,

 palpita como el ala de un pájaro 

domesticando lentamente el cielo,

 como el viento la tierra la vida 

y si existe un dios

 es allí donde habita 


Traducción de Rafael Patiño

Dadie Bernard (Assini, Costa de Marfil 1916, Abiyán ,Costa de Marfil 2019)

 


Te agradezco, Señor 


Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro, 

que hayas hecho de mí

 la suma de todos los dolores,

 y puesto sobre mi cabeza el Mundo.


 Visto la librea del Centauro 

y llevo el Mundo desde la primera aurora.

 El blanco es un color de circunstancias,

 el negro, el color de todos los días,

 y llevo el Mundo desde el primer crepúsculo


 Estoy contento

 con la forma de mi cabeza 

hecha para llevar el Mundo.

 Satisfecho 

de la forma de mi nariz 

que debe aspirar todo el viento del Mundo, 

Feliz Con la forma de mis piernas. 


 Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro, 

que hayas hecho de mí, 

la suma de todos los dolores.


 Treinta y seis espadas han traspasado mi corazón. 

Treinta y seis braseros han quemado mi cuerpo. 

Y mi sangre sobre todos los calvarios ha enrojecido la nieve. 

Y mi sangre en todos los nacientes ha enrojecido el horizonte.


 Pero lo mismo estoy contento con llevar el Mundo,

 contento con mis brazos cortos,

 con mis brazos largos 

con el espesor de mis labios.


 Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro, 

blanco es un color de circunstancias, 

el negro, el color de todos los días,

 y yo llevo el Mundo desde el alba de los tiempos. 


Y mi risa sobre el Mundo, en la noche, crea el Día. 

Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro.


domingo, 20 de diciembre de 2020

"El viaje de Raúl" de Fernando Espinosa

 



 

El tren perseveraba en su travesía con destino a Buenos Aires. Desde que partió de Toay, provincia de La Pampa, se detuvo y volvió a ponerse en marcha, como si dependiera de su propia voluntad, infinidad de veces. Parecía un capricho de la máquina volver a arrancar. Había entrado en Buenos Aires pasado el mediodía. Raúl estiraba su saco o caminaba por el pasillo angosto entre los asientos que ni si quiera se reclinaban. Como un ingrediente más del servicio, estaban rotos y no permitían el mínimo consuelo de sentarse mirando hacia la dirección en la que se viaja. No hablaba con nadie y nadie le habló. Viajaba con la sensación que lo había perseguido durante toda su vida: estaba aparte. No le importaba qué dijeran de él, ni llegar a ningún lado, solo le molestaba no saber si iba a permanecer detenido en medio de la nada o si finalmente podría concretar el viaje. En el hastío dentro del coche cambiaba de vagón. Al atravesar la articulación le quedaba adherida a la ropa y en lo profundo de su nariz la nube hedionda proveniente del baño.

El paisaje no era más que pasto seco y campos vacíos. Los instantes en que permanecía en su asiento y el tren estaba en marcha, se entretenía mirando las ondas de los cables pendiendo entre postes más o menos equidistantes. Dejaba pasar el tiempo, se distraía, le parecía seguir el dibujo de una cinta métrica sin números. Línea tras línea, poste tras poste los palos de los alambrados simétricos le creaban esa ilusión.

Cerca de Trenque Lauquen el vacío se llenó con cuatro o cinco vacas clavadas en el barro de una charca. Rumiaban e irradiaban la cadencia cansina a todo su cuerpo con la panza apoyada en el agua.

Cuando la marcha era constante, el ferrocarril parecía decir con sus ruedas y los rieles, el apellido de un pariente lejano: Baran_diarán, Baran_diarán.

Comenzaba a anochecer. Raúl no tenía nombre para su destino, solo había pensado en la capital. Le daba lo mismo.

 Hacía una hora que en la ventana aparecían islas de construcción. Primero unas pocas casas, alguna estación con su pueblito, en la que el tren no se detenía, y después empezaron las villas.  No soportaba más el viaje.  Enseguida desaparecieron los espacios vacíos entre estación y estación. Cada vez había más casas. Tenía que ser la capital o estar muy cerca, pensó. De un salto se puso de pie y volvió a estirar su ropa.

-Disculpe usted, señora. ¿Sabría decirme qué estación es la próxima? – le dijo a una pasajera.

-Haedo- respondió, sorprendida por la corrección del lenguaje que poco tenía que ver con el aspecto.

-Muchas gracias, es usted muy amable- contestó pensando en el nombre de la estación.

El tren redujo su velocidad con elegancia, diferente de cuando se detenía por desperfecto en medio de la nada. Raúl dejó el asiento y bajó apurado mientras pensaba: Toay, cuatro letras. “Aedo” cuatro letras. Es una señal, se dijo. Le llamó la atención que la estación fuese igual a la que había dejado para siempre. Convencido del mensaje del destino sonrió por primera vez después de mucho tiempo, no recordaba cuánto. Parado en el estribo y agarrado al barral esperó a que el tren se detuviera por completo. En la plataforma había un cartel con un tablero de fondo negro donde decía en relieve: Haedo.  Me equivoqué, dijo, son cinco las letras.  Sintió frío en la espalda, como un mal augurio, pensó en subirse y prolongar el viaje, pero continuó en su determinación.

Un perro, el jefe de estación y algunos pasajeros giraron y lo miraron al reconocer su error en voz alta. Se movían como animados por la costumbre. Raúl no supo dónde ir. La noche se había pronunciado y entre los árboles muy lejos y muy alto vio brillar una luz roja. Trató de orientarse para llegar hasta allí.

En el centro del andén encontró una escalara por la que lo condujo por un túnel al otro lado de las vías donde una familia acomodaba sus pertenencias como preparándose a dormir en el subsuelo de piso sucio y mojado. Olía a vómito. Ese no era sitio para él.  A cien metros, la avenida Rivadavia estaba iluminada por las vidrieras de los negocios. Uno al lado del otro, cerrados, con sus escaparates de banalidades tan lejanas, proyectaban su luz sobre la vereda.   Asomaba por entre los árboles, detrás de las fachadas de casas bajas, aquella luz roja. El color celeste de una estación de servicio le marcó otro hito. Dobló hacia la izquierda para escapar, cruzó la calle y siguió caminando por la oscuridad de una fila de plátanos. Había uno o dos negocios con sus luces apagadas, parecían abandonados. Buscando la luz roja llegó a una iglesia.  En la cúpula, en la punta de la cruz, rozando la cercanía de Dios, la baliza advertía a los aviones, no a los fieles. Otra buena señal pensó. Encontré mi estrella colorada, ésta anula la quinta letra del cartel, se dijo.

Había perros en el atrio. Cinco perros acostados uno junto al otro, con los hocicos escondidos entre sus patas. Le gustaban los perros y él a los perros. Levantaron sus orejas, después sus rostros y lo miraron con la mejor desesperanza que pudieran transmitir. Uno le gruñó. Tenía las orejas redondeadas, algo humanas y sin pelo, luego, todos caminaron en círculos, alrededor de un recipiente con comida todavía caliente. Dieron un par de vueltas reacomodándose, parecía que le hacían un lugar. Antes de sentarse se estiró el saco y sonrío. Los perros formando un cerco a su alrededor, volvieron a acostarse dándole calor. El más pequeño, de color blanco, el que le había gruñido, al echarse empujó el plato de comida. Otra señal se dijo. Tenía mucha hambre, probó la polenta con arroz y sabía mejor que la que le daban en el colegio de monjas donde creía haber nacido. No recordaba nada de su infancia y nada sabía de sus orígenes. Se sintió bienvenido, se acomodó entre sus nuevos amigos y se durmió.

Despertó con el sol en la cara. Los perros ya habían empezado su ronda cotidiana. Estaban todos allí, menos el blanco. Era lunes. La secretaria parroquial no había llegado todavía. Raúl se levantó, estiró su cuerpo para ablandar el recuerdo duro de la piedra del suelo, luego se detuvo a atender su traje. Lo emprolijó con la mano desde los hombros, una y otra vez hasta alisarlo. El saco estaba cubierto de pelos. Mechones sueltos por todos lados, bajo la ropa, en los pantalones.

Ocupado en su acicalamiento vio llegar al perro blanco. Comenzó a picarle el cuerpo. Aquel traía una enorme tibia de vaca entre los dientes que apenas podía sostener. El hueso conservaba carne adherida. Satisfecho con su caza, en el medio del atrio, se echó a mordisquearlo un poco. Arrancó los pellejos más tiernos y dejó el resto a un costado para sus compañeros. Por turno cada perro lamió y royó, hasta que terminado el desayuno dejaron la iglesia. Raúl permaneció solo sentado entre mantas sucias. Llegó la secretaria, se detuvo en una puerta del costado revolviendo su cartera por un llavero. Lo miró y pareció murmurar algo. No podía desenredar la llave de un rosario de plástico negro. Le temblaban las manos. Mientras lo espiaba de soslayo logró hallar el ojo de la cerradura. Apurada cerró de un portazo.

A las dos horas volvió uno de los perros, en un lapso similar, volvió otro. Después otro. A medida que llegaban se acomodaban un rato, cada uno en su sitio. Luego caminaban, recorrían la cuadra, iban y venían hasta que se volvían a echar. Raúl permaneció sentado aprendiendo como era la vida de esos perros. Cómo se vivía en el atrio de una iglesia. Terminada la tarde todos habían regresado y nuevamente el perro blanco le gruñó. Lo miró y volvió a gruñirle. Decidió irse él también un rato. Bajó las escaleras del atrio y tomó rumbo hacia la estación del tren.

Raúl caminaba pensando en los perros.  Eran mansos, aunque le temía un poco al que parecía el alfa. Vio tirada entre los árboles una rama seca y la recogió. Nunca se sabe cómo pueden reaccionar esos animales callejeros, pensó. Desanduvo el camino del día anterior.

El jefe de la estación barría el andén, algunos pasajeros comenzaban a llegar. En el baño de la estación se lavó, se mojó la cabeza y acomodó su cabello. Con los dedos intentó marcar la raya al costado, parecía engominado. El espejo reflejaba turbia su imagen, creyó ver pelos en su piel.

A las seis llegó un tren. El remolino de gente se dispersó enseguida y Raúl vivió todo el desarrollo como si fuera una escena en el teatro. Luego volvió contento a la iglesia cuando el pitido agudo en la distancia dejó de oírse.

Los perros parecían estar esperándolo, el perro blanco le quiso arrebatar el palo, parecía enojado, pero los otros no. Raúl tironeó un poco hasta ceder, entonces otro perro tomó su lugar. Uno a uno le disputaron el palo al perro blanco. Finalmente, ganador de la contienda, se lo devolvió soltándolo sobre sus pies. Raúl se sintió bien con ellos. Amontonados se acomodaron contra el portón de madera de la iglesia. Esa noche nadie les llevó comida, Raúl creyó que era por su presencia. Hacía frio.

Todos durmieron inquietos, roncaban y hacían ruido con los dientes. Se frotaban unos contra otros. Giraban sobre sí mismos buscando una posición más cómoda, pero rezongaban por no hallarla y se volvían a echar.

El sol, como una lengua, buscaba sobre los escalones del atrio iluminar a la jauría. Poco antes de tocar al perro blanco, éste se levantó, orinó el primer árbol, el segundo escalón y emprendió su ronda. Igual que el día anterior, todos esperaron su regreso para comenzar las guardias. Esta vez volvió con una tira de asado fría que resistió al cirujeo nocturno del cubo de residuos de un restaurante cercano. Lo dejaron comer tranquilo, sin ansias, felices de su líder. Comió el perro blanco y se echó a dormir. Probaron el manjar por orden: el que saldría inmediatamente de ronda y los otros después. Raúl no se animó a comer, aunque dudó.

Al fin de la tarde las patrullas habían concluido, le tocaba a él salir. Se dirigió a la estación. Estaba cubierto de pelos y picado de pulgas. Las sentía deambular bajo la ropa. Caminaba sacudiéndose el saco a los cachetazos. Volaban mechones y polvo. La gente que pululaba en Haedo a la hora de volver a casa lo esquivaba al pasar.  Le picaba la espalda, las piernas.

En el baño de la estación se desnudó para lavarse. Detrás del retrete halló una botella de plástico. Llenó el envase con agua de la canilla. Encerrado en un cubículo volcó sobre su cabeza, como una ducha, el agua fría. Repitió la operación una vez más. Notó que tenía más pelos. Lavó su ropa interior la estrujó lo más fuerte que pudo y con eso pudo secarse. Olía a perro mojado, pero no tenía opción, era con lo que contaba. El espejo le devolvió una imagen ojerosa. Sacudió la ropa de pulgas y mugre, colgó el saco de la puerta. Con la mano todavía mojada le estiró las arrugas, se acomodó la cabellera hirsuta y volvió a la iglesia. Estaban todos, jugaban todavía con el palo que les había llevado el día anterior. Era cierta su percepción, solo alimentaban a los perros. Había un plato de guiso caliente con pedazos de carne, vaya a saber de qué, pero sabía riquísimo. Jugaron todos otra vez con el palo y terminaron de romper una manta vieja que alguno consiguió. Apareció, también, una pelota a la que arrancaron uno a uno los gajos. Finalmente dieron un par de vueltas más buscando cada uno su cola y se echaron a dormir. Con el hocico entre sus piernas, enrollados sobre si mismos o tapados con las patas delanteras se entregaron al descanso.

La semana pasó a otra semana, y otra a otra más. Al baño de la estación iba sólo por las necesidades básicas y si estaba de humor, mojarse un poco el cabello cada vez más ralo y tieso. Las orejas le picaban, se le habían inflamado y coloradas parecían más largas.

Los seis tenían su rutina ajustada, hacían las guardias, a veces encontraban buena comida en el restaurante y la comían por orden, Raúl el último, por más que la hubiera conseguido él. De todas formas, ahora, todas las noches alguien a las siete de la tarde dejaba comida caliente y agua, estuviera o no Raúl.

Una noche mientras terminaban de jugar con el palo y se preparaban a dormir llegó un hombre. Estaba descalzo. Se les acercó con temor. Raúl le gruñó. Dejó de mordisquear el palo con el que jugaban y se rascó su oreja puntiaguda. El hombre, venciendo el temor, se le acercó despacio. Extendió la mano con la prudencia del minutero de un reloj. Raúl no dejaba de gruñir, el hombre llegó a su cabeza y se la rasco con afecto. Raúl soltó el palo y se dejó acariciar la barbilla. Una pulga le saltó a la mano que el nuevo no espantó.  Todavía quedaba algo de comida caliente. Con el hocico le acercó el pote, todos lo miraron comer. Luego se echaron a su alrededor.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Ana Emilia Lahitte ( (La Plata 1921 - 2013)

  

10

Cada cual lleva en sí

 tras de su máscara

 las huellas invisibles

 de su rostro secreto.


11
       

Dentro del marco fijo

 del espejo  

buscamos parecernos a lo que ya no somos

 y quizá nunca fuimos.



13
Fascina
              Este límite
Donde el haber vivido se desprende
              como la piel de una serpiente.

 

18
Sí,
      las heridas son el mejor manuscrito.

32
Envejecer es esto,
       recordar vagamente la piel de los amantes.

 

38
       La duda es un extraño paraíso
       donde Dios puede al fin dejar de ser eterno.



44
       Es difícil morir.
                            Más difícil aún saber si estamos vivos.

 

Los chicos de la calle


Oh, niños asesinos, oh salvajes antorchas.
Julio Cortázar

Ragazzi di vita
los llamó Pasolini
con su piedad adversa
desollada.


Y nos los deja así
sin otra identidad que la mugre
y la llaga.


Debajo
del abrigo de su costra de escaras
-cristos breves-
los chicos de la calle
no saben todavía que su sombra atrapada
crece
para la historia de la infamia.*


El dolor
nunca es niño.
Y en ellos ni siquiera es dolor.


Es una humillación
de la esperanza.

* Borges

 

Tigres


Dicen
que el territorio de las hembras
es menor.

Pero el olor a hembra atraviesa el verano
y el celo
es territorio prometido
para tigres
y albatros.


Cuerpo de mujer

Conspiración del universo
para que el horizonte
se desnude.

 

 


domingo, 13 de diciembre de 2020

El diente roto de Pedro Emilio Coll (Caracas 1872 ,1947)

 




A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra.

Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña. Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo. Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.

Llegó el médico y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen, la santidad de mi profesión me impone él deber de declarar a usted…

-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.

-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan.

Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del «niño prodigio», y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etc.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y «profundo», y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto-sin pensar.

Pasaron meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

 

domingo, 29 de noviembre de 2020

"Cabecita negra" de Germán Rozenmacher

             



                                                                                                 A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos o siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo reventando el silencio y la calma y el orden haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre anterior a las palabras, casi un vagido de niño, desesperado y solo.



El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso Para Damas en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo. –Quiero ir a casa, mamá –lloraba–. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una niña que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.

–¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? –la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

–A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.

El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo. –Vamos. En cana. –El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía: –Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? –Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.





–Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta de que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? –dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.

–Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer –dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.

De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.

–Señor agente –le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.

–Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. –Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró–. Vivo ahí al lado –gimió, casi manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar. El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.

Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.

–Dame café –dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.

Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.

El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.

–Qué le hiciste –dijo al fin el negro.

–Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... –el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.

–Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...

El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:

–Este no es, José. –Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada pero definitiva. Vagamente, el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado mirando a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma”, dijo para tranquilizarse, “hay que aplastarlos, aplastarlos”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.