"Pero yo estaba hablando de la época en que la peste arreció en el extremo este de la ciudad, y de las personas que durante mucho tiempo se habían vanagloriado de haberse salvado y que tanto se asombraron cuando aquélla cayó sobre ellos. En verdad, los abatió como un guerrero. Esto me lleva, pues, a los tres pobres hombres, de los que hablaba hace un rato, que salieron de Wapping sin saber a dónde ir ni qué hacer. Uno fabricaba bizcochos, otros velámenes y el tercero era carpintero; todos eran de Wapping, o de los alrededores. La indolencia y la seguridad de aquella parte de la ciudad eran tales, que sus habitantes no sólo no evacuaban el lugar, como lo hacían los demás, sino que además llegaban a vanagloriarse de estar sanos y salvos y a pregonar la seguridad de vivir con ellos. Mucha gente de la parte céntrica o de los arrabales fue a refugiarse en Wapping, Ratcliff, Limehouse, Poplar, etc., como si fueran cabales abrigos. Y es probable que hayan contribuido a llevar la peste con más rapidez que la que ésta habría empleado por otros medios. Aun cuando yo sea partidario del éxodo y la evacuación de la ciudad a los primeros síntomas de un azote como aquél, y aunque estime necesario que todos los que puedan hallar asilo en otra parte se refugien a tiempo allí, pienso que, ya ocurrido el gran éxodo, los que se quedaron o debieron quedarse en la ciudad tienen la obligación de permanecer en donde están y no andar de un sitio a otro para volver, al cabo, al punto de partida, porque lo que esa gente trasporta en su ropa es la peste, el azote, la calamidad. De ahí que se nos ordenara matar perros y gatos y cuanto animal doméstico pudiera andar de casa en casa, de calle en calle, llevando en su piel o en su pelambre los efluvios de la enfermedad. Apenas comenzó la epidemia, el Lord Mayor y los Magistrados decretaron que, por opinión de los médicos, todos los perros y los gatos debían ser inmediatamente sacrificados; un oficial vigilaría el cumplimiento de la orden. Si hay que dar fe a los informes, el número de animales destruidos fue increíble. Llegó a hablarse de 40.000 perros y de 200.000 gatos, pues pocas eran las casas que no tuviesen un par de ellos, y a veces cinco o seis. También se hicieron todas las tentativas posibles para desembarazarse de ratas y ratones, sobre todo de estos últimos, y con tramperas y venenos se destruyó un número prodigioso. A menudo he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse. He de insistir en este punto."
lunes, 23 de marzo de 2020
Diario del año de la peste de Daniel Defoe
"Pero yo estaba hablando de la época en que la peste arreció en el extremo este de la ciudad, y de las personas que durante mucho tiempo se habían vanagloriado de haberse salvado y que tanto se asombraron cuando aquélla cayó sobre ellos. En verdad, los abatió como un guerrero. Esto me lleva, pues, a los tres pobres hombres, de los que hablaba hace un rato, que salieron de Wapping sin saber a dónde ir ni qué hacer. Uno fabricaba bizcochos, otros velámenes y el tercero era carpintero; todos eran de Wapping, o de los alrededores. La indolencia y la seguridad de aquella parte de la ciudad eran tales, que sus habitantes no sólo no evacuaban el lugar, como lo hacían los demás, sino que además llegaban a vanagloriarse de estar sanos y salvos y a pregonar la seguridad de vivir con ellos. Mucha gente de la parte céntrica o de los arrabales fue a refugiarse en Wapping, Ratcliff, Limehouse, Poplar, etc., como si fueran cabales abrigos. Y es probable que hayan contribuido a llevar la peste con más rapidez que la que ésta habría empleado por otros medios. Aun cuando yo sea partidario del éxodo y la evacuación de la ciudad a los primeros síntomas de un azote como aquél, y aunque estime necesario que todos los que puedan hallar asilo en otra parte se refugien a tiempo allí, pienso que, ya ocurrido el gran éxodo, los que se quedaron o debieron quedarse en la ciudad tienen la obligación de permanecer en donde están y no andar de un sitio a otro para volver, al cabo, al punto de partida, porque lo que esa gente trasporta en su ropa es la peste, el azote, la calamidad. De ahí que se nos ordenara matar perros y gatos y cuanto animal doméstico pudiera andar de casa en casa, de calle en calle, llevando en su piel o en su pelambre los efluvios de la enfermedad. Apenas comenzó la epidemia, el Lord Mayor y los Magistrados decretaron que, por opinión de los médicos, todos los perros y los gatos debían ser inmediatamente sacrificados; un oficial vigilaría el cumplimiento de la orden. Si hay que dar fe a los informes, el número de animales destruidos fue increíble. Llegó a hablarse de 40.000 perros y de 200.000 gatos, pues pocas eran las casas que no tuviesen un par de ellos, y a veces cinco o seis. También se hicieron todas las tentativas posibles para desembarazarse de ratas y ratones, sobre todo de estos últimos, y con tramperas y venenos se destruyó un número prodigioso. A menudo he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse. He de insistir en este punto."
sábado, 14 de marzo de 2020
"Lusus Naturae", un inquietante cuento de Margaret Atwood
¿Qué podían hacer conmigo? ¿Qué debían hacer
conmigo? Ambas preguntas eran una y la misma. Las posibilidades, limitadas. La
familia las debatía todas, sombría y exhaustivamente, sentados a la mesa de la
cocina por las noches, con los postigos cerrados, mientras comían sus
salchichas secas y correosas y su sopa de patata. En mis fases de lucidez, me
sentaba con ellos y participaba como podía en la conversación mientras
rebuscaba los pedazos de patata en mi cuenco. Si no, me recluía en el rincón
más oscuro, maullaba para mis adentros y escuchaba aquel abejorreo en mi cabeza
que nadie más oía.
—Con lo preciosa que era de chiquitina —decía mi
madre—. No tenía nada malo.
Le entristecía haber traído al mundo a una cosa como
yo: era como un reproche, como un castigo. ¿Qué había hecho ella mal?
—Será una maldición —decía mi abuela, tan seca y
correosa como las salchichas, aunque eso en ella era natural dada su edad.
—Con lo bien que estuvo tanto tiempo… —decía mi
padre—. Fue después de que pillara el sarampión aquel, a los siete años.
Después de eso.
— ¿Y quién iba a echarnos una maldición? —preguntaba
mi madre.
Mi abuela fruncía el entrecejo. A ella se le ocurría
una larga lista de candidatos. Pero aun así, no era capaz de señalar a ninguno.
La nuestra siempre había sido una familia respetada, incluso apreciada, en
cierto modo. Y seguía siéndolo. Y seguiría siéndolo, si podía hacerse algo
conmigo. Antes de que lo mío saliera en la colada, por así decirlo.
—Según el médico es una enfermedad —decía mi padre.
Mi padre se tenía por un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien
insistió en que aprendiera a leer, y había persistido en el empeño, pese a
todo. Sin embargo, ya no me acurrucaba en sus brazos. Hacía que me sentara al
otro lado de la mesa y, aunque esa distancia obligada me entristecía, era de
entender.
—Entonces ¿por qué no nos dio ninguna medicina? —
replicaba mi madre.
Mi abuela bufaba con sorna. Ella tenía sus propios
remedios, entre los que se incluían bejines y brebajes. Una vez me sumergió la
cabeza en el barreño en que se remojaba la ropa sucia sin dejar de rezar
mientras lo hacía. Fue para expulsar el demonio que estaba convencida de que me
había entrado volando por la boca y se me había instalado cerca del esternón.
Mi madre decía que, en el fondo, lo hizo con la mejor de las intenciones.
"Denle pan —había sugerido el doctor—. Le
conviene comer mucho pan. Pan y patatas. Y beber sangre. Sangre de pollo mismo,
o de ternera. Pero no la dejen que se exceda." Nos dijo cómo se llamaba la
enfermedad, un nombre con pes y erres que no habíamos oído nunca. Sólo había
visto un caso como el mío en una ocasión, nos contó mientras me exploraba los
ojos amarillentos, los dientes rosáceos, las uñas rojas, la pelambrera oscura
que había empezado a brotarme por el pecho y los brazos. Quiso llevarme a la
capital, para que me vieran otros médicos, pero mi familia se negó.
—La niña es un lusus naturae —dijo el doctor. — ¿Y
eso qué quiere decir? —preguntó mi abuela.
—Un capricho de la naturaleza —contestó él. Era
forastero: habíamos recurrido a él porque nuestro médico habría hecho correr la
voz—. Es una expresión latina. Viene a decir que es un monstruo. —El médico
pensaba que yo no lo oía, porque estaba maullando—. Nadie tiene la culpa —
añadió.
—La niña es un ser humano —replicó mi padre y le
pagó un buen montón de dinero para que se marchara a su tierra y nunca más
volviera.
— ¿Por qué nos ha mandado esto Dios? —dijo mi madre.
—Maldición o enfermedad, da lo mismo —dijo mi hermana mayor—. Sea lo que sea,
como se descubra nadie querrá casarse conmigo.
Asentí con la cabeza: mi hermana tenía razón. Ella
era una chica bonita, y nosotros no éramos pobres, éramos casi señoritos. Sin
mí tendría el camino despejado.
Durante el día, me pasaba el tiempo encerrada dentro
de mi habitación en penumbra: lo mío empezaba a resultar alarmante. A mí no me
importaba, porque no soportaba la luz del sol. De noche, insomne, vagaba por la
casa, escuchando los ronquidos de los demás, sus gañidos de pesadilla. El gato
me hacía compañía. Era el único ser vivo que quería acercárseme. Yo olía a
sangre, a sangre reseca: tal vez por eso el gato me seguía a todas partes, por
eso se me subía a la falda y me daba lametazos.
A los vecinos les habían contado que padecía una
enfermedad consuntiva, unas fiebres, un delirio. Ellos me mandaban huevos y
coles; acudían de vez en cuando a visitarme, para enterarse de algo, pero no
tenían muchas ganas de verme: fuera lo que fuese podía ser contagioso.
Se decidió que lo mejor sería que muriera. Así no
supondría un estorbo para mi hermana, no pendería sobre ella como un sino
fatal. "Mejor una feliz que dos desgraciadas", dijo mi abuela, a
quien le había dado por colgar ristras de ajos en el marco de mi puerta. Yo me
avine al plan, quería ser de ayuda.
Al cura se le sobornó, aunque apelamos también a su
compasión. A todo el mundo le gusta pensar que hace el bien a la vez que se
embolsa un buen dinero, y nuestro párroco no era una excepción. Me dijo que
Dios me había escogido porque era una niña especial, como una especie de novia,
podría decirse. Me dijo que estaba llamada al sacrificio. Que el sufrimiento
purificaría mi alma. Y que era una chica afortunada, porque me mantendría
inocente toda la vida, ningún hombre desearía corromperme, y luego iría directa
al cielo.
Les dijo a los vecinos que había muerto como una
santa. Me exhibieron dentro de un ataúd muy profundo en una habitación muy
oscura, con un vestido blanco con mucho tul blanco por encima, un atuendo
propio de una virgen y útil para ocultar mi pelambrera. Allí yací durante dos
días, aunque de noche me dejaban salir, claro. Cuando entraba alguien, contenía
la respiración. Se movían de puntillas, hablaban entre susurros, sin acercarse
mucho, todavía tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le decían que su hija
parecía talmente un ángel.
Ella se sentaba en la cocina y lloraba como si yo
hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana consiguió aparentar tristeza. Mi
padre vistió su traje negro. Mi abuela hizo pasteles. Todos se pusieron las
botas. Al tercer día, llenaron el ataúd de paja húmeda, lo llevaron al
cementerio en una carreta y lo enterraron, con responsos y una lápida sencilla,
y tres meses más tarde mi hermana contrajo matrimonio. Llegó a la iglesia
montada en coche de caballos, la primera que lo hacía en la familia. Mi féretro
fue un peldaño en su escalada.
Una vez muerta, contaba con más libertad. Nadie
salvo mi madre podía entrar en mi habitación, mi antigua habitación, como la
llamaban. A los vecinos les dijeron que querían preservarla como un santuario a
mi memoria. Colgaron una fotografía mía en la puerta, una tomada cuando aún
parecía un ser humano. Aunque yo no sabía qué aspecto tenía ya, porque siempre
evitaba los espejos.
En la penumbra leía a Pushkin, a Lord Byron y la
poesía de John Keats. Aprendía sobre amores malogrados, sobre el despecho y la
dulzura de la muerte. Y encontraba consuelo en esos pensamientos. Mi madre me
traía el pan, las patatas y la taza de sangre de costumbre, y se llevaba el
orinal. En otro tiempo solía cepillarme el pelo, cuando aún no se me caía a
puñados, y tenía la costumbre de abrazarse a mí y sollozar, pero todo eso ya
había quedado atrás. Ahora entraba y salía tan rápido como podía. Por mucho que
intentara ocultarlo, yo era un incordio para ella, naturalmente. Uno puede
compadecerse de alguien sólo hasta cierto punto, luego llegas a sentir que su
desgracia es un acto de maldad dirigido contra ti.
De noche podía campar a mis anchas por la casa, y
luego camparía por el jardín, y más adelante por el bosque. Ya no tenía que
preocuparme de si era un estorbo para los demás o para su futuro. En cuanto a
mí, el futuro no existía. Sólo el presente, un presente que iba cambiando, o
así me lo parecía, al ritmo de la luna. De no ser por los ataques, por las
horas de dolor, y por aquel abejorreo incomprensible en mi cabeza, podría haber
dicho que era feliz.
Primero murió mi abuela, después mi padre. El gato
se hizo mayor. Mi madre cada vez estaba más desesperada.
—Mi pobre niñita —decía, aunque ya no era lo que se
dice una niña—. ¿Quién cuidará de ti cuando yo no esté?
Esa pregunta sólo tenía una respuesta: tendría que
hacerlo yo. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho
más cuando no se me veía que cuando se me veía, y sobre todo cuando se me veía
sólo a medias. Una vez asusté a dos niños en el bosque, a cosa hecha: les
mostré los dientes rosáceos, el rostro peludo, las uñas rojas, les maullé, y
echaron a correr dando voces. La gente no tardó en evitar aquella parte del
bosque. Me asomé a una ventana una noche y le provoqué un ataque de histeria a
una joven. "¡Una cosa! ¡He visto una cosa!", gritaba entre sollozos.
O sea, que yo era una cosa. Lo estuve meditando: ¿en qué sentido una cosa no es
una persona?
Un forastero presentó una oferta por nuestra granja.
Mi madre quería vender e irse a vivir con mi hermana, el señorito de su marido
y sus saludables y cada vez más numerosos hijos, a quienes acababan de
retratar; ya no era capaz de sacar la granja adelante ella sola, pero ¿cómo iba
a dejarme?
—Véndela —le dije. Mi voz ya era una especie de
gruñido—. Desocuparé la habitación. Sé de un sitio donde instalarme.
La pobre mujer me lo agradeció. Me tenía apego, como
se le tiene a un padrastro en la uña, a una verruga: era carne de su carne.
Pero se alegró de librarse de mí. Había cumplido su deber con creces.
Mientras recogían y vendían los muebles yo pasaba el
día en un almiar. Me bastaba con él, pero en invierno no serviría. Cuando los
nuevos inquilinos se hubieron instalado, no fue difícil deshacerse de ellos. Yo
conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme por
ella a oscuras. Pasé a ser un espectro, y luego otro; fui una mano de uñas
rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; fui el ruido de un gozne
oxidado que hice sin querer. Salieron de allí a escape, y dijeron de nuestra
granja que estaba encantada. Entonces fue toda para mí.
Me alimentaba de las patatas que robaba escarbando
en los huertos al caer la noche, de los huevos que sisaba de los corrales. De
vez en cuando me llevaba alguna gallina, y lo primero que hacía era beberme su
sangre. Había perros guardianes, pero aunque me aullaban, nunca me atacaban: no
sabían a qué se enfrentaban. Un día, en casa, probé a mirarme en un espejo.
Dicen que los muertos no ven su reflejo, y era verdad; no me veía. Veía algo,
pero algo que no era yo: no guardaba ningún parecido con la niña buena y bonita
que me sabía en el fondo.
• • •
Pero ahora las cosas han llegado a su fin. Me he
hecho demasiado visible.
Así fue cómo ocurrió. Estaba un día recogiendo moras
al atardecer, donde el prado linda con la arboleda, cuando vi a dos personas
que se acercaban, desde direcciones opuestas. Un muchacho y una muchacha. Él
mejor vestido que ella. Calzado también.
Los dos se comportaban con un aire furtivo. Yo
conocía ese aire —esas ojeadas por encima del hombro, esas paradas y esos
arranques repentinos— porque yo misma era inusualmente furtiva. Me agazapé
entre las zarzas para espiarlos. Se agarraron el uno al otro, se entrelazaron y
se dejaron caer al suelo. De ellos brotaban maullidos, gruñidos, grititos.
Quizá estuvieran sufriendo un ataque, los dos a la vez. Quizá fueran — ¡ay, por
fin!— seres como yo. Me acerqué con mucho sigilo para verlos mejor. No tenían
el mismo aspecto que yo —no tenían pelo, por ejemplo, salvo en la cabeza, lo
que pude apreciar porque se habían quitado casi toda la ropa—; por otra parte,
yo había tardado un tiempo en convertirme en lo que era. Estarán en las fases
preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado el uno al otro
para hacerse compañía y para compartir sus ataques.
Parecían obtener placer de aquellas sacudidas, pese
a que de vez en cuando se mordían. Entendía a la perfección que llegaran a eso.
¡Qué consuelo encontraría yo si pudiera participar con ellos de ese placer! Con
el correr de los años, la soledad me había endurecido; de pronto sentí que ese
caparazón se reblandecía. Aun así, no tuve valor para abordarlos.
Una noche el muchacho se quedó dormido. Ella lo tapó
con la camisa que había dejado a un lado y le dio un beso en la frente. Luego
se alejó sin hacer ruido.
Yo me aparté de las zarzas y me encaminé con sigilo
hacia él. Allí lo tenía, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como tendido
en una bandeja. Lamento decir que perdí los estribos. Le eché las zarpas rojas
encima. Le mordí en el cuello. ¿Era deseo o hambre? ¿Cómo iba a saber yo la
diferencia? El muchacho despertó, me vio los dientes rosáceos, los ojos
amarillentos; vio el revoloteo de mi vestido negro; vio cómo huía. Y hacia
dónde huía.
Aquel muchacho se lo contó al resto del pueblo, y
todos empezaron a elucubrar. Desenterraron mi ataúd y, al encontrarlo vacío,
temieron lo peor. Ahora mismo vienen todos hacia esta casa, está anocheciendo;
portan largas estacas, antorchas. Mi hermana va entre ellos, y su marido, y el
muchacho al que besé. Yo pretendía que fuera un beso.
¿Qué puedo decirles, qué explicación puedo dar?
Cuando se buscan demonios siempre habrá alguien que satisfaga el papel, y a fin
de cuentas da lo mismo entregarse que rendirse. "Soy un ser humano",
podría aducir. Pero ¿qué pruebas tengo de ello? "¡Soy un lusus
naturae! ¡Llévenme a la capital! ¡Deberían estudiarme!" No serviría de
nada. Me temo que al gato no le espera nada bueno. Lo que me hagan a mí, se lo
harán también a él.
Soy una persona de temperamento indulgente, sé que
en el fondo lo hacen con la mejor intención. Me he puesto el vestido blanco del
entierro, con mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Hay que estar a la
altura de la ocasión. Oigo el abejorreo en mi cabeza cada vez más fuerte: ha
llegado la hora de levantar el vuelo. Caeré del tejado en llamas como un
cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que pronunciar muchos conjuros sobre
mis cenizas para cerciorarse de que esta vez estoy muerta de verdad. Andando el
tiempo me convertiré en una santa invertida; los huesos de mis dedos se
venderán como talismanes siniestros. Seré una leyenda, para entonces.
A lo mejor en el cielo pareceré un ángel. O tal vez
los ángeles se parezcan a mí. Si así fuera, ¡qué sorpresa para los demás! Ya
tengo algo con lo que ilusionarme.
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Margaret Atwood,
textos memorables
Yael Globerman (Israel, 1959)
No
comí del árbol del conocimiento
No comí el fruto del árbol del conocimiento.
Pensé que el secreto estaba en lo podrido,
en las hojas que se arrojaron a tierra
desde una altura de diez pisos.
Pude ver las flores que caían,
ejecutando una solitaria muerte en el jardín,
y cómo regresaban, con la fuerza de lo oscuro,
a las raíces.
No me arrepiento.
El saber me hubiese vuelto
pesada y dubitativa.
Para mí, el fruto más maravilloso
fue tu rojo corazón.
Traductor Gerardo Lewin
Etiquetas:
Gerardo Lewin,
Poesía Israelí,
Yael Globerman
miércoles, 11 de marzo de 2020
" La fiesta ajena" por Liliana Heker
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa. —Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. —Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga! Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. —Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. —¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. —Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: —Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. —Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: —¿Y vos quién sos? —Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura. —No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. —Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. —¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita. —Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria. La del moño se encogió de hombros. —Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella? —No. —¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: —Soy hija de la empleada —dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así. —¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda? —No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas. —Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. —Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”. La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. —¿Al chico? —gritaron todos. —¡Al mono! —gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. —No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito. —¿Qué es timorato? —dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías. —Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. —A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo: —Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. —Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo: —Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”. Ahí la madre pareció preocupada. —¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura. —Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: —Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: —Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. —Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
miércoles, 26 de febrero de 2020
Cuando todo brille de Liliana Heker
Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del
viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en
la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados
en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero
al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron
estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro
lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con
familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado,
apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras
con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un
patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
–¿Cómo te fue hoy, querido? –preguntó. Y
lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una
respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba
comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta
habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha
pasado. Nada nuevo puede pasar.
Acabó de limpiar la entrada y soltó el
brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dormitorio y le dejó la
impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por
las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para
desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso. Sin
duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto
del Obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines
fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio
no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta
desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento
oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar la cena (al
principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en
unos bifes con papas fritas pero enseguida desistió: la grasa vaporizada
impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir;
si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza
profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de los poros de
las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta
de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que
su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre
zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al dormitorio. Apenas
entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló
el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las
medias, y fue a golpear la puerta del baño.
–Voy a entrar, querido –dijo con dulzura.
El no contestó, pero canturreaba.
Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito.
Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living,
tarareando el vals “Sobre las olas”. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana siguiente,
mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a
la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella
estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no tenía que
pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente, ella le
pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta del fondo
que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente,
que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la
ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que por más que barriera
y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había
viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el
viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no había viento.
–Vio, mi salvaje, vio, mi protestón, que
no era para hacer tanto escándalo –dijo. Rió traviesamente.
El se puso de pie como quien va a
pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después
inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida
y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el redondel,
refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto ser de
otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puerta se
cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta
se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos
acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del
suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se
expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose
desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares
de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se
agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente
Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el
piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba
la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose
como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una
esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde
de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca
ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es
llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con
pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó
una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con
desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa)
cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del
dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una
opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el
teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces si lo supo con certeza, la
ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a
llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos o tirarse de
cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a
tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay
que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la
mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el
viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo,
una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh
su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué,
Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo
de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de
basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de
la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió
almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta
que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó
paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las
cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a hijos
adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó armarios,
blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Y a las siete de la tarde, como un
pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su vida, empuñó
el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el aire
embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor.
Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco
de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo
recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón,
pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera
afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala
cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las
usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa
basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala.
Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre
la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de
encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta
y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar
la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba
el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más
razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador de pelo y después
lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un
golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en
el living. Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó
un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad
de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró,
extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de la mañana
los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el
aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las
ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el
peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando
advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró con desaliento las
manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían
ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para más tarde, con buena
suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la
cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se
durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron, se ablandaron,
extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se
hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se
levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían
desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color. Un ligero
desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas
blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas
veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina. Una comida
caliente tal vez la haría sentirse mejor pero no: después hay que lavar las
ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió una ola de
terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban
abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con
huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y viscosamente. Creyó
que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el
polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la cocina, no hay como
el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba
por ponerse a barrer, reparó en las suela de sus zapatos; sin duda no estaban
limpias: habían trazado sobre el parqué un discontinuo senderito de huevo. A
Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del
rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido
nada, dejó el escobillón y la pala y se fue para la cocina.
La manzana estaba en el centro del charco
amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos y de golpe
descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo
estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable
dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas
y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de cualquier
manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y
aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas
chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la
ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa
vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios
poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró
profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó,
la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la gente un
poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella
disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al
levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la
embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en
el plato.
Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias
en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de
lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el
dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la
hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el
suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua.
Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en
sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero
persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza.
Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la
lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor.
Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al
baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el
vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las
rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al
caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente
al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y
las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de
su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el baño
que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y
radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una
inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba
tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un punto, próximo a ella, sobre
el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su
nombre en el piso. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se
levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó:
Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente
en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas,
arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería
a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba
con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y
por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso día de sol
con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se
detuvo ante un puesto de flores.
–Margaritas –le dijo al puestero–. Las más
blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme
caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto
pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que
estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y,
levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del
norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano
el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando
una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó
desde la cocina.
martes, 25 de febrero de 2020
Catalina Boccardo (1961 Buenos Aires )
Temblor
A
veces hace así: con un solo ojo observa una rama.
Y la rama se mece y le provoca un temblor.
Y la rama se mece y le provoca un temblor.
Cuentan
que hace miles de años otra paloma fue lanzada en medio del diluvio.
Regresó con gajos de Olivo de tierra cercana.
Está escrito.
Regresó con gajos de Olivo de tierra cercana.
Está escrito.
Ahora
un minúsculo animal se asombra por primera vez
ante la naturaleza;
crea un árbol,
el cielo,
las hojas entregando la sombra.
Divino pájaro del mito
aunque éste
real y terrestre
se pierda en las tormentas
y nos deje vacíos.
ante la naturaleza;
crea un árbol,
el cielo,
las hojas entregando la sombra.
Divino pájaro del mito
aunque éste
real y terrestre
se pierda en las tormentas
y nos deje vacíos.
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Catalina Boccardo,
Poesia Argentina Contemporanea
Isidoro Blaisten ( 1933 Concordia, 2004 buenos aires)
La balada del Boludo
Por mirar el otoño perdía el tren del verano.
Usaba el corazón en la corbata.
Se subía a una nube, cuando todos bajaban.
Su madre le decía:
No mires las estrellas para abajo,
no mires la lluvia desde arriba.
No camines las calles con la cara,
no ensucies la camisa;
no lleves tu corazón bajo la lluvia, que se moja.
No des la espalda al llanto,
no vayas vestido de ventana,
no compres ningún tílburi en desuso.
Mirá tu primo el recto
que duerme por las noches.
Mirá tu primo el justo
que almuerza y se sonríe.
Mirá tu primo el probo
puso un banco en el cielo.
Tu cuñado el astuto
que ahora alquila la lluvia.
Tu otro primo el sagaz
que es gerente en la luna.
—Tienes razón, mamá —dijo el boludo
y se bebió una rosa.
—No seré más boludo—
y se bajó del viento.
—Seré astuto y zahorí—
y dio vuelta una estrella para abajo
y se metió en el subte
y quedaron las gaviotas.
Entonces vinieron los parientes ricos
y le dijeron:
—Eres pobre, pero ningún boludo.
Y el boludo fue ningún boludo
y quemaba en las plazas
las hojas que molestan en otoño.
Y llegó fin de mes.
Cobró su primer sueldo
y se compró cinco minutos de boludo.
Entonces vinieron las fuerzas vivas
y le dijeron:
—Has vuelto a ser boludo, boludo.
—Seguirás siendo el mismo boludo de siempre.
—Debes dejar de ser boludo, boludo.
Y medio boludo,
con esos cinco minutos de boludo,
dudaba entre ser ningún boludo
o seguir siendo boludo para siempre.
Dudaba como un boludo.
Y subió las escaleras para abajo,
hizo un hoyo en la tierra
miraba las estrellas.
La gente le pisaba la cabeza,
le gritaba boludo.
Y él seguía mirando
a través de los zapatos
como un boludo.
Entonces vino un alegre y le dijo:
—Boludo alegre.
Vino un pobre y le dijo:
—Pobre boludo.
Vino un triste y le dijo:
—Triste boludo.
Vino un pastor protestante y le dijo:
—Reverendo boludo.
Vino un cura católico y le dijo:
—Sacrosanto boludo.
Vino un rabino judío y le dijo:
—Judío boludo.
Vino su madre y le dijo:
—Hijo, no seas boludo.
Vino una mujer de ojos azules y le dijo:
—Te quiero.
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